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    El Cartonero Cultural
Nuestro semiólogo desocupado, ex profesor de la Universidad de Salamanca y actualmente chofer de taxi, todas las tardecitas revisa las bolsas de basura de Buenos Aires y rescata la cultura de libros y escritores que, de no ser por él, seguirían el infausto destino del relleno sanitario. Y el chabón también nos pasa datos de conferencias y ofertas de libros baratos, con la esperanza de que nos desasnemos un poquito. ¡Gracias, maestro!



XIX

Ahí empezaba la etapa más ardua y arriesgada de mi investigación.

Me detuve en la plaza a reflexionar sobre los próximos pasos que podría y debería dar.

Era obvio que no podía seguirlos inmediatamente, dadas las peligrosas características de la secta. Quedaban dos posibilidades: o esperar a que ellos salieran y luego, una vez alejados, subir a mi turno para indagar lo que pudiera; o subir después de un lapso prudencial, sin esperar la salida de ellos.

Aunque esta segunda variante era más riesgosa también ofrecía más perspectivas, con la ventaja de que si no sacaba nada en limpio de mi inspección siempre restaba de cualquier modo la segunda posibilidad de esperar luego su salida, sentado en un banco de la plaza. Esperé unos diez minutos y empecé a subir cautelosamente. Aunque era imaginable que la gestión, o presentación, o lo que fuere, de Iglesias no iba a ser cuestión de minutos sino de horas; o yo tenía una idea totalmente errónea de lo que era aquella organización. La escalera era sucia y gastada, pues pertenece a una de esas antiguas casas que en algún tiempo tuvieron pretensiones pero que ahora, descuidadas y sucias, son por lo general casas de inquilinato: ya son grandes para una sola familia pobre y excesivamente infectas para una familia de cierta posición. Y me hacía esta reflexión porque si la casa era de inquilinato, el problema se me complicaba en forma casi laberíntica: ¿a quién irían a ver y en cuál de los departamentos? Por otra parte se me ocurría muy verosímil que el jerarca, o el informante del jerarca, viviese en forma tan humilde y hasta miserable.

Mientras subía la escalera, estos pensamientos me llenaban de incertidumbre y me amargaban, pues era desalentador que después de tantos años de espera pudiese desembocar en la entrada de un laberinto.

Felizmente tengo la propensión a imaginar siempre lo peor. Digo "felizmente" porque de ese modo mis preparativos son más fuertes que los problemas que la realidad luego me depara; y aunque dispuesto para lo peor, esa realidad me resulta menos difícil que lo previsto.

Así, fue, por lo menos, en lo que se refería al problema inmediato de aquella casa. En cuanto a lo otro, por primera vez en mi vida fue peor de lo que esperaba.

Cuando llegué al rellano del primer piso, verifiqué que había una sola puerta y que la escalera moría allí mismo; no había, por lo tanto, ningún altillo ni existía entrada a dos departamentos: con todo, el problema era el más sencillo que podía presentarse.

Permanecí cierto tiempo frente a aquella puerta cerrada, con los oídos atentos al menor rumor de pasos y con mis piernas listas para bajar. Arriesgando todo, coloqué mi oído contra la hendidura y traté de recoger cualquier indicio, pero nada oí.

Se tenía la impresión de que aquel departamento estaba deshabitado.

No quedaba sino esperar en la plaza.

Bajé y, sentándome en un banco, decidí aprovechar el tiempo para estudiar todo lo que concernía a aquel sitio.

Ya dije que la edificación es extraña, pues se extiende a lo largo de una cuadra y sobre una recta tangente al círculo de la iglesia. La parte central, la que toma contacto con el cuerpo de la iglesia, pertenece seguramente a ella y supongo que alberga la sacristía y algunas dependencias eclesiásticas. Pero el resto de la edificación, a izquierda y derecha, está habitado por familias, como lo demuestran macetas con flores en los balcones y ropas, canarios, etcétera. Sin embargo, no podía pasar inadvertido a mi examen que las ventanas correspondientes al departamento de los ciegos mostraban algunas diferencias: no había ninguno de esos atributos que revela la presencia de gente y, además, estaban cerradas. Se podría argüir que los ciegos no necesitan luz. Pero ¿y el aire? Por otra parte, estos indicios confirmaban los que había recibido escuchando a través de la puerta, allá arriba. Mientras vigilaba la salida seguí cavilando sobre el singular hecho, y después de darle muchas vueltas llegué a una conclusión que me pareció sorprendente pero irrefutable: En aquel departamento no vivía nadie. Y digo sorprendente porque si en él no habitaba nadie, ¿para qué había entrado Iglesias con el hombrecito parecido a Pierre Fresnay? La inferencia era también irrefutable: el departamento sólo servía de entrada a otra cosa. Y me dije "cosa" porque si bien podía ser otro departamento, acaso el departamento vecino al que podía tener acceso por alguna puerta interior, también era posible que fuese "algo" menos imaginable, tratándose, como se trataba, de ciegos. ¿Un pasaje interior y secreto hacia los sótanos? No era improbable.

En fin, razoné que en ese momento era inútil seguir exprimiéndome el cerebro, ya que luego, apenas salieran los dos hombres, tendría ocasión para efectuar un examen más a fondo del problema.

Yo había previsto que la presentación de Iglesias iba a ser algo complicado y por lo tanto moroso; pero debió de ser más complicado de lo que supuse porque recién salieron a las dos de la madrugada. Hacia la medianoche, después de ocho horas de espera atenta, cuando la oscuridad hacía más misterioso aquel extraño rincón de Buenos Aires, mi corazón fue comprimiéndose como si empezara a sospechar alguna abyecta iniciación en recónditos subterráneos, en húmedos hipogeos, a cargo de algún tenebroso y ciego mistagogo; y como si esas tétricas ceremonias me trajesen la premonición de las jornadas que me esperaban.

¡Las dos de la madrugada!

Me pareció que la marcha de Iglesias era más incierta a la entrada y tuve la sensación de que algo enorme agobiaba su espíritu. Pero tal vez todo eso haya sido una pura impresión de mi parte, provocada por el lúgubre conjunto de circunstancias: mis ideas sobre la secta, la mortecina iluminación de la plaza, la inmensa cúpula de aquella iglesia y, sobre todo, la luz equívoca que proyectaba sobre la escalera la sucia lamparita que colgaba en lo alto de la entrada.


Imagen nocturna de la iglesia Santísimo Sacramento.
(Pasando el cursor del mouse sobre este texto se verá una imagen diurna)

Esperé que se fueran, observé cómo se alejaban hacia el lado de Cabildo y, cuando estuve seguro de que ya no volverían, corrí hacia la casa.

En el silencio de la madrugada, el ruido de mis pasos parecía estruendoso y cada chirrido de aquellos escalones descolados me hacía echar una mirada a mis espaldas.

Cuando llegué al rellano me esperaba la más grande sorpresa que había tenido hasta ese momento: ¡la puerta tenía candado! Esto sí que en ningún momento lo había previsto.

El desaliento me aplastó y hube de sentarme en el primer escalón de aquella maldita escalera. Así permanecí un buen tiempo, anonadado. Pero pronto empezó a funcionar mi cabeza y mi imaginación me fue ofreciendo una serie de hipótesis:

Ellos acababan de salir y después nadie más lo había hecho, de modo que el candado fue quitado al entrar y puesto al salir por el hombre que se parecía a Pierre Fresnay. Por lo tanto, si en aquella casa había algún género de habitantes o si daba, mediante un pasaje secreto, a "algo" habitado, en cualquier forma esos seres no salían ni entraban por la puerta que ahora tenía ante mis ojos. Ese "algo", pues, ese departamento o casa o cueva o lo que fuere, tenía otra salida o varias salidas más, acaso a otras zonas del barrio o de la ciudad. ¿La puerta con candado estaba entonces reservada para el mensajero o intermediario bajito? Bueno, sí: para él o para otros individuos que desempeñasen tareas semejantes, a cada uno de los cuales había que suponer provisto de una llave idéntica.

Esta primera serie de razonamientos me confirmó en la presunción que tuve al observar la casa desde la placita: allí no vivía nadie. Desde ya podía dar por segura, pues, una conclusión de importancia para mis etapas siguientes: aquel departamento era meramente un pasaje HACIA OTRA PARTE.

¿Qué podía ser aquella "otra parte"? Eso no lo podía imaginar, y lo único que cabía era la audaz tentativa de violar aquel candado, entrar en la casa misteriosa y ver una vez en ella, adónde podía conducir. Para eso me era necesario una ganzúa o, simplemente, romper aquello con tenaza o cualquier medio violento parecido.

Mi impaciencia ahora era tanta que no podía esperar otro día. Descarté la idea de romper el candado por el ruido que produciría la operación, y pensé que lo mejor era recurrir a la ayuda de uno de mis conocidos. Bajé, fui hasta Cabildo y esperé el paso de un taxi, que a esas horas de la madrugada no faltaban. La suerte parecía estar de mi lado: a los pocos minutos pude tomar uno y le ordené me llevara hasta la calle Paso. Allí subí a la rural y con ella me dirigí a la casa de Floresta donde vive F. Le expliqué a gritos (es famoso por su sueño pesado) que necesitaba abrir un candado esa misma noche. Cuando se despejó y cuando se enteró de qué clase de cerradura se trataba, casi se echa de nuevo en la cama, tan indignado estaba; despertarlo a él para abrir un candado era como consultarlo a Stavisky para una estafa de mil francos. Lo sacudí, lo amenacé y finalmente lo arrastré a mi camioneta; corriendo como si la organización fuera a derrumbarse aquella misma noche, llegué en poco más de media hora hasta la placita de Belgrano. Detuve el auto en la calle Echeverría y, después de verificar que ninguna persona se encontraba en los alrededores, descendimos con F. y caminamos hacia nuestra casa.

