Ernesto Sabato (foto: José Luis Cabezas)
¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas,
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!
I
¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?
Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.
Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.
Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo.
Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias.
Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficientemente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hace marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.
Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.
II
Recuerdo muy bien aquel 14 de junio: día frígido y lluvioso. Vigilaba el comportamiento de un ciego que trabaja en el subterráneo a Palermo: un hombre más bien bajo y sólido, morocho, sumamente vigoroso y muy mal educado; un hombre que recorre los coches con una violencia apenas contenida, ofreciendo ballenitas, entre una compacta masa de gente aplastada. En medio de esa multitud, el ciego avanza violenta y rencorosamente, con una mano extendida donde recibe los tributos que, con sagrado recelo, le ofrecen los infelices oficinistas, mientras en la otra mano guarda las ballenitas simbólicas: pues es imposible que nadie pueda vivir de la venta real de esas varillas, ya que alguien puede necesitar un par de ballenitas por año y hasta por mes: pero nadie, ni loco ni millonario, puede comprar una decena por día. De modo que, como es lógico, y todo el mundo así lo comprende, las ballenitas son meramente simbólicas, algo así como la enseña del ciego, una suerte de patente de corso que los distingue del resto de los mortales, además de su célebre bastón blanco.
Vigilaba, pues, la marcha de los acontecimientos dispuesto a seguir a ese individuo hasta el fin para confirmar de una vez por todas mi teoría. Hice innumerables viajes entre Plaza Mayo y Palermo, tratando de disimular mi presencia en las terminales, porque temía despertar sospechas de la secta y ser denunciado como ladrón o cualquier otra idiotez semejante en momentos en que mis días eran de un valor incalculable. Con ciertas precauciones, pues, me mantuve en estrecho contacto con el ciego y cuando por fin realizamos el último viaje de la una y media, precisamente aquel 14 de junio, me dispuse a seguir al hombre hasta su guarida.
En la terminal de Plaza Mayo, antes de que el tren hiciera su último viaje hasta Palermo, el ciego descendió y se encaminó hacia la salida que da a la calle San Martín.
Subte Palermo-Catedral: salida a calle San Martín.
Empezamos a caminar por esa calle hacia Cangallo.
En esa esquina dobló hacia el Bajo.
Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos.
El silencio y la soledad tenían esa impresionante vigencia que tienen siempre de noche en el barrio de los Bancos. Barrio mucho más silencioso y solitario, de noche, que cualquier
otro; probablemente por contraste, por el violento ajetreo de esas calles durante el día; por el ruido, la inenarrable confusión, el apuro, la inmensa multitud que allí se agita durante las horas de Oficina. Pero también, casi con certeza, por la soledad sagrada que reina en esos lugares cuando el Dinero descansa. Una vez que los últimos empleados y gerentes se han retirado, cuando se ha terminado con esa tarea agotadora y descabellada en que un pobre diablo que gana cinco mil pesos por mes maneja cinco millones, y en que verdaderas multitudes depositan con infinitas precauciones pedazos de papel con propiedades mágicas que otras multitudes retiran de otras ventanillas con precauciones inversas. Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. Y lo curioso es que a este individuo le basta con la promesa, pues nadie, que yo sepa, jamás ha reclamado que se cumpla el compromiso; y todavía más sorprendente, en lugar de esos papeles sucios se entrega generalmente otro papel más limpio pero todavía más alocado, donde otro señor promete que a cambio de ese papel se le entregará al creyente una cantidad de los mencionados papeluchos sucios: algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario.
Decía, pues, que esos barrios, al quedar despojados de la frenética muchedumbre de creyentes, en horas de la noche quedan más desiertos de gente que ningún otro, pues allí nadie vive de noche, ni podría vivir, en virtud del silencio que domina y de la tremenda soledad de los gigantescos halls de los templos y de los grandes sótanos donde se guardan los increíbles tesoros. Mientras duermen ansiosamente, con píldoras y drogas, perseguidos por pesadillas de desastres financieros, los poderosos hombres que controlan esa magia. Y también por la obvia razón de que en esos barrios no hay alimentos, no hay nada que permita la vida permanente de seres humanos o siquiera de ratas o cucarachas; por la extremada limpieza que existe en esos reductos de la nada, donde todo es simbólico y a lo más papeloso; y aun esos papeles, aunque podrían representar cierto alimento para polillas y otros bichos pequeños, son guardados en formidables recintos de acero, invulnerables a cualquier raza de seres vivientes.
En medio, pues, del silencio total que impera en el barrio de los Bancos, seguí al ciego por Cangallo hacia el Bajo. Sus pasos resonaban apagadamente e iban tomando a cada instante una personalidad más secreta y perversa.