La operación de abrir el candado le llevó cosa de medio minuto, después de lo cual le dije que tendría que volverse solo a Floresta, porque yo tardaría mucho en aquella casa. Eso lo puso más furioso aún, pero lo convencí de que se trataba de algo de gran importancia para mí y que, en todo caso, en Cabildo era fácil encontrar taxis. Rechazó con dignidad el dinero que intenté darle para el taxi y se retiró sin saludarme.

Debo decir que mientras iba en mi coche hacia la calle Paso me asaltó una pregunta: ¿Por qué cuando yo subí por primera vez no había candado? Bueno, era lógico que no lo hubiera ya que los dos hombres habían entrado y no podían volver a colocar un candado por la parte de afuera. Pero si aquella entrada era tan importante, como todo lo hacía suponer, ¿cómo se explicaba que la dejasen abierta a cualquier intruso? Pensé que todo eso se explicaba si al entrar el hombrecito corría un cerrojo o ponía una tranca desde el interior.

Tal como era de esperar, en el interior reinaba la más completa oscuridad y un silencio de muerte. La puerta se abrió con una serie de ruidos que me parecieron estruendosos. Con mi linterna iluminé la parte posterior de la puerta y vi, con satisfacción, que tenía un pasador y que ese pasador, de bronce, no estaba oxidado, lo que revelaba su uso.

Mi presunción sobre el cierre interior se confirmaba y con ella la hipótesis (temible) de que aquella puerta no podía quedar abierta en ningún momento.

Mucho tiempo después, reflexionando sobre estos hechos, me pregunté por qué si era tan importante estaba cerrada con un candado que F. podía violar en poco más de medio minuto. El hecho, bastante llamativo, tenía una sola explicación: hacerla parecer una casa cualquiera, una casa que por un motivo o por otro está desocupada.

Si bien yo venía con la convicción de que allí no había ninguna clase de habitantes, entré con cuidado y empecé a iluminar las paredes de la primera pieza. No soy cobarde, pero cualquiera en mi situación habría sentido el mismo temor que yo en aquellos momentos al recorrer, lenta y cuidadosamente, aquel desmantelado y vacío departamento sumido en las tinieblas. Y, hecho significativo, ¡golpeando las paredes con mi bastón blanco, como un auténtico ciego! No había reflexionado hasta ahora en ese inquietante signo, aunque siempre pensé que no se puede luchar durante años contra un poderoso enemigo sin terminar por parecerse a él; ya que si el enemigo inventa la ametralladora, tarde o temprano, si no queremos desaparecer, también hay que inventarla y utilizarla y lo que vale para un hecho burdo y físico como un arma de guerra, vale, y con más profundos y sutiles motivos, para las armas psicológicas y espirituales: las muecas, las sonrisas, las maneras de moverse y de traicionar, los giros de conversación y la forma de sentir y vivir; razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse.

Sí: poco a poco yo había ido adquiriendo muchos de los defectos y virtudes de la raza maldita. Y, como casi siempre sucede, la exploración de su universo había sido, también lo empiezo a vislumbrar ahora, la exploración de mi propio y tenebroso mundo.

La luz de mi linterna me reveló pronto que en aquella primera pieza no había nada: ni un mueble, ni siquiera un trasto olvidado; todo era polvo, pisos agujereados y paredes desconchadas, con restos podridos y colgantes de antiguos y prestigiosos empapelados. Este examen me tranquilizó bastante porque me hacía suponer lo que ya había previsto desde la placita: que la casa estaba deshabitada. Recorrí entonces con mayor firmeza y rapidez el resto de las dependencias y fui poco a poco completando y confirmando esa primera impresión. Y entonces comprendí por qué era innecesario tomar con la puerta de entrada medidas de excesiva precaución; ya que si por azar algún ladrón violaba el candado habría de salir muy pronto desilusionado.

Para mí era distinto, porque sabía que esa casa fantasmal no era un fin sino un medio.

De otro modo había que suponer que el hombrecito insignificante que había ido en busca de Iglesias era una especie de chiflado que había traído al español hasta semejante antro, donde, en una oscuridad absoluta y sin tener ni siquiera donde sentarse, le había hablado durante diez horas de algo que, por terrible que fuese, le habría podido contar en la propia pieza del tipógrafo.

Se imponía buscar salida a otra parte. Lo primero y más sencillo era pensar en una puerta, visible o secreta, que diese a la casa de al lado; lo segundo y menos sencillo (pero no por eso menos probable, ya que ¿por qué ha de ser sencillo algo referente a seres tan monstruosos?), lo segundo era suponer que esa puerta visible o secreta daba a un pasadizo que llevase a sótanos o a lugares más distantes y peligrosos. En cualquier caso mi tarea consistía ahora en buscar la puerta secreta.

Verifiqué en primer lugar todas las puertas visibles: sin excepción eran de comunicación entre las diferentes habitaciones y dependencias. La puerta era, como por otra parte se debía presumir, invisible, o, por lo menos, invisible a primera vista.

Recordé situaciones que había visto en películas o leído en libros de aventuras: cualquier recuadro o marco de un retrato podía ser la puerta disimulada. Como no había ningún retrato en la casa abandonada no era necesario perder tiempo en eso.

Recorrí, pieza por pieza, las paredes desconchadas para ver si en algún rincón o cornisa o zócalo disimulaban botones eléctricos o cualquier otra clase de mecanismo semejante.

Nada.

Con mayor atención examiné las dos dependencias que, por su naturaleza, ofrecen más particularidades: el baño y la cocina. Aunque destartalados, presentaban, en efecto, ricas posibilidades que no podían encontrarse en los otros cuartos. El inodoro, sin tapa, no ofrecía mayores perspectivas, no obstante lo cual traté de hacer girar los viejos goznes de la tapa inexistente; luego tiré la cadena, destapé el tanque, apreté o traté de hacer rotar toda clase de canillas, intenté levantar la vieja bañadera, etcétera. Un análisis parecido hice en la cocina, sin resultado.

El examen fue tan reiterado y cuidadoso que si no hubiese sabido que aquellos dos hombres habían estado esa misma tarde allí habría abandonado la empresa.

Me senté, desalentado, sobre la vieja cocina de gas. Por experiencias anteriores sabía que llegado a un punto no vale la pena repetir los mismos razonamientos porque se forma una huella mental que impide salidas laterales.

Me encontré de pronto comiendo chocolatines, lo que hubiera sido comiquísimo para cualquier espectador escondido por ahí e invisible para mí. Y estaba casi riéndome para mis adentros de esa escena imaginaria cuando casi me muero de la impresión: ¿quién me garantizaba que, en efecto, ALGUIEN no estaba observándome desde un lugar invisible?

Había techos agujereados, había paredes desconchadas que podían ocultar orificios por los que se podía vigilar desde la casa vecina. Nuevamente me poseyó el terror y por unos minutos apagué la linterna, como si esa precaución tardía pudiese serme de alguna utilidad. En medio de las tinieblas, tratando de adivinar el sentido del más mínimo crujido, tuve sin embargo la suficiente lucidez para comprender que mi precaución era no sólo idiota por lo inútil sino casi contraproducente, ya que sin luz era más indefenso que con ella. Encendí, pues, nuevamente mi previsora linterna y, aunque más nervioso que antes, traté de pensar en el secreto que debía esclarecer.

Obsesionado con la idea de los agujeros de vigilancia, empecé a examinar con el haz de luz los techos de la casa abandonada: eran esos cielos rasos de yeso, construidos sobre una trama de madera, y, en efecto, presentaban grandes pedazos caídos, molduras rotas. Por supuesto, era posible, a través de semejantes boquetes, la vigilancia de una o varias personas, pero en todo caso tampoco en los techos se advertía algo que se pareciese a una entrada o acceso. Además en tal caso se necesitaría una escalera y no la había en ningúna parte del departamento. A menos que la escalera fuese retirada desde arriba una vez cumplida su misión: una de esas escalerillas de cuerda.

Y estaba mirando los techos y pensando en esta variante cuando se me ocurrió por fin la solución: ¡los pisos! Era lo más simple y, como muchas veces sucede, lo último que se nos ocurre.


XX

Con tensión nerviosa creciente empecé a iluminar cada pedazo de piso hasta que hallé lo que era inevitable: una imperceptible ranura en forma de cuadro marcaba, sin lugar a dudas, una tapa de las que dan acceso a los sótanos. Claro, ¿a quién podía ocurrírsele que en un departamento de un primer piso pudiera haber una entrada de sótano? En cierto modo venía a confirmarse mi idea primitiva de que la casa se comunicaba con una casa vecina por medio de una puerta invisible; pero ¿quién iba a imaginar que la casa sería la de abajo? En aquel momento, tanta era mi agitación, no reflexioné en algo que acaso me habría hecho huir despavorido: el ruido de mis pisadas. ¿Cómo podían haber pasado inadvertidas para ciegos, nada menos que para ciegos, que habitasen en el piso inferior? Esta irreflexión mía, este error, me permitió seguir adelante con la búsqueda; pues no siempre es la verdad la que nos lleva a realizar un gran descubrimiento. Y esto lo digo, además, para que se vea un ejemplo típico de las tantas equivocaciones y fallas que cometí en la investigación, a pesar de tener mi cabeza en constante y afiebrado funcionamiento. Ahora creo que en este tipo de búsquedas hay algo más poderoso que nos guía, una oscura pero infalible intuición tan inexplicable, pero tan segura, como esa vista que tienen los sonámbulos y que les permite marchar directamente a sus objetivos. A sus inexplicables objetivos.