Así descendimos hasta Leandro Alem y, después de atravesar la avenida, nos encaminamos hacia la zona del puerto.
Extremé mi cautela; por momentos pensé que el ciego podía oír mis pasos y hasta mi agitada respiración.
Ahora el hombre caminaba con una seguridad que me pareció aterradora, pues descartaba la trivial idea de que no fuera verdaderamente ciego.
Pero lo que me asombró y acentuó mi temor es que de pronto tomase nuevamente hacia la izquierda, hacia el Luna Park.
Y digo que me atemorizó porque no era lógico, ya que, si ése hubiese sido su plan desde el comienzo, no había ningún motivo para que, después de cruzar la avenida, hubiese tomado hacia la derecha. Y como la suposición de que el hombre se hubiera equivocado de camino era radicalmente inadmisible, dada la seguridad y rapidez con que se movía, restaba la hipótesis (temible) de que hubiese advertido mi persecución y que estuviera intentando despistarme. O lo que era infinitamente peor, tratando de prepararme una celada.
No obstante, la misma tendencia que nos induce a asomarnos a un abismo, me conducía en pos del ciego y cada vez con mayor determinación. Así, ya casi corriendo (lo que hubiera resultado grotesco de no ser tenebroso), se podía ver a un individuo de bastón blanco y con el bolsillo lleno de ballenitas, perseguido silenciosa pero frenéticamente por otro individuo: primero por Bouchard hacia el norte y luego, al terminar el edificio del Luna Park, hacia la derecha, como quien piensa bajar hacia la zona portuaria.
Estadio "Luna Park", donde el ciego esperó a Fernando Vidal Olmos.
Lo perdí entonces de vista porque, como es natural, yo lo seguía a cosa de media cuadra.
Apresuré con desesperación mi marcha, temiendo perderlo cuando casi tenía (así lo pensé entonces) buena parte del secreto en mis manos.
Casi a la carrera llegué a la esquina y doblé bruscamente hacia la derecha, tal como lo había hecho el otro.
¡Qué espanto! El ciego estaba contra la pared, agitado, evidentemente a la espera. No pude evitar el llevármelo por delante. Entonces me agarró del brazo con una fuerza sobrehumana y sentí su respiración contra mi cara. La luz era muy escasa y apenas podía distinguir su expresión; pero toda su actitud, su jadeo, el brazo que me apretaba como una tenaza, su voz, todo manifestaba rencor y una despiadada indignación.
—¡Me ha estado siguiendo! —exclamó en voz baja, pero como si gritara.
Asqueado (sentía su aliento sobre mi rostro, olía su piel húmeda), asustado, murmuré monosílabos, negué loca y desesperadamente, le dije "señor, usted está equivocado", casi caí desmayado de asco y de prevención.
¿Cómo podía haberlo advertido? ¿En qué momento? ¿De qué manera? Era imposible admitir que mediante los recursos normales de un simple ser humano hubiese podido notar mi persecución. ¿Qué? ¿Acaso los cómplices? ¿Los invisibles colaboradores que la secta tiene distribuidos astutamente por todas partes y en las posiciones y oficios más insospechados: niñeras, profesoras de enseñanza secundaria, señoras respetables, bibliotecarios, guardas de tranvías? Vaya a saber. Pero de ese modo confirmé, aquella madrugada, una de mis intuiciones sobre la secta.
Todo eso lo pensé vertiginosamente mientras luchaba por desasirme de sus garras.
Salí huyendo en cuanto pude y por mucho tiempo no me animé a proseguir mi pesquisa. No sólo por temor, temor que sentía en grado intolerable, sino también por cálculo, pues imaginaba que aquel episodio nocturno podía haber desatado sobre mí la más estrecha y peligrosa vigilancia. Tendría que esperar meses y quizás años, tendría que despistar, debería hacer creer que aquello había sido una simple persecución con objetivo de robo.
Otro acontecimiento me condujo, más de tres años después, sobre la gran pista y pude, por fin, entrar en el reducto de los ciegos. De esos hombres que la sociedad denomina No Videntes: en parte por sensiblería popular; pero también, con casi seguridad, por ese temor que induce a muchas sectas religiosas a no nombrar nunca la Divinidad en forma directa.