El cierre era tan hermético que no había ni que pensar en extraer aquella tapa sin la ayuda de un instrumento filoso y fuerte; era evidente que se abría desde abajo y que deberían abrirla a una hora convenida con el emisario. Me desesperé pensando que la operación debía hacerla esa misma noche, pues al otro día alguien advertiría la violación del candado y todo sería más difícil, si no imposible. ¿Qué hacer? No tenía nada que pudiese ayudarme. Recorrí mentalmente lo que tenía a mano: sólo en la cocina y en el baño podía haber algo que sirviese a mis fines. Volé a la cocina y no hallé nada útil. Fui en seguida al baño y, finalmente, concluí que el brazo del flotador era un instrumento más o menos eficaz. Quité el flotador, forcé el brazo hasta desoldarlo y corrí a la pieza donde había descubierto la abertura. Trabajando durante más de una hora logré carcomer lo bastante uno de los bordes, aprovechando los irregulares filos que había dejado el resto de la soldadura. Por allí metí finalmente el brazo de hierro y, con cuidado, hice palanca. Después de algunos intentos fallidos, que aumentaron mi desesperación, pude finalmente levantar la tapa lo suficiente para meter los dedos y completar la operación con mis manos. Quité con el mayor sigilo la tapa, la puse a un lado y con mi linterna proyecté un haz de luz sobre el interior: la abertura no daba, como había pensado, al departamento de abajo sino a una larga escalera descendente y tubular por la que comencé a bajar.

Así llegué a un antiguo sótano, colocado por debajo del departamento inferior; sótano que acaso había pertenecido, como era lógico, al departamento de la planta baja y que, por algún arreglo de los dueños primitivos de uno y otro departamento pasó a formar parte del superior, mediante aquella anormal e imprevisible escalera.

El sótano era un típico sótano de tantas casas de Buenos Aires, pero completamente vacío y tan abandonado como la misma casa a que pertenecía. ¿Me habría equivocado? ¿Había encontrado, con gran trabajo, una salida que no conducía a ninguna parte? No obstante, era preciso que lo revisara con cuidado, con tanto cuidado como había revisado toda la casa.

No había mucho que revisar, sin embargo: sus paredes de cemento eran lisas y no ofrecían muchas perspectivas interesantes. Había una rejilla que daba, como es frecuente en esta clase de edificación, a la calle: por ella se distinguía la luminosidad de la placita. Luego el sótano hacía una esquina (tenía una planta en forma de L) y, al recorrer con mi linterna aquel rincón invisible a primera vista, vi otra rejilla, pero ésta más grande, que daba ¿a dónde podía dar? ¿Al sótano de la casa vecina? Como no había otra salida ni otra combinación posible, pensé que acaso esa rejilla era removible y que fuese, por fin, la famosa salida. Tomé con mis dos manos dos barrotes de los extremos y vi que, en efecto, cedía con facilidad: mi corazón empezó a latir nuevamente con violencia.

Dejé la falsa rejilla a un lado e iluminé con mi linterna: no había tal sótano de casa vecina sino un pasaje que, hasta donde alcanzaba mi linterna, no tenía fin. Pero, naturalmente, atribuí ese hecho al alcance limitado de su luz.

El pasadizo torcía hacia la derecha después de un trayecto que calculé sería de unos doscientos metros y en ese codo empezaba a subirse por una escalera que tenía doce escalones (los conté con la intención de calcular cuánto subía), y estaba absorbido en esa operación cuando, con sorpresa, vi que el rellano en que terminaba la escalera daba a una puerta, más bien a una portezuela, por la que habría que entrar agachado.

No sólo experimenté sorpresa sino contrariedad al suponer que aquella puerta me clausuraba por esa noche la entrada al reducto clave, y decir por esa noche era decir quizá para siempre, ya que, después de todo lo que había hecho en el departarnento falso, los ciegos tomarían al otro día medidas de seguridad que harían imposible mi retorno. Maldije mi eterna impaciencia y el haber despachado antes de tiempo a F., porque si bien era cierto que yo no podía hacerlo partícipe de mi plan (que seguramente él habría considerado obra de un loco), podría haberle pedido que me acompañara hasta donde las circunstancias mostrasen que no me era ya imprescindible. Ahora, por ejemplo, ¿cómo diablos iba yo a abrir aquella puerta?

Me quedé en el rellano, meditando en silencio: ¿sería la entrada a la casa o departamento que había previsto en la placita? Doce escalones, a razón de unos veinte centímetros, hacían un total aproximado de tres metros. De modo que el departamento estaba situado al mismo nivel de la calle, y casi con seguridad tendría una entrada normal por alguna de las calles cercanas; era posible que fuese un local de comercio cualquiera. No sé por qué se me ocurrió que podía ser la casa de una costurera o modista.

¿Quién sospecharía, en efecto, que el taller de una modista pudiera ser la entrada al gran laberinto? Que el hombrecito parecido a Pierre Fresnay no hubiese sin embargo entrado por la entrada normal era lógico: ¿qué podían hacer dos hombres, de los cuales uno era ciego, en la casa de una modista? Quizá una vez la visita podía hacerse sin llamar la atención. Pero, al repetirse, la gente empezaría a imaginar algo más significativo, y no creo que la logia desdeñase la posibilidad de que entre "la gente" se encontrarse un individuo como yo. Por lo tanto, el mantenimiento de una casa desocupada que sirviera de entrada era un hecho razonable.

Todo esto cavilé mientras esperaba frente a la portezuela misteriosa. No se oía ruido alguno, pues, dada la hora, la modista estaba entregada al sueño: eran las cuatro y media de la madrugada.

Todo terminaba en la nada. Y así como cuando un golpe de Estado fracasa los revolucionarios son calificados de bandoleros y cubiertos de ridículo, yo mismo me veía ahora a la luz más irrisoria: miré mi bastón blanco y pensé, para mí mismo: "¡Qué inmenso y pintoresco idiota soy!". Un hombre grande, una persona que ha leído a Hegel y ha participado en el asalto a un banco, ahora estaba en un sótano de Buenos Aires, a las cuatro y media de la madrugada, frente a una puertita donde suponía que habitaba una seudomodista al servicio de una logia secreta. ¿No era disparatado? Y el bastón blanco, que volvía a contemplar dirigiendo la luz de mi linterna sobre él, con esa especie de tortuoso placer que nos proporciona apretarnos ciertas regiones doloridas, daba un cariz más extravagante a mi situación.

"Bueno —me dije—, esto terminó." E iba a recorrer el incómodo camino de vuelta cuando se me ocurrió pensar que tal vez la puerta no estuviese cerrada con llave; idea que me despertó una nueva y esperanzada agitación, pues no imaginé en ese momento la conclusión que podía extraerse de esa circunstancia aparentemente favorable: la conclusión, atroz, de que me esperaban. Volví hacia la puertita e iluminándola me quedé un instante en dudas. "No, no es posible —me dije—. Esta puerta sólo debe ser abierta cuando se espera a uno de los ciegos con el emisario."

Sin embargo, un tembloroso presentimiento condujo mi mano hasta el picaporte. Lo hice girar y empujé.

¡La puerta estaba sin llave!


XXI

Me encorvé lo suficiente para atravesar aquella portezuela y penetré en la pieza. Luego, incorporándome, levanté la linterna para ver dónde me encontraba.

Una helada corriente eléctrica sacudió mi cuerpo: el haz de luz iluminó ante mí una cara.

Una ciega me observaba. Era como una aparición infernal pero proveniente de un infierno helado y negro.

Era evidente que no había acudido ante aquella pequeña puerta secreta alarmada por los pequeños ruidos que mi entrada podía haber producido. No: estaba vestida y era obvio que me había estado ESPERANDO.

Ignoro el tiempo que, antes de desmayarme, permanecí petrificado por la mirada pavorosa y gélida de aquella medusa.

Nunca antes había sufrido un desmayo, y más tarde me pregunté si aquél fue provocado por el pavor o por los poderes mágicos de la ciega, ya que, como ahora me parece evidente, aquella hierofántida tenía la facultad de desatar o convocar fuerzas demoníacas.

En rigor, no fue desmayo total, en que yo perdiera el conocimiento, sino que, al caer al suelo (aunque más apropiado sería decir "al derrumbarme") comenzó a apoderarse de mí un sopor, un cansancio que dominó rápidamente mis músculos en la misma forma y con las mismas caracteristicas que en el curso de un ataque violento de gripe.

Recuerdo el latido crecientemente intenso de mis sienes, hasta que en un momento tuve la sensación de que mi cabeza podía estallar como una caldera cargada a miles de atmósferas. Una especie de fiebre iba subiendo en mi cuerpo como un líquido hirviente en una vasija, al mismo tiempo que un resplandor fosforescente iba haciendo a la Ciega cada vez más visible en medio de las tinieblas.

Hasta que un estallido pareció romper mis tímpanos y caí o, como ya dije, me derrumbé sin sentido en el suelo de aquella habitación.


XXII

No vi más, pero parecí despertar a una realidad que me pareció, o ahora me parece, más intensa que la otra, una realidad que tenía esa fuerza un poco ansiosa de las alucinaciones que se producen durante la fiebre. Estaba yo sobre una barca y la barca se deslizaba sobre un inmenso lago de aguas quietas, negras e insondables. El silencio era abrumador y al mismo tiempo inquietante, porque sospechaba que en aquella penumbra (no había luz solar sino la equívoca y fantasmal luminosidad que provenía del sol nocturno) no estaba solo sino que era vigilado y contemplado por seres que no podía divisar, pero que seguramente habitaban más allá del alcance de mi ambigua visión. ¿Qué esperaban de mí, y, sobre todo, qué me esperaba en aquella desolada extensión de aguas estancadas y lúgubres?

Mas no podía pensar, aunque mantenía una especie de vaga conciencia y de pesada memoria de mi infancia. Pájaros a quienes yo había arrancado los ojos en aquellos años sangrientos parecían volar en las alturas, planeando sobre mí como si vigilaran mi viaje; porque, sin pensarlo, ya que estaba como desprovisto de pensamiento, yo remaba en una dirección que parecía ser la dirección en que aquel sol nocturno se pondría horas o siglos después. Me parecía oír el batir pesado de sus grandes alas, como si aquellos pájaros de mi niñez se hubiesen convertido ahora en enormes pterodáctilos o en murciélagos gigantescos. Arriba y a mis espaldas, es decir, a lo que sería el Este de aquel inmenso piélago negro, presentía un anciano, que lleno de resentimiento, también vigilaba mi marcha: tenía un solo y enorme ojo en la frente, como un cíclope, y sus dimensiones eran tales que su cabeza estaba más o menos en el cenit mientras su cuerpo descendía hasta el horizonte. Su presencia, que yo sentía en forma casi intolerable, hasta el punto de que podría describir la expresión horrible de su rostro, me impedía volverme hacia atrás y mantenía no sólo mi cuerpo sino hasta mi cara en la dirección opuesta.

"Todo será que pueda alcanzar la orilla antes de la puesta del sol", me encontré pensando o diciendo. Hacia allá remé, pero mi avance era tan lento como en las pesadillas. Los remos se hundían en aquellas aguas negras y fangosas y yo sentía su pesado chapoteo.

Grandes hojas flotantes y flores semejantes a las victorias regias, pero lúgubres y podridas, se apartaban a cada golpe de remo. Yo trataba de concentrarme en mi dura tarea, no queriendo ni imaginar la forma y el horror de los monstruos que, estaba seguro, poblaban aquellas aguas abismales e infectas: con la mirada puesta en el poniente, o en lo que yo suponía el poniente, me limitaba con miedo y empecinamiento a remar en aquella dirección, tratando de llegar antes de que aquel sol se pusiese.

La navegación era angustiosamente difícil y lenta. El sol descendía con la misma lentitud hacia el Oeste, y el fulgor con que movía yo los remos pesados y lentísimos estaba dirigido por un solo y anhelante pensamiento: llegar antes del ocaso.

Ya aquel astro estaba cercano al horizonte cuando sentí que mi barca tocaba fondo. Abandoné los remos y me precipité hacia la proa. Me lancé fuera de la barca y, con el agua fangosa llegándome hasta las rodillas, marché hacia la costa, que ya divisaba en medio de aquella semioscuridad. Pronto sentí que estaba sobre lo que podría llamarse tierra firme, pero que en realidad era un pantano, en el que la marcha era tan difícil como la navegación en la barca: había que hacer un inmenso esfuerzo para sacar cada pie y poder avanzar. Pero con todo, tal era mi desesperación, fui avanzando, lenta pero progresivamente. Y así como antes mi idea era que debía llegar hasta tierra firme, ahora me animaba la idea de que debía llegar a una montaña que apenas se vislumbraba, siempre hacia el Oeste. "Allí está la gruta", recuerdo que pensé. ¿Qué gruta? ¿Y por qué yo había de llegar hasta ella? Ninguna de esas preguntas me hice en aquel momento y a ninguna de ellas podría ahora responder. Sólo sabía que debía llegar y que, costase lo que costare, debía penetrar en ella. Debo decir que se mantenía la presencia colosal del desconocido a mis espaldas. Con su único ojo, abierto sin descanso, fulgurante de odio, parecía vigilar y hasta dirigir, como un pérfido oficial de ruta, mi marcha hacia el Oeste. Sus brazos, abiertos, abarcaban todo el cielo a mis espaldas y parecían apoyarse con sus manos hacia el Norte y hacia el Sur, ocupando de ese modo toda la mitad posterior de aquella bóveda. Mi situación era tal que no tenía otra solución que marchar hacia el poniente, y dentro de aquella realidad demencial yo veía eso como una lógica y razonable conclusión. La idea era: huir de su mirada, meterme en la gruta donde yo sabía que su mirada tendría por fin que ser impotente. Así caminé durante un tiempo que me pareció de un año. El astro seguía bajando y, si bien la montaña estaba más cerca, todavía la distancia era aterradora. El último trayecto lo hice luchando contra el cansancio, el miedo y la desesperanza. A mis espaldas sentía la sonrisa siniestra del Hombre. Sobre mí sentía el vuelo pesado de los pterodáctilos, que planeaban y a veces hasta me rozaban con sus alas. Mi temor provenía no sólo de su contacto gelatinoso y frío sino de la posibilidad de que con sus picos dentados finalmente se precipitasen sobre mí y me arrancasen los ojos. Sospechaba que me dejaban agotar en un esfuerzo inútil, durante años de estúpida y agotadora marcha, para, cuando yo creyera que el fin estaba ante mis manos, arrancarme con los ojos la desatinada esperanza.

Esa sensación empecé a tenerla en el tramo final de mi marcha como si todo hubiese sido planeado para hacerme el mayor mal posible. "Porque —pensaba yo con razonable lucidez— si me hubiesen arrancado los ojos al comienzo mismo yo no hubiera tenido ninguna esperanza y no hubiera intentado esta penosísima marcha a través de mares ignotos e inmundos pantanos."

Sentí que el rostro del Anciano irradiaba una especie de feroz alegría al hacerme yo estas reflexiones. Comprendí que todo era verdad y que ahora me esperaba la peor de las calamidades de aquella marcha. No quise sin embargo mirar hacia arriba, pero tampoco era necesario: mis oídos me revelaban que los pájaros, con picos enormes y filosos, empezaban a planear cada vez más cerca de mi cabeza; percibía el aleteo pesado de su alas, alas que debían de tener un par de metros, y sentía una y otra vez su leve pero asqueante contacto fugacísimo sobre mis mejillas y sobre mi pelo.

Faltaba poco, muy poco, para llegar a la gruta que ya entreveía en una penumbra fosforescente. Mi cuerpo estaba cubierto de aquel cieno pegajoso y me arrastraba sobre mis cuatro extremidades. Mis manos tocaban y apartaban con repugnancia culebras que en grandes cantidades se agitaban en el dilatado pantano, pero era tanto mi pavor por lo que sabía ahora que me esperaba, que aquello casi era desdeñable.

Mi cansancio pudo por fin más que mi desesperación y caí.

Traté de mantener mi cabeza fuera del barro, levantando mi frente hacia la gruta, mientras el resto de mi cuerpo se hundía en aquellas aguas nauseabundas.

"Debo respirar", pensé.

Pero también pensé: "Así mantengo mis ojos a su alcance".

Y lo pensé como si estuviera maldito y condenado a la horrible operación, como si me prestara yo mismo a aquel rito atroz y al parecer ineluctable.

Hundido en el barro, con el corazón latiendo agitadamente en medio de aquella inmundicia que me envolvía, con mis ojos hacia adelante y arriba, vi cómo los grandes pájaros planeaban lentamente sobre mi cabeza. Advertí a uno de ellos que bajaba desde atrás, lo vi recortarse, gigantesco y cercano, sobre el ocaso, volviendo luego hacia mí, y posarse con un hueco chasquido sobre el barro, frente mismo a mi cabeza. El pico era filoso como un estilete, su expresión tenía esa mirada abstracta que tienen los ciegos, porque no tenía ojos: podía yo distinguir sus cuencas vacías. Parecía una antigua divinidad en el momento que precede al sacrificio.

Sentí que aquel pico entraba en mi ojo izquierdo, y por un instante percibí la resistencia elástica de mi pupila, y luego cómo el pico entraba áspera y dolorosamente, mientras sentía cómo empezaba a bajar el líquido por mi mejilla. En virtud de un mecanismo que no alcanzo todavía a comprender por su falta de lógica, yo mantenía mi cabeza siempre en la misma posición, como si quisiera facilitar la perversa tarea, como, aunque sufrimos, mantenemos la boca y la cabeza ante el dentista.

Y mientras sentía que el agua de mi ojo y la sangre bajaban por mi mejilla izquierda, pensaba: "Ahora tendré que soportar en el otro ojo". Con calma, creo que sin odio, lo que recuerdo me asombró, el gran pájaro terminó su trabajo con el ojo izquierdo y luego, retrocediendo un poco, su pico repitió la misma operación con el ojo derecho. Y volví a percibir aquella leve y fugacísima resistencia elástica de mi ojo y luego la penetración áspera y dolorosa y, una vez más, el deslizarse hacia mi mejilla del líquido cristalino y de la sangre: líquidos que perfectamente diferenciaba por ser el cristalino tenue y helado y el otro, la sangre, caliente y viscoso.

Luego el gran pájaro levantó vuelo y sus compañeros se fueron tras él, pues oí cómo sus pesados aleteos se iniciaban y luego se alejaban de mí. "Lo peor ha pasado", pensé.

Nada veía ahora, pero, con el inmenso dolor y la curiosa repugnancia que sentía ahora por mí nismo, no cejé en mi propósito de arrastrarme hacia la gruta.

Así lo hice penosamente.

Poco a poco mi esfuerzo fue premiado: el pantano había ido desapareciendo bajo mis pies y manos, y pronto esa especie de singular silencio, esa sensación de cerrazón y también de seguridad, me reveló que por fin había entrado en la gran gruta. Y me derrumbé hacia el sueño.


XXIII

Cuando volví a mi conciencia, un formidable cansancio dominaba a mi cuerpo, como si en sueños hubiese llevado a cabo trabajos colosales.

Yacía en el piso y no atinaba a comprender dónde me encontraba. Con la cabeza pesada, miraba el suelo a mi alrededor, tratando de hacer memoria: supuse que, como en alguna otra ocasión, habría llegado borracho a mi cuarto y había caído inconsciente. Una débil luminosidad de amanecer entraba en la pieza por alguna parte. Traté de levantar mi cabeza y recorrí entonces, lenta y pesadamente, el espacio que me rodeaba.

Casi salto a pesar de mi cansancio: ¡la Ciega!