III
Hay una fundamental diferencia entre los hombres que han perdido la vista por enfermedad o accidente y los ciegos de nacimiento. A esta diferencia debo el haber penetrado finalmente en sus reductos, bien que no haya entrado en los antros más secretos, donde gobiernan la Secta, y por lo tanto el Mundo, los grandes y desconocidos jerarcas. Apenas si desde esa especie de suburbio alcancé a tener noticias, siempre reticentes y equívocas, sobre aquellos monstruos y sobre los medios de que se valen para dominar el universo entero. Supe así que esa hegemonía se logra y se mantiene (aparte el trivial aprovechamiento de la sensiblería corriente) mediante los anónimos, las intrigas, el contagio de pestes, el control de los sueños y pesadillas, el sonambulismo y la difusión de drogas. Baste recordar la operación a base de marihuana y de cocaína que se descubrió con los colegios secundarios de los Estados Unidos, donde se corrompía a chicos y chicas desde los once a doce años de edad para tenerlos al servicio incondicional y absoluto. La investigación, claro, terminó donde debía empezar de verdad: en el umbral inviolable. En cuanto al dominio mediante los sueños, las pesadillas y la magia negra, no vale ni siquiera la pena demostrar que la Secta tiene para ello a su servicio a todo el ejército de videntes y de brujas de barrio, de curanderos, de manos santas, de tiradores de cartas y de espiritistas: muchos de ellos, la mayoría, son meros farsantes; pero otros tienen auténticos poderes y, lo que es curioso, suelen disimular esos poderes bajo la apariencia de cierto charlatanismo, para mejor dominar el mundo que los rodea.
Si, como dicen, Dios tiene el poder sobre el cielo, la Secta tiene el dominio sobre la tierra y sobre la carne. Ignoro si, en última instancia, esta organización tiene que rendir cuentas, tarde o temprano, a lo que podría denominarse Potencia Luminosa; pero, mientras tanto, lo obvio es que el universo está bajo su poder absoluto, poder de vida y muerte, que se ejerce mediante la peste o la revolución, la enfermedad o la tortura, el engaño o la falsa compasión, la mistificación o el anónimo, las maestritas o los inquisidores.
No soy teólogo y no estoy en condiciones de creer que estos poderes infernales puedan tener explicación en alguna retorcida Teodicea. En todo caso, eso sería teoría o esperanza. Lo otro, lo que he visto y sufrido, eso son hechos.
Pero volvamos a las diferencias.
Aunque no: hay mucho todavía que decir sobre esto de los poderes infernales, porque acaso algún ingenuo piensa que se trata de una simple metáfora, no de una cruda realidad. Siempre me preocupó el problema del mal, cuando desde chico me ponía al lado de un hormiguero armado de un martillo y empezaba a matar bichos sin ton ni son. El pánico se apoderaba de las sobrevivientes, que corrían en cualquier sentido. Luego echaba agua con la manguera; inundación. Ya me imaginaba las escenas dentro, las obras de emergencia, las corridas, las órdenes y contraórdenes para salvar depósitos de alimentos, huevos, seguridad de reinas, etcétera. Finalmente, con una pala removía todo, abría grandes boquetes, buscaba las cuevas y destruía frenéticamente: catástrofe general. Después me ponía a cavilar sobre el sentido general de la existencia, y a pensar sobre nuestras propias inundaciones y terremotos. Así fui elaborando una serie de teorías, pues la idea de que estuviéramos gobernados por un Dios omnipotente, omnisciente y bondadoso me parecía tan contradictoria que ni siquiera creía que se pudiese tomar en serio. Al llegar a la época de la banda de asaltantes había elaborado ya las siguientes posibilidades:
1°) Dios no existe.
2°) Dios existe y es un canalla.
3°) Dios existe, pero a veces duerme: sus pesadillas son nuestra existencia.
4°) Dios existe, pero tiene accesos de locura, esos accesos son nuestra existencia.
5°) Dios no es omnipresente, no puede estar en todas partes. A veces está ausente ¿en otros mundos? ¿En otras cosas?
6°) Dios es un pobre diablo, con un problema demasiado complicado para sus fuerzas. Lucha con la materia como un artista con su obra. Algunas veces, en algún momento logra ser Goya, pero generalmente es un desastre.
7°) Dios fue derrotado antes de la Historia por el Príncipe de las Tinieblas. Y derrotado, convertido en presunto diablo, es doblemente desprestigiado, puesto que se le atribuye este universo calamitoso.