Vertiginosamente hice conciencia de los episodios: Iglesias, el individuo parecido a Pierre Fresnay, la placita de Belgrano, el pasadizo secreto. Semi incorporado, haciendo esfuerzos sobrehumanos para levantarme del todo, recorría a una fantástica velocidad mi situación y la forma de salir de ella. Logré ponerme de pie.

La Ciega permanecia en la misma actitud hierática en que la había visto por primera vez, al levantar la luz de mi linterna en la oscuridad. ¿Habría sufrido una pura e instantánea ilusión? ¿Mi pesadilla había empezado al derrumbarme desmayado?

En la luminosidad del amanecer traté de levantar un rápido croquis de lo que me rodeaba: era una habitación normal, con una cama, una mesa (¿de trabajo?), alguna silla, un sofá, un combinado musical. Advertí que no había cuadros ni fotografías, lo que me confirmaba la ceguera de sus habitantes. La pueria por la que entraba la luz de la madrugada daba seguramente a una habitación de calle, que podía ser lo que en mis cavilaciones previas yo supuse un taller de costuras. Había otra puerta lateral, que acaso diera a un baño. Miré hacia atrás: sí, ahí estaba la puertita. Casi hubiera deseado que no existiese, hasta tal punto aquella entrada absurda y enana me producía pavor.

Todo este censo habrá durado unos segundos.

La Ciega permanecía en silencio, delante de mí.

Dos hechos contribuyeron a acentuar mi ansiedad: el hecho, que ahora recordaba con aterradora lucidez, de que ella me hubiese estado esperando frente a la puertita cerrada por donde yo entré, y este otro e inconcebible de su inmovilidad, enigmática y amenazante.

Me pregunté qué podía hacer y qué palabras podía pronunciar, las menos disparatadas, las más creíbles.

—Perdóneme —farfullé—, entré para robar, me desmayé al verla...

Mientras hablaba comprendía hasta qué punto eran absurdas aquellas palabras. Tal vez habrían podido convencer al habitante normal de una casa normal, pero ¿cómo con semejante disparate podía persuadir a la Ciega? ¿A una ciega que evidentemente había estado ESPERÁNDOME?

Me pareció advertir en su rostro una expresión de ironía.

Luego se fue, desapareciendo por la puerta que estaba abierta. La cerró tras de sí y oí el ruido de la llave.

Quedé a oscuras. A tientas, desesperado, corrí hasta la puerta e hice girar inútilmente el picaporte. Luego, tanteando las paredes, me llegué hasta la otra puerta, que estaba a la derecha, también inútilmente, pues, como era fácil presumir, también estaba cerrada con llave.

Quedé apoyado contra la pared, abatido y dominado por el miedo y la incertidumbre. Un caos de ideas agitaba mi mente:

Había caído en una trampa de la que no podría escapar.

La Ciega había ido en busca de los Otros: ahora decidirían mi destino.

La Ciega me había estado esperando; por lo tanto sabían de mi llegada, ¿desde cuándo?

Lo sabían desde el día anterior: un control eléctrico les permitía vigilar a distancia el movimiento de la puerta con candado.

Lo sabían desde el momento en que Iglesias adquirió los poderes sobrenaturales de la logia, y en consecuencia, desde el momento en que pudo penetrar en mis designios secretos.

Lo sabían desde antes: recién advertía una enorme grieta en mis construcciones anteriores, pues por un inexplicable olvido (¿olvido?) no tuve presente que, en el momento de ser dado de baja en el hospital, Iglesias fue llevado a una pensión que indicó un enfermero español, donde, según dijo, lo cuidaría muy bien.

Fue en ese momento de lucidez cuando tuve la certeza a la vez atroz y grotesca de que cuando más fatalmente celebraba yo mi astucia más de cerca estaba vigilado por la secta ¡y nada menos que por la cómica señora de Etchepareborda! ¡Qué burlesca se me apareció entonces la idea de que aquellos bibelots baratos, aquellos cartelitos provenzales y las fotografías trucadas del matrimonio Etchepareborda no habían sido más que una portentosa puesta en escena! Con vergüenza, pensé que ni siquiera habrían considerado engañarne con algo más sutil; o quizá, además de engañarme quisieron de paso herir mi orgullo, engañándome con algo que más tarde suscitara mi propia ironía.


XXIV

No sé cuántas horas permanecí en aquella prisión, a oscuras, en medio de la incertidumbre. Para colmo empezó a parecerme que me faltaba aire, como por otra parte era natural, ya que aquella pieza maldita no tenía más ventilación que la que le podían proporcionar las rendijas: podía verificarse que alguna debilísima corriente de aire entraba, al menos en la puerta que daba a la primera habitación. ¿Bastaría para renovar el oxígeno de la pieza? No lo parecía, pues la sensación que yo tenía era de creciente ahogo. Aunque bien podía deberse, pensé, a causas psicológicas.

Pero ¿y si la idea de la secta era la de enterrame vivo en aquella pieza encerrada?

Recordé de pronto una de las historias que había descubierto en mi larga investigación. En la casa de Echagüe en la calle Guido, cuando todavía vivía el viejo, una mucama era explotada por un ciego que en los días francos la hacía trabajar en el Parque Retiro. En el año 1935 entró de portero un español joven y violento, que se enamoró de la muchacha y logró, finalmente, que se alejara del macró. La muchacha vivió durante meses en medio del terror, hasta que poco a poco, y tal como el portero trataba de hacérselo entender, vio que los castigos que podía inferirle el explotador eran puramente teóricos. Pasaron dos años. El primero de enero de 1937, la familia Echagüe levantaba la casa para irse a la estancia donde pasarían los meses de verano. Ya todos habían salido de la cama menos el portero y la mucama, que vivían arriba; pero el viejo mucamo Juan, que hacía las veces de mayordomo, creyendo que ya habían salido, cortó la corriente eléctrica y luego salió, cerrando con llave la gran puerta de entrada. Ahora bien, en el momento en que Juan cortaba la corriente eléctrica, el portero y su mujer venían bajando en el ascensor. Cuando tres meses después volvió la familia Echagüe, encontraron en el ascensor los esqueletos del portero y la mucama que se había convenido permanecerían en Buenos Aires durante las vacaciones.

En el momento en que Echagüe me contó la historia, yo todavía estaba lejos de imaginar que un día iba a empezar esta investigación sobre ciegos. Años después, haciendo un examen retrospectivo de todas las informaciones que de una manera u otra tuvieran que ver con esta secta, recordé al macró ciego y tuve la convicción de que aquel episodio, aparentemente debido a un azar, era obra concienzuda y planeada de la secta. ¿Cómo podía jamás averiguarse, sin embargo? Hablé con Echagüe y lo hice partícipe de mis sospechas. Me miró con asombro y, creí advertirlo, con cierta ironía en sus ojitos mongólicos. No obstante, en apariencia admitió la posibilidad y me dijo:

—¿Y cómo te parece que podríamos averiguar algo?

—¿Sabes dónde vive Juan?

—Se puede saber por González. Creo que se mantiene en contacto con él.

—Bueno, y recordá lo que te he dicho: ese hombre tiene mucho que ver. El sabía que los otros dos estaban arriba. Y más: vigiló el momento en que ponían en marcha el ascensor, y cuando calculó que estaban entre dos pisos (todo había sido previsto, reloj en mano, en experiencias anteriores) cortó la corriente, o dio orden con un grito o un ademán al otro que seguramente estaba ya con la mano en la llave.

—¿Al otro? ¿Qué otro?

—¿Cómo querés que lo sepa? A otro, a cualquier otro miembro de la banda, no necesariamente a un mucamo de tu casa. Aunque pudiera ser ese González.

—¿Así que vos pensás que Juan formaba parte de una banda, de una banda vinculada o manejada por ciegos?

—No tengo la menor duda. Averiguá algo sobre él y verás.

Volvió a mirarme con recóndita ironía, pero no dijo nada más; excepto que iba a hacer las indagaciones.

Un tiempo después lo llamé por teléfono y le pregunté si tenía alguna novedad. Me dijo que quería verme y nos encontramos en un bar. Cuando llegó, su expresión no era la de antes: me miraba con estupor.

—¿Y el famoso Juan? —pregunté.

—González seguía en contacto con él. Le expliqué que quería encontrarlo a Juan. En forma que me pareció un poco sospechosa, dijo que hacía mucho tiempo que no lo veía, pero que trataría de encontrarlo en un domicilio que, no estaba seguro, le parecía que iba a dejar. Me preguntó si era algo importante o urgente. Tuve la impresión de que me lo preguntaba con alguna inquietud. Eso no lo advertí en ese momento, sino después, al repasar un poco la escena. Fui bastante desprevenido, porque dije que siempre había tenido ganas de dejar bien establecidas las condiciones en que había sucedido aquello del ascensor y pensaba que acaso Juan podría completar un poco la información. González me escuchó con cara impenetrable, cómo te diría... un poco cara de póker. Es decir, me pareció que su cara era excesivamente impasible. Eso también lo pensé después. Desgraciadamente. Porque si lo pienso en ese momento, me lo llevo a un lugar tranquilo, me lo agarro de las solapas y con dos o tres trompadas le saco todo. Bueno, es inútil que te cuente el final.

—¿Cuál es el final?

Echagüe revolvió el resto del café, y agregó:

—Nada, que jamás lo volví a ver a González. Desapareció de la confitería donde trabajaba. Claro que, si tenés interés, podemos iniciar una investigación con la policía, localizarlo y tratar de encontrar a los dos.

—Ni se te ocurra. Eso es todo lo que quería saber. El resto me lo imagino.