Yo no he inventado todas estas posibilidades, aunque por aquel entonces así lo creía; más tarde, verifiqué que algunas habían constituido tenaces convicciones de los hombres, sobre todo la hipótesis del Demonio triunfante. Durante más de mil años hombres intrépidos y lúcidos tuvieron que enfrentar la muerte y la tortura por haber develado el secreto. Fueron aniquilados y dispersados, ya que, es de suponer, las fuerzas que dominan el mundo no van a detenerse en pequeñeces cuando son capaces de hacer lo que hacen en general. Y así, pobres diablos o genios, fueron por igual atormentados, quemados por la Inquisición, colgados, desollados vivos; pueblos enteros fueron diezmados y dispersados. Desde la China hasta España, las religiones de Estado (cristianos o mazdeístas) limpiaron el mundo de cualquier intento de revelación. Y puede decirse que en cierto modo lograron su objetivo. Pues aun cuando algunas de las sectas no pudieron ser aniquiladas, se convirtieron a su turno en nueva fuente de mentira, tal como sucedió con los mahometanos. Veamos el mecanismo: según los gnósticos, el mundo sensible fue creado por un demonio llamado Jehová. Por largo tiempo la Suprema Deidad deja que obre libremente en el mundo, pero al fin envía a su hijo a que temporariamente habite en el cuerpo de Jesús, para de ese modo liberar al mundo de las falaces enseñanzas de Moisés. Ahora bien: Mahoma pensaba, como algunos de estos gnósticos, que Jesús era un simple ser humano, que el Hijo de Dios había descendido a él en el bautismo y lo abandonó en la Pasión, ya que si no, sería inexplicable el famoso grito: "Dios mío, Dios mío. ¿Por qué me has abandonado?". Y cuando los romanos y los Judíos escarnecen a Jesús, están escarneciendo una especie de fantasma. Pero lo grave es que de este modo (y en forma más o menos similar, pasa con las otras sectas rebeldes) no se ha revelado la mistificación sino que se ha fortalecido. Porque para las sectas cristianas que sostenían que Jehová era el Demonio y que con Jesús se inicia la nueva era, como para los mahometanos, si el Príncipe de las Tinieblas reinó hasta Jesús (o hasta Mahoma), ahora en cambio, derrotado, ha vuelto a sus infiernos. Como se comprende, ésta es una doble mistificación: cuando se debilita la gran mentira, estos pobres diablos la consolidaban.
Mi conclusión es obvia: sigue gobernado el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.
IV
Pero volvamos de una vez a las diferencias.
Sobre todo, existe una esencial disparidad entre los ciegos de nacimiento y los que han perdido la vista por enfermedad o accidente. Por supuesto, los advenedizos adquieren con el
tiempo muchos de los atributos de la raza, en parte por el mismo mecanismo que mimetiza a los judíos en medio de una raza que los odia o desprecia. Porque, y éste es un hecho singular, el odio que los ciegos tienen por los videntes es superado por el que tienen a los advenedizos.
¿A qué puede deberse este fenómeno9 Al comienzo pensé que podría estar motivado por causas semejantes a las que provoca el rencor entre países vecinos, o entre los propios connacionales: ya se sabe que las guerras más despiadada son las civiles y bastaría recordar las luchas civiles en la Argentina del siglo pasado o la guerra española. Una maestrita, Norma Gladys Pugliese, a la que utilicé durante algunos meses para estudiar ciertas reacciones de intelectuales de suburbio, pensaba, naturalmente, que el odio y las guerras entre los hombres eran debidos al mutuo desconocimiento y a la ignorancia general; tuve que explicarle que la única forma de mantener la paz entre los seres humanos era mediante la ignorancia recíproca y el desconocimiento, únicas condiciones en que estos bichos son relativamente bondadosos y justicieros, ya que todos somos bastante ecuánimes con relación a las cosas que no nos interesan. Con algunos libros de historia y con la sección policial de los diarios de la tarde en la mano, me veía obligado a explicarle el ABC de la condición humana a esta pobre diabla que se había educado bajo la dirección de distinguidas educadoras y que creía, más o menos, que el alfabetismo resolvería el problema general de la humanidad: momento en que yo le recordaba que el pueblo más alfabetizado del mundo era el que había instaurado los campos de concentración para la tortura en masa y la cremación de judíos y católicos. Con el resultado, casi siempre, de levantarse de la cama, indignacia contra mí, en lugar de indignarse con los alemanes, ya que los mitos son más fuertes que los hechos que intentan destruirlos, y el mito de la enseñanza primaria en la Argentina, por disparatado y cómico que parezca, ha resistido y resistirá el ataque de cualquier cantidad de sátiras y demostraciones.
Pero volviendo al problema que nos interesa, reflexioné más tarde, cuando conocí y estudié mejor la Secta, que lo decisivo en ese rencor contra los advenedizos es el orgullo de casta y, como consecuencia, el resentimiento contra los que intentan, y en cierto modo logran, acceder a ella. Esto, claro, no es privativo de los ciegos, ya que sucede también en las clases altas de la sociedad, donde sólo a la larga y a regañadientes se admite a aquellos que, por su gran fortuna y por el casamiento de sus hijos, terminan por entrar en el estrato superior: hay un sutil desprecio, pero este mero desprecio va mezclándose luego, poco a poco, con un creciente resentimiento; acaso porque intuyen que de este modo, por esa lenta pero segura invasión, no están seguros y acorazados como imaginaban y porque, en definitiva, comienzan así a experimentar una paradojal sensación de inferioridad.
Finalmente, también influye el hecho de ser sorprendidos en sus secretos por seres que hasta el día anterior habían sido sus víctimas ignorantes y el objetivo de sus actos más despiadados. Molestos testigos que aunque no tienen la menor probabilidad de volver a su mundo originario, de todos modos descubren, asombrados, las ideas y los sentimientos de estos seres que habían imaginado el colmo del desamparo.
Sin embargo todo esto es análisis, y, lo que es peor, análisis con palabras y conceptos que valen para nosotros. En rigor, tenemos tanta posibilidad de entender el universo de los ciegos como el de los gatos o serpientes. Decimos: los gatos son independientes, son aristocráticos y traicioneros, son inseguros; pero en realidad todos estos conceptos tienen un valor relativo, pues estamos aplicando conceptos y valoraciones humanas a entes inconmensurables con nosotros: del mismo modo que es imposible a los hombres imaginar dioses que no tengan ciertos caracteres humanos, hasta el punto grotesco de que los dioses griegos se metían los cuernos.
V
Voy a contar ahora cómo entró en juego el tipógrafo Celestino Iglesias y cómo me encontré en la gran pista. Pero antes quiero decir quién soy yo, de qué me ocupo, etcétera.
Me llamo Fernando Vidal Olmos, nací el 24 de junio de 1911 en Capitán Olmos, pueblo de la provincia de Buenos Aires que lleva el nombre de mi tatarabuelo. Mido un metro setenta y ocho, peso alrededor de 70 kilos, ojos grisverdosos, pelo lacio y canoso. Señas particulares: ninguna.
Se me podrá preguntar para qué diablos hago esta descripción de registro civil. Nada hay casual en el mundo de los hombres.
Hay un sueño que se me repetía mucho en mi infancia: veía un chico (y ese chico, hecho curioso, era yo mismo, y me veía y observaba como si fuera otro) que jugaba en silencio a un juego que yo no alcanzaba a entender. Lo observaba con cuidado, tratando de penetrar el sentido de sus gestos, de sus miradas, de palabras que murmuraba. Y de pronto, mirándome gravemente, me decía: observo la sombra de esta pared en el suelo, y si esa sombra llega a moverse no sé lo que puede pasar. Había en sus palabras una sobria pero horrenda expectativa. Y entonces yo también empezaba a controlar la sombra con pavor. No se trataba, inútil decirlo, del trivial desplazamiento que la sombra pudiese tener por el simple movimiento del sol: era OTRA COSA. Y así, yo también empezaba a observar con ansiedad. Hasta que advertía que la sombra empezaba a moverse lenta pero perceptiblemente. Me despertaba sudando, gritando. ¿Qué era aquello, qué advertencia, qué símbolo? Cada noche me acostaba con el temor del sueño. Y cada mañana, al despertarme, mi pecho se ensanchaba de alivio al comprobar que, una vez más, había escapado de aquel peligro. Otras noches, en cambio, llegaba el momento terrible: nuevamente veía al chico, la pared y la sombra; nuevamente el chico me miraba con gravedad, nuevamente pronunciaba sus singulares palabras y nuevamente, en fin, después de observar yo con ansiosa expectativa la sombra de la pared, veía que empezaba a moverse y a deformarse. Entonces despertaba sudando y gritando.