Ahora volvía a recordar aquello. Y, por esa tendencia que tengo a imaginar cosas horribles, pensaba en los detalles del episodio. Primero, una pequeña sorpresa del portero al ver que el ascensor se detenía. Aprieta el botón una y varias veces, abre y cierra la puerta de fuelle. Luego grita para abajo, para que Juan cierre la puerta inferior, si es que la ha abierto. Nadie le responde. Grita más fuerte (sabe que Juan está abajo, esperando que salgan todos) y nadie le responde. Grita varias veces más, con mayor energía y finalmente con miedo. Pasa un rato, se miran mientras tanto con la mujer, como preguntándole qué pasa. Luego vuelve a gritar, y también ella, y los dos juntos. Esperan un tiempo, después de consultarse: "Ha ido al baño, está afuera charlando con Dombrowski (el portero polaco de la casa de al lado), ha ido a revisar la casa, por si queda algo, etcétera". Pasan quince minutos y vuelven a gritar: nada. Gritan durante cinco o diez minutos: nada. Esperan, ahora con mayor inquietud, durante otro lapso, mientras se miran con ansiedad y miedo crecientes. Ninguno de ellos quiere decir algo desesperante, pero ya comienzan a pensar que tal vez se hayan ido todos y hayan cortado la corriente. Entonces empiezan a gritar uno, otro y los dos juntos: primero con enorme fuerza, luego dando alaridos de terror, después emitiendo aullidos de animales enloquecidos y acorralados por las fieras. Esos aullidos se prolongan durante horas, hasta que poco a poco empiezan a debilitarse: están roncos, están agotados por el esfuerzo físico y por el horror. Ahora emiten gemidos cada vez más débiles, lloran y golpean con debilidad creciente el bloque macizo del entrepiso. Se pueden imaginar varias escenas posteriores: puede haber sucedido un lapso de estupor, en que ambos, en la oscuridad, hayan quedado callados y atontados. Luego pueden hablar ellos, cambiarse ideas y hasta pequeñas esperanzas: Juan volverá, ha ido a la esquina a tomar una copa; Juan se ha olvidado de algo en la casa y vuelve a entrar: al llamar el ascensor para subir se encuentra con ellos, que lo reciben llorando y le dicen: "Si supieras, Juan, qué susto pasamos". Y luego los tres, comentando la pesadilla, salen y ríen por cualquier zoncera que sucede en la calle, tanta es su felicidad. Pero Juan no vuelve, ni ha ido al boliche de la esquina, ni se ha demorado con el portero polaco de al lado: lo cierto es que pasan las horas y nada sucede en aquella silenciosa mansión abandonada. Mientras tanto han recuperado cierta energía y empiezan los gritos, luego nuevamente los alaridos, seguidos por los aullidos, para terminar, como es de presumir, en gemidos cada vez más insignificantes. Es probable que para entonces estén caídos en el piso del ascensor y que mediten en la imposibilidad de que semejante horror pueda suceder: eso es muy típico de los seres humanos, cuando pasa algo espantoso. Se dicen: "¡Esto no puede ser, no puede ser!". Pero está siendo y el horror empieza de nuevo a devorarlos. Es probable que entonces comience una nueva tanda de gritos y aullidos. Pero ¿para qué pueden servir? Juan ahora está en viaje a la estancia, pues él va con los patrones, el tren sale a las diez de la noche. Para nada sirven los gritos, pero así y todo hay en los hombres cierta confianza desatinada en los gritos y aullidos, está probado en muchas catástrofes; así que, dentro de las escasas energías que restan, vuelven a gritar y gruñir, para terminar en gemidos, como siempre. Esto, claro, no puede seguir: llega un momento en que ya se abandona toda esperanza y entonces, y aunque esto parezca grotesco, se piensa en comer. ¿Comer para qué? ¿Para prolongar el suplicio? En aquel cuchitril, en las tinieblas, tirados en el suelo (se sienten, se tocan) ambos piensan en la misma y horrible cosa: ¿qué comerán cuando el hambre sea insufrible? El tiempo pasa y también piensan en la muerte, que en pocos días tendrá que llegarles. ¿Cómo será? ¿Cómo es la muerte por hambre? Piensan en cosas pasadas, vienen a la memoria recuerdos de tiempos felices. A ella ahora le parece hermoso aquel tiempo en que hacía el yiro en Parque Retiro: había sol, los muchachos marineros o conscriptos a veces eran buenos y tiernos; en fin, esas cosas de la vida, que siempre parecen tan maravillosas en el momento de morir, aunque hayan sido sórdidas. El debe recordar cosas de su infancia, en alguna ría de Galicia, recordará canciones, bailes de su aldea. ¡Qué lejos está todo! Nuevamente él o ella o los dos juntos, vuelven a pensar: "¡Pero si no es posible!". Esas cosas, en efecto, no suceden. ¿Cómo podría suceder? Es probable que así se inicie una nueva serie de gritos, pero que son menos enérgicos y duran menos que las series anteriores. Luego vuelven a sus pensamientos y recuerdos, a Galicia y a la feliz época de la prostitución. Bueno, en fin, ¿para qué seguir con la descripción minuciosa? Cualquiera puede reconstruirla, a poco que tenga alguna imaginación: hambre creciente, sospechas mutuas, peleas, recriminaciones por cosas pasadas. Acaso él quiere comerse a la mucama y para tener la conciencia tranquila empiece a recriminarle la época de la prostitución: ¿no le daba vergüenza? ¿No se le ocurría que todo eso era inmundo?, etcétera.

Mientras piensa (eso después de un día o dos de hambre) en que, por lo menos, podría comerse, aun sin matarla del todo, una parte de su cuerpo: podría arrancarle aunque sea un par de dedos, o comerle una oreja. No debe olvidar el que quiera reconstruir este episodio que, además, esos dos seres humanos deben hacer allí sus necesidades, de modo que la escena se hace cada vez más sucia, más sórdida y abominable. Pero, así y todo, hay sed y hambre crecientes. La sed puede apagarse con orines, que se recogerán en la mano para luego tomarlos, como también está comprobado. Pero ¿y el hambre? También está comprobado que nadie come sus propios miembros, si está cerca de otro ser humano. ¿Recuerdan el encierro del Conde Ugolino con sus propios hijos? En fin, es probable, qué digo: es seguro, que al cabo de cuatro días, quizá menos, de encierro hediondo y salvaje, con rencores mutuos y crecientes, el más fuerte come al más débil. En este caso, el portero come a la mucama, quizá primero en forma parcial, empezando por sus dedos, después de darle algún golpe en la cabeza o de golpeársela contra las paredes del ascensor, hasta que la come íntegra.

Dos detalles confirman mi reconstrucción: la ropa de ella, arrancada a jirones, aparecía por el suelo, entre la inmundicia; muchos de sus huesos, también, como si hubieran sido arrojados uno después de otro por el mucamo caníbal. Mientras que el cuerpo podrido y parcialmente esquelético de él estaba a un costado, pero íntegro.

Ya en la pendiente de mi desesperación, fui más lejos e imaginé que tal vez mi suerte estaba decidida desde la aventura con el ciego de las ballenitas; y que durante más de tres años yo había creído estar siguiendo a los ciegos, cuando en realidad habían sido ellos los que me habían perseguido. Imaginé que la búsqueda que yo había llevado a término no había sido deliberada, producto de mi famosa libertad, sino fatal, y que yo estaba destinado a ir en pos de los hombres de la secta para de ese modo ir en pos de mi muerte, o de algo peor que mi muerte. ¿Qué sabía, en efecto, sobre lo que me esperaba? ¿No sería la pesadilla que acababa de sufrir una premonición? ¿No me arrancarían los ojos? ¿No serían los grandes pájaros símbolos de la feroz y efectiva operación que me aguardaba?

Y, finalmente, ¿no había recordado en la pesadilla aquellas extracciones de ojos que en mi infancia yo había perpetrado sobre gatos y pájaros? ¿No estaría yo condenado desde mi infancia?

XXV

Estas imaginaciones ocuparon, junto a otros recuerdos referentes a mis pesquisas sobre los ciegos, aquella jornada. Cada cierto tiempo volvía a pensar en la Ciega, en su desaparición y en el encierro consiguiente. Cavilando en el drama del ascensor, en algún momento llegué a pensar que mi castigo podría consistir en la muerte por hambre en aquel cuarto desconocido; pero en seguida comprendí que ese castigo sería llamativamente benévolo al lado del castigo impuesto a aquellos dos infelices. ¿Morirse de hambre en la oscuridad? ¡Vamos! Casi me reí de mi esperanza.

En un momento de meditación, en medio del silencio, me pareció oír voces apagadas a través de una de las puertas. Me levanté con sigilo y, caminando sin zapatos, me acerqué a la puerta aquélla, puerta que presumiblemente daba a la habitación anterior. Con delicadeza puse mi oído sobre la hendidura: nada. Luego, tanteando sobre las paredes, llegué hasta la otra puerta y repetí la operación: me pareció que, en efecto, los que estaban hablando se detenían en el momento mismo en que yo coloqué mi oído. Sin duda habían percibido mis movimientos a pesar de mi cuidado. No obstante, permanecí largo rato con el oído atento sobre la ranura. Pero me fue imposible sentir el más leve rumor de voces o movimientos. Supuse que del otro lado, el Consejo de Ciegos estaba reunido y paralizado, esperando que yo desistiera de mi necio propósito. Comprendiendo que nada ganaría con mi espionaje, fuera de irritar todavía más a aquella gente, volví sobre mis pasos, esta vez con menor cuidado, ya que de todos modos presumí que me habían reconocido. Me eché sobre la cama y decidí fumar. ¿Qué otra cosa podía hacer? De cualquier manera, estaba seguro de que aquel conciliábulo anunciaba alguna próxima decisión sobre mí.

Hasta ese momento había resistido mi deseo, para no consumir los recursos de oxígeno, que según mis cálculos, me proporcionaba la débil corriente de aire a través de las rendijas. Pero, pensé, ¿qué otra cosa mejor podía sucederme, a esa altura de los acontecimientos, que morir asfixiado con humo de cigarrillo? Desde ese instante, empecé a fumar como una chimenea, con el resultado de que el ambiente se fue enrareciendo más y más.

Pensaba, recordaba. Sobre todo venganzas de la Secta. Y volví entonces a analizar el caso Castel, caso que no sólo fue muy notorio por la gente implicada sino por la crónica que desde el manicomio hizo llegar el asesino a una editorial. Me interesó poderosamente por dos motivos: había conocido a María Iribarne y sabía que su marido era ciego. Es fácil imaginar el interés que tuve en conocer a Castel, pero también es fácil presumir el temor que me impidió hacerlo, pues equivalía a meterse en la boca del lobo. ¿Qué otro recurso me quedaba que el de leer, el de estudiar minuciosamente su crónica? "Siempre tuve prevención por los ciegos", confiesa. Cuando por primera vez leí aquel documento, literalmente me asusté, pues hablaba de la piel fría, de las manos acuosas y de otras características de la raza que yo también había observado y que me obsesionaban, como la tendencia a vivir en cuevas o lugares oscuros. Hasta el título de la crónica me estremeció, por lo significativo: "El túnel".

Mi primer impulso fue el de correr al manicomio y ver al pintor para averiguar hasta dónde había llegado en sus investigaciones. Pero en seguida comprendí que mi idea era tan peligrosa como la de investigar un polvorín a oscuras encendiendo un fósforo.

Sin ninguna clase de dudas, el crimen de Castel era el resultado inexorable de una venganza de la Secta. Pero ¿cuál fue exactamente el mecanismo empleado? Durante años intenté desmontarlo y analizarlo, pero nunca pude superar esa ambigüedad que típicamente domina en cualquier acto planeado por los ciegos. Expongo aquí mis conclusiones, conclusiones que de pronto se ramifican como los corredores de un laberinto:

Castel era un hombre muy conocido en el ambiente intelectual de Buenos Aires, y por lo tanto sus opiniones sobre cualquier cosa también debían de ser notorias. Es casi imposible que una obsesión tan profunda como la que tenía con respecto a los ciegos no la hubiese manifestado. La Secta, mediante Allende, marido de María Iribarne, decide castigarlo.

Allende ordena a su propia mujer ir a la galería donde Castel expone sus últimos cuadros, demuestra gran interés por uno de ellos, permanece delante, en actitud estática, el tiempo suficiente para que Castel la advierta y la estudie, y luego desaparece. Desaparece... Es una manera de decir. Como siempre sucede con la Secta, el persecutor se hace en realidad perseguir, pero procediendo de tal manera que tarde o temprano la víctima cae en sus manos. Castel reencuentra por fin a María, se enamora perdidamente de ella, como loco (y como tonto) la "persigue" a sol y sombra y hasta va a su casa, donde el propio marido le entrega una carta amorosa de María. Este hecho es clave: ¿cómo explicar semejante actitud en el marido sino por el fin siniestro que la Secta se proponía? Recuerden que Castel se atormenta con ese hecho inexplicable. Lo que sigue no vale la pena repetirlo aquí: baste recordar que Castel es enloquecido de celos, mata finalmente a María y es encerrado en un manicomio, el lugar más adecuado para que el plan de la Secta quede clausurado en forma impecable y para siempre fuera de todo peligro de aclaración. ¿Quién va a creer en los argumentos de un loco?

Todo esto es clarísimo. La ambigüedad y el laberinto empiezan ahora, pues se abren las siguientes combinaciones posibles:

 

La muerte de María estaba decidida, como forma de condenar al encierro a Castel, pero era un plan ignorado por Allende, que realmente quería y necesitaba a su mujer. De ahí la palabra "insensato" y la desesperación de ese hombre en la escena final.

 

La muerte de María estaba decidida y Allende conocía esa decisión. Aquí se abren dos subposibilidades:

   

A. Era aceptada con resignación, porque quería a su mujer pero debía pagar alguna culpa anterior a su ceguera, culpa que ignoramos y que parcialmente ya había pagado al ser enceguecido por la Secta.

   

B. Era recibida con satisfacción por Allende, que no sólo no quería a su mujer sino que la odiaba y esperaba así vengarse de sus numerosos engaños. ¿Cómo conciliar esta variante con la desesperación final de Allende? Muy sencillo: teatro para la galería, e incluso teatro impuesto por la Secta para borrar los rastros de la retorcida venganza.


Hay todavía algunas variantes de las variantes, que no vale la pena que yo describa pues cada uno de ustedes puede fácilmente ensayar como ejercicio; ejercicio por otra parte útil pues nunca se sabe cuándo y cómo puede caerse en alguno de los ambiguos mecanismos de la Secta.

En lo que a mí se refiere, aquel episodio, que sucedió al poco tiempo de mi aventura con el hombre de las ballenitas, terminó por asustarme. Quedé aterrado y decidí despistar poniendo no sólo tiempo sino espacio de por medio: me fui del país. Medida que para muchos de los que lean estas memorias podrá parecer exagerada. Siempre me ha hecho reír la falta de imaginación de esos señores que creen que para acertar con una verdad hay que darles a los hechos "las debidas proporciones". Esos enanos imaginan (también ellos tienen imaginación, claro, pero una imaginación enana) que la realidad no sobrepasa su estatura, ni tiene más complejidad que su cerebro de mosca. Esos individuos que a sí mismos se califican de "realistas", porque no son capaces de ver más allá de sus narices, confundiendo la Realidad con un Círculo-de-Dos-Metros-de-Diámetro con centro en su modesta cabeza. Provincianos que se ríen de lo que no pueden comprender y descreen de lo que está fuera de su famoso círculo. Con la típica astucia de los campesinos, rechazan invariablemente a los locos que les vienen con planes para descubrir América, pero compran un buzón en cuanto bajan a la ciudad. Y tienden a considerar lógico (¡otra palabrita que les gusta!) lo que simplemente es psicológico. Lo familiar se convierte así en lo razonable, mecanismo mediante el cual al lapón le parece razonable ofrecer su mujer al caminante, mientras que al europeo le parece más bien una locura. Esa clase de pícaros sucesivamente rechazó la existencia de los antípodas, la ametralladora, los microbios, las ondas hertzianas. Realistas que se peculiarizan por rechazar (generalmente con risas, con energía, hasta con cárcel y manicomio) futuras realidades.

Para no decir nada del otro aforismo supremo: "las debidas proporciones". Como si hubiera habido algo importante en la historia de la humanidad que no haya sido exagerado, desde el Imperio Romano hasta Dostoievsky.

En fin, dejémonos de zonceras y volvamos al único tema que debería interesar a la humanidad.

Decidí irme del país, y aunque primero pensé hacerlo por el Delta, en alguna de las lanchas de contrabandistas relacionadas con F., después reflexioné que de ese modo me sería imposible alejarme más allá del Uruguay. No había otro recurso, pues, que conseguir un pasaporte falso. Lo localicé al llamado Turquito Nassif y obtuve un pasaporte a nombre de Federico Ferrari Hardoy, pasaporte que, entre otros muchos robados por la banda del Turquito, esperaba destino definitivo. Elegí ése porque en un tiempo tuve un inconveniente con Ferrari Hardoy y se me presentaba la oportunidad de cometer algunas fechorías en su nombre.

No obstante tener el documento, creí preferible ir primero a Montevideo por el Delta, en alguna lancha de contrabandista. Fui hasta el Carmelo y de ahí, en ómnibus, hasta Colonia. En otro ómnibus, finalmente, llegué a Montevideo.

Hice visar mi pasaporte en el consulado argentino y conseguí un pasaje por la Air France para dos días después. ¿Qué hacer en esos dos días de espera? Estaba nervioso, inquieto. Caminé por 18 de Julio, entré en una librería, tomé varios cafés y varios coñacs para combatir el intenso frío. Pero el día transcurría con una lentitud desesperante: no veía el momento de poner un océano por medio con el hombre de las ballenitas.

No quería ver a ningún conocido, lógico. Pero, por desgracia (no por azar, sino por desgracia, por descuido, ya que debía haber pasado aquellos dos días en alguna parte de Montevideo en que no hubiera la menor posibilidad de ver gente conocida), en el café Tupi-Nambá advirtieron mi presencia Bayce y una muchacha rubia, pintora, que también había conocido en Montevideo en otro tiempo. Los acompañaba una tercera persona, con blue-jeans y unos zapatones muy extraños: era un hombre joven y flaco, de tipo muy intelectual, que yo creía conocer de alguna parte.

Era inevitable: Bayce se acercó y me llevó a su mesa, donde saludé a Lily y entablé conversación con el hombre de los zapatones. Le dije que creía conocerlo. ¿No había estado nunca en Valparaíso? ¿No era arquitecto? Sí, era arquitecto, pero no había estado jamás en Valparaíso.

Me quedé intrigado. Como se comprende, era un hecho sospechoso, parecía demasiada casualidad: no sólo me parecía conocido sino que le había acertado su profesión. ¿Negaría lo de Valparaíso para evitar conclusiones peligrosas de mi parte?

Era tanta mi preocupación e inquietud (piénsese que lo de las ballenitas habrá sucedido apenas unos días antes) que me fue imposible seguir con coherencia la conversación de aquella gente. Hablaron de Perón (cuándo no), de arquitectura, de no sé qué teoría y de arte moderno. El arquitecto llevaba consigo un ejemplar de Domus. Elogiaron una especie de gallo de cerámica que, en medio de mi zozobra, me vi obligado a ver: era de un italiano llamado Durelli o Fratelli (¿qué importancia tiene?), que a su vez seguramente lo había plagiado de un alemán llamado Staudt, que a su vez lo había plagiado de Picasso, que a su vez lo había plagiado de algún negrito africano, que era el único que no habla ganado dólares con el gallo.