El sueño me atormentó durante años, porque comprendía que, como casi todos los sueños, debía tener un sentido oculto y que, en este caso, era el anuncio indudable de algo que alguna vez tenía que sucederme. Ahora bien: no sé si aquel sueño fue el anuncio de lo que más tarde me sucedió o si fue su comienzo simbólico. La primera vez fue hace muchos años, cuando yo tenía menos de veinte años y dirigía una banda de asaltantes (luego veré si cuento algo de aquella experiencia). Tuve de pronto la revelación de que la realidad podría empezar a deformarse si no concentraba toda mi voluntad para mantenerla estable. Temía que el mundo que me rodeaba pudiera empezar en cualquier momento a moverse, a deformarse, primero lenta y luego bruscamente, a disgregarse, a transformarse, a perder todo sentido. Corno el chico del sueño concentré toda mi fuerza mirando esa especie de sombra que es la realidad que nos rodea, sombra de alguna estructura o pared que no nos es dado contemplar. Y de pronto (estaba en mi cuarto de Avellaneda, felizmente solo, tirado en la cama), vi, con horror, que la sombra empezaba a moverse y que el viejo sueño empezaba a cumplirse en la realidad. Sentí una especie de vértigo, perdí el sentido y me hundí en un caos, pero al fin logré salir a flote con enorme esfuerzo y empecé a atar los trozos de la realidad que parecían querer irse a la deriva. Una especie de ancla. Eso es: como si me viese obligado a anclar la realidad, pero como si el barco estuviese compuesto de muchos pedazos separables y fuese necesario primero atarlos a todos y luego largar una formidable ancla para que el todo no fuese a la deriva. Por desgracia, el episodio volvió a repetírseme, y a veces con fuerza mayor. De pronto sentía que empezaba el deslizamiento y luego la disgregación, pero como ya conocía los síntomas no me dejaba estar, tal como me había sucedido la primera vez, y de inmediato comenzaba a trabajar con toda mi energía. La gente no comprendía lo que me pasaba, me veía concentrarme con mi mirada fija y ajena, y creía que me estaba volviendo loco, sin comprender que era al revés, precisamente al revés, puesto que merced a aquel esfuerzo lograba mantener la realidad en su sitio y en su forma. Pero a veces, por más intensos que fueran mis esfuerzos, la realidad empezaba a disgregarse poco a poco, a deformarse, como si fuera de caucho y enormes tensiones la solicitaran desde los extremos (desde Sirio, desde el centro de la Tierra, desde todas partes): una cara empezaba a hincharse, de un lado se inflaba un globo, los ojos se juntaban poco a poco, la boca se agrandaba hasta que reventaba, mientras una mueca horrible iba desfigurando el rostro.
Sea como fuera, aquellos momentos me asustaban; y me atormentaba esa necesidad de mantener mi mente despierta, atenta, vigilante y enérgica. De pronto deseaba que me encerraran en un manicomio para descansar, puesto que allí nadie tiene la obligación de mantener la realidad como se pretende que es. Como si allí uno pudiera decir (y seguramente dice): ahora, que se arreglen.
Pero lo peor no sucede a mi alrededor sino en mi interior, porque mi propio yo empezaba de pronto a deformarse, a estirarse, a metamorfosearse. Yo me llamo Fernando Vidal Olmos, y esas tres palabras son como un sello, como una garantía de que soy "algo", algo bien definido: no sólo por el color de mis ojos, por mi estatura, por mi edad, por mi día de nacimiento y mis padres (es decir, por esos datos que aparecen en la cédula de identidad), sino por algo más profundo de índole espiritual: por un conjunto de recuerdos, de sentimientos, de ideas que dentro de uno mantienen la estructura de ese "algo", que es Fernando Vidal y no el cartero o el carnicero. Pero ¿qué impide que en ese cuerpo
tabulado en mi libreta de enrolamiento no pueda de pronto, en virtud de algún cataclismo, habitar el alma del portero o el espíritu de Sade? ¿Hay alguna inviolable relación, acaso, entre mi cuerpo y mi alma? Siempre me pareció portentoso que alguien pueda crecer, tener ilusiones, sufrir desastres, ir a la guerra, deteriorarse espiritualmente, cambiar sus ideas, transformar sus sentimientos y sin embargo seguir recibiendo el mismo nombre: Fernando Vidal. ¿Tiene algún sentido? ¿O es verdad que, a pesar de todo, existe algún hilo, infinitamente estirable pero milagrosamente unitario, que a través de esos cambios y catástrofes mantenga la identidad del yo?
No sé lo que pasará en los otros. Sólo puedo decir que en mí esa identidad de pronto se pierde y que esa deformación del yo de pronto alcanza proporciones inmensas: grandes regiones de mi espíritu empiezan a hincharse (a veces hasta siento la presión física de mi cuerpo, en mi cabeza sobre todo), avanzan como silenciosos pseudopodios, ciegos y sigilosos, hacia otras regiones de la raza y finalmente hasta oscuras y antiguas regiones zoológicas; un recuerdo empieza a hincharse, poco a poco va dejando de ser aquel rumor de La danza de las libélulas que alguna noche oí en un piano de mi infancia, va siendo luego una música cada vez más extraña y desorbitada, luego se convierte en gritos y gemidos, finalmente en aullidos atroces, luego en campanadas que me aturden los oídos y cosa aún más singular, empiezan a transformarse en gustos ácidos o repugnantes en mi boca, como si del oído pasasen a mi garganta, y el estómago se me contrae en convulsiones de vómito, mientras otros ruidos, otros recuerdos, otros sentimientos, van sufriendo metamorfosis análogas. Y pensando a veces que tal vez sea verdad la reencarnación y que en los rincones más ocultos de nuestro yo duermen recuerdos de aquellos seres que nos precedieron, así como conservamos restos de pez o reptil; dominados por el nuevo yo y por el nuevo cuerpo, pero prontos a despertar y salir cuando las fuerzas, las tensiones, los alambres y tornillos que mantienen el yo actual, por alguna causa que desconocemos, se aflojan y ceden, y las fieras y animales prehistóricos que nos habitan salen en libertad. Y eso que sucede cada noche, mientras dormimos, de pronto es incontrolable y empieza a dominarnos también en pesadillas que se desenvuelven a la luz del día.
Pero mientras mi voluntad me responde todavía yo siento cierta seguridad, porque sé que gracias a ella puedo salir del caos y reorganizar mi mundo: mi voluntad es poderosa, cuando funciona. Lo peor es cuando siento que mi yo se disgrega también en lo que se refiere a la voluntad. O como si la voluntad todavía me perteneciese, pero partes del cuerpo o del sistema que la transmite, no. O como si el cuerpo fuera mío, pero "algo" entre mi cuerpo y rni voluntad se interpone. Ejemplo: quiero mover el brazo, pero el brazo no me obedece. Concentro toda mi atención en el brazo, lo miro, realizo un esfuerzo pero observo que no me obedece. Como si las líneas de comunicación entre mi cerebro y mi brazo estuvieran rotas. Muchas veces me ha sucedido eso, como si yo fuera un territorio devastado por un terremoto, con grandes grietas, y con los hilos telefónicos cortados. Y en esos casos, todo puede suceder: no hay policía, no hay ejército. Cualquier calamidad puede producirse, cualquier saqueo o depredación. Como si mi cuerpo perteneciera a otro hombre y yo, impotente y mudo, observara cómo comienzan a producirse en aquel territorio ajeno movimientos sospechosos, estremecimientos que anuncian una nueva convulsión, hasta que poco a poco, crecientemente, la catástrofe vuelve a enseñorearse de mi cuerpo y finalmente de mi espíritu.
Cuento todo esto para que me comprendan.
Y porque muchos de los episodios que relataré, de otro modo serían incomprensibles e increíbles. Pero pasaron en buena medida gracias a esa ruptura catastrófica de mi personalidad; no a pesar de ella, sino precisamente gracias a ella.
VI
Este informe está destinado, después de mi muerte, que se aproxima, a un instituto que crea de interés proseguir las investigaciones sobre este mundo que hasta hoy ha permanecido inexplorado. Como tal, se limita a los HECHOS como me han sucedido. El mérito que tiene, a mi juicio, es el de su absoluta objetividad: quiero hablar de mi experiencia como un explorador puede hablar de su expedición al Amazonas o al Africa Central. Y aunque, como es natural, la pasión y el rencor muchas veces pueden confundirme, al menos mi voluntad es de permanecer preciso y de no dejarme arrastrar por esa clase de sentimientos. He tenido experiencias espantosas, pero precisamente por eso mismo deseo atenerme a los hechos, aunque estos hechos proyecten una luz desagradable sobre mi propia vida. Después de lo que llevo dicho, nadie en su sano juicio podría sostener que el objetivo de estos papeles sea el de despertar simpatía hacia mi persona.
He aquí, por ejemplo, uno de los hechos desagradables que como muestra de mi sinceridad voy a confesar: no tengo ni nunca he tenido amigos. He sentido pasiones, naturalmente; pero jamás he sentido afecto por nadie, ni creo que nadie lo haya sentido por mí.
He mantenido relaciones, sin embargo, con mucha gente. He tenido "conocidos", como se acostumbra decir con esa palabra tan equívoca.
Y uno de esos conocidos, uno de importancia para lo que sigue, fue un español enjuto y taciturno llamado Celestino Iglesias.
Lo vi por primera vez en 1929, en un centro anarquista de Avellaneda llamado Amanecer; el mismo centro donde conocí, por la misma época, a Severino Di Giovanni, un año antes de su fusilamiento. Yo frecuentaba los locales ácratas porque ya tenía el vago propósito de organizar, como efectivamente organicé más tarde, una banda de asaltantes; y aunque no todos los anarquistas eran pistoleros, se encontraba entre ellos a todo género de aventureros, nihilistas y, en fin, ese tipo de enemigo de la sociedad que siempre me atrajo. Uno de esos individuos se llamaba Osvaldo R. Podestá, que participó en el asalto al Banco de San Martín y que durante la guerra española fue ametrallado por los mismos rojos, cerca del puerto de Tarragona, cuando se disponía a huir de España con un lanchón cargado de dinero y de joyas.
Conocí a Iglesias por intermedio de Podestá: como si un lobo me presentase un cordero. Pues Iglesias era uno de esos anarquistas bondadosos, incapaz de matar una mosca: era pacifista, era vegetariano (por su repugnancia a vivir de la muerte de un ser viviente) y tenía ese género de fantástica esperanza de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales cooperadores. Ese Nuevo Mundo iba a hablar una sola lengua y esa lengua iba a ser el esperanto. Razón por la cual aprendió dificultosamente esa especie de aparato ortopédico, que no solamente es horrible (lo que para una lengua universal no sería lo peor) sino que no la habla prácticamente nadie (lo que para una lengua universal es ruinoso). Y de ese modo, en cartas que laboriosamente escribía sacando la lengua, se comunicaba con alguno de los quinientos sujetos que en el resto del universo pensaban como él.
Hecho curioso que es frecuente entre los anarquistas: un ser angelical como Iglesias podía, sin embargo, dedicarse a la falsificación de dinero. Lo, vi por segunda vez, precisamente, en un sótano de la calle Boedo, donde Osvaldo R. Podestá tenía todos los elementos para ese tipo de operaciones y donde Iglesias realizaba tareas de confianza.
En aquel tiempo tenía unos treinta y cinco años, era enjuto y muy moreno, bajito, seco, como muchos españoles que parecen haber vivido sobre una tierra calcinada, casi sin alimentarse, resecados por el sol implacable del verano y por el frío despiadado del invierno. Era generosísimo, jamás tenía un centavo encima (todo lo que ganaba y el dinero falsificado, eran para el sindicato o para las turbias actividades de Podestá), siempre albergaba en su piecita a uno de esos vividores que suelen encontrarse en el ambiente anarquista, y aunque era incapaz de matar a una mosca había pasado la mayor parte de su existencia en las cárceles de España y de la Argentina, Iglesias, un poco como Norma Pugliese, imaginaba que todos los males de la humanidad iban a resolverse con una mezcla de Ciencia y de Mutuo Conocimiento. Había que luchar contra las Fuerzas Oscuras que se oponían, desde siglos, al triunfo de la Verdad. Pero el Progreso de las Ideas era incesante y tarde o temprano el Amanecer era inevitable. Mientras tanto, había que luchar contra las fuerzas organizadas del Estado, había que denunciar la Impostura Clerical, había que mirar el Ejército y promover la Educación Popular. Se fundaban bibliotecas en que no sólo se encontraban las obras de Bakunin o Kropotkin sino las novelas de Zola y volúmenes de Spencer y Darwin, ya que hasta la teoría de la evolución les parecía subversiva, y un extraño vínculo unía la historia de los Peces y Marsupiales con el Triunfo de las Nuevas Ideas. Tampoco faltaba la Energética, de Ostwald, esa especie de biblia termodinámica en que Dios aparecía sustituido por un ente laico, pero también inexplicable, llamado Energía, que, como su predecesor, lo explicaba y podía todo, con la ventaja de estar relacionado con el Progreso y la Locomotora. Hombres y mujeres que se encontraban en estas bibliotecas se unían luego en libre matrimonio y engendraban hijos a los que llamaban Luz, Libertad, Nueva Era, Giordano Bruno. Hijos que la mayor parte de las veces, en virtud de ese mecanismo que lanza a los hijos contra los padres, o, en otras, simplemente, merced a la complicada y generalmente dialéctica Marcha del Tiempo, se convertían en meros burgueses, en rompehuelgas y hasta en feroces persecutores del Movimiento, como en el caso del renombrado comisario Giordano Bruno Trenti.
Dejé de ver a Iglesias cuando empezó la guerra de España, pues, como muchos otros, fue a pelear bajo la bandera de la Federación Anarquista Ibérica. En 1938 se refugió en Francia, donde seguramente tuvo oportunidad de apreciar los fraternales sentimientos de los ciudadanos de ese país y las ventajas de la Vecindad y del Conocimiento sobre la Lejanía y la Ignorancia Mutua. De allá, finalmente, pudo volver a la Argentina. Y aquí lo volví a encontrar un par de años después del episodio del subterráneo que ya he relatado. Yo estaba vinculado a un grupo de falsificadores y como necesitábamos un hombre de confianza que tuviera experiencia pensé en Iglesias. Lo busqué entre las antiguas relaciones, entre los grupos anarquistas de La Plata y Avellaneda, hasta que di con él: estaba trabajando de tipógrafo en la imprenta Kraft.
Lo hallé bastante cambiado, sobre todo a causa de su renguera: le habían cortado la pierna derecha durante la guerra. Estaba más reseco y reservado que nunca.
Vaciló, pero finalmente aceptó, cuando le dije que ese dinero sería empleado para ayudar a un grupo anarquista de Suiza. No era difícil convencerlo de nada