Yo seguía atormentado con el arquitecto: lo miraba y más confirmaba mi idea de haberlo conocido. Se llamaba Capurro. Pero ¿sería su verdadero apellido? Bueno, sí, qué disparate: era de Montevideo, Bayce y Lily eran sus amigos; ¿cómo podía haberme dado un apellido falso? Bueno, eso no tenía importancia: su apellido podía, y seguramente debía, ser correcto, pero ¿era mentira que nunca hubiera estado en Valparaíso? ¿Qué ocultaba, en tal caso? Traté de recordar vertiginosamente si en aquel grupo de Valparaíso había alguien que de manera directa o indirecta hubiese mencionado algo referente a ciegos. Era significativo, por ejemplo, que ese hombre se fijase particularmente en gallos, ya que lo inevitable de los gallos de riña es la ceguera. No, no recordaba nada. Y de pronto se me ocurrió que quizá no era en Valparaíso donde yo había visto a aquel hombre sino en Tucumán.

—¿No estuvo usted nunca en Tucumán? —pregunté a boca de jarro.

—¿En Tucumán? No, tampoco. He estado muchas veces en Buenos Aires, claro, pero nunca en Tucumán. ¿Por qué?

—Nada, por nada. Es que me resulta conocido y estoy pensando de dónde lo conozco.

—¡Hombre, lo más probable es que lo hayas visto aquí en Montevideo, en otro momento! —dijo Bayce, riéndose por mi empeño.

Hice un gesto negativo y volví a sumirme en mis cavilaciones mientras ellos seguían hablando del gallo.

Me separé con un pretexto y me fui a otro café mientras seguía dando vueltas en mi cabeza al problema del arquitecto.

Traté de reconstruir mi contacto con la gente de Tucumán, gente que, como siempre, utilizaba para despistar mis verdaderas actividades. Es natural: no iba a frecuentar falsificadores autóctonos o hacerme ver en compañía de asaltantes de la provincia. Llamé por teléfono a una muchacha de arquitectura con la que en otro tiempo me había acostado.

Fui a verla. Había progresado, enseñando en la facultad y colaboraba con un grupo de arquitectos jóvenes que estaban haciendo en Tucumán algo que después me mostró: una fábrica o escuela, o sanatorio. No sé, todo es igual, ya se sabe: en esos edificios tanto se puede instalar mañana un torno como una maternidad. Es lo que ellos llaman funcionalismo.

Como digo, mi amiga había prosperado. Ya no vivía, como en Buenos Aires, en un cuartucho de estudiante. Ahora vivía en un departamento moderno y adecuado a su personalidad. En el momento en que la mucama me abrió la puerta casi me voy, pues pensaba que allí no vivía nadie. Recién al bajar la vista tropecé con el mobiliario: todo a ras del suelo, como para cocodrilos. De cincuenta centímetros para arriba el departamento estaba totalmente inhabitado. Sin embargo, cuando entré, vi que en una gigantesca pared había un cuadro, un solo cuadro de algún amigo de Gabriela: sobre un fondo liso y gris acero había, trazado con tiralíneas, una recta azul vertical, y a unos cincuenta centímetros hacia su derecha, un pequeño circulito ocre.

Nos tiramos en el suelo, incomodísimos; Gabriela se arrastró hasta una mesita de veinte centímetros de alto para servir un café en unas tacitas de cerámica sin asas. Mientras me quemaba los dedos pensé que sin media docena de whiskies me sería imposible alcanzar en aquella frigidaire la temperatura adecuada para volver a acostarme con Gabriela. Ya me había resignado a mi suerte cuando aparecieron sus amigos. Al acercarse advertí que uno de ellos era mujer, aunque también vestía blue-jeans. Los otros dos restantes eran arquitectos: uno, el marido de la mujer de pantalones y el otro, al parecer, amigo o amante de Gabriela. Todos vestidos con aquel equipo de blue-jeans y de unos raros zapatones tipo Patria, de esos que antes llevaban nuestros conscriptos pero que ahora deben de ser hechos seguramente a medida para abastecer a la Facultad de Arquitectura.

Conversaron un buen rato en su jerga, jerga que por momentos hibridaba con la psicoanalítica, de modo que parecían por igual extasiarse ante una espiral logarítmica de Max Bill como ante el sadismo anobucal de un amigo que en ese momento se analizaba. También se habló de un proyecto de Clorindo Testa para realizar comisarías modelos en el territorio de Misiones. ¿Con picanas electrónicas?

Y entonces, en aquella reconstrucción, se me hizo la luz. No, seguramente mi obsesión me había llevado a pensar que había visto a Capurro antes, en Valparaíso o Tucumán. Lo que pasaba es que toda aquella gente se parecía, y era muy difícil ver las diferencias, sobre todo si uno los ve de lejos, o en la penumbra o, como me pasaba a mí, en momentos de emoción violenta.

Tranquilizado en lo referente a Capurro, permanecí con más agrado durante el tiempo que me restaba: entré a un cine, luego a un bar de suburbio y finalmente me encerré en el hotel. Y al otro día, cuando el avión de la Air France despegó de Carrasco empecé a respirar en paz.

Llegué a Orly con un calor depresivo (estábamos en agosto). Sudaba, resoplaba. Uno de los funcionarios que revisaba mi pasaporte, uno de esos franceses que gesticulan con esa exuberancia que ellos atribuyen a los latinoamericanos, me dijo, con una mezcla de ironía y condescendencia:

—Pero ustedes allá deben de estar acostumbrados a cosas peores, ¿no?

Ya se sabe: los franceses son muy lógicos y el mecanismo mental de aquel Descartes del Servicio Aduanero era imbatible; Marsella está al sur y hace calor; Buenos Aires está mucho más al sur y, por lo tanto, debe hacer un calor infernal. Lo que demuestra la clase de demencia que favorece la lógica: un buen razonamiento puede abolir el Polo Sur.

Lo tranquilicé (lo halagué) confirmándole su sabiduría. Le dije que en Buenos Aires andamos permanentemente con taparrabos y al vestirnos sufrimos cualquier exceso de temperatura. Con lo cual el sujeto me puso de buena gana el sello y me lo entregó con una sonrisa: Allez-y! ¡A civilizarse un poco!

No tenía planes precisos para París, pero me pareció prudente tomar dos determinaciones: primero, ponerme en contacto con los amigos de F., por si escaseaba mi dinero; segundo, despistar, como siempre, frecuentando a mis amigos (?) de Montparnasse y del Barrio: a ese conjunto de catalanes, italianos, judíos polacos y judíos rumanos que constituyen la Escuela de París.

Fui a vivir a una Maison Meublée de la calle Du Sommerard, donde había estado antes de la guerra. Pero Madame Pinard no era más la dueña. Alguna otra gorda se encargaría en su lugar de vigilar, desde la Conciergerie, la entrada y salida de estudiantes, artistas fracasados y macrós que constituyen no sólo la población de aquella casa sino la materia inextinguible de la Murmuración y la Filosofía de la Existencia de la portera.

Alquilé una piecita en el tercer piso. Luego salí a buscar a mis conocidos.

Me dirigí al Dôme. No vi a nadie. Me dijeron que la gente había emigrado hacia otros cafés. Me dieron datos sobre Domínguez. Lo fui a buscar a su taller, que ahora estaba en la Grande Chaumière.

Pero está visto que yo no puedo hacer nada que a la larga no me lleve al Dominio Prohibido; más, todavía: parece que un olfato infalible me conduce ineluctablemente hacia él. "Esto", me dijo Domínguez, mostrándome una tela, "es el retrato de una modelo ciega". Se rió. A él le gustaban ciertas perversidades.

Me tuve que sentar.

—¿Qué te pasa? —me dijo—. Te has puesto pálido.

Me trajo coñac.

—Ando mal del estómago —expliqué.

Salí dispuesto a no volver por el taller. Pero al otro día comprendí que era lo peor que podía hacer, tal como lo demuestra la siguiente cadena:

1. Domínguez se sorprendería de mi desaparición.

2. Buscaría en su memoria algún hecho que pudiera explicarla. El único: mi casi desmayo al mostrarme la tela de la ciega.

3. Era tan llamativo que terminaría por comentarlo, incluso, y sobre todo, con la ciega. Paso bien posible. Espantosamente posible, pues de él se derivarían los siguientes:

4. Pregunta de la ciega sobre mi persona.

5. Averiguación de mi nombre, apellido, origen, etcétera.

6. Inmediata comunicación a la Secta.

Lo demás es obvio: mi vida volvería a peligrar y tendría que fugarme de París, quizá hacia el Africa o Groenlandia.

Mi decisión fue la que ustedes ya habrán imaginado, la que puede suponer cualquier persona inteligente: no existía otra forma de disimulo que volver al taller de Domínguez como si nada hubiera pasado y arriesgar la posibilidad de enfrentarme con la ciega.

Después de un largo y costoso viaje, volvía a encontrarme con mi Destino.


XXVI

Asombrosa lucidez la que tengo en estos momentos que preceden a mi muerte.

Anoto rápidamente puntos que quería analizar, si me dan tiempo:

Ciegos leprosos.

Asunto Clichy, espionaje en la librería.

Túnel entre la cripta de Saint-Julien Le Pauvre y el cementerio de Père Lachaise, Jean-Pierre, ojo.


XXVII

¡Delirio de persecución! Siempre los realistas, los famosos sujetos de las "debidas proporciones". Cuando por fin me quemen, recién entonces se convencerán; como si hubiera que medir con un metro el diámetro del sol, para creer lo que afirman los astrofísicos.

Estos papeles servirán de testimonio.

¿Vanidad post mortem? Tal vez: la vanidad es tan fantástica, tan poco "realista" que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados.

¿Una especie de prueba de la inmortalidad del alma?


XXVIII

Verdaderamente ¡qué manga de canallas! Que para creer necesiten que a uno lo quemen.

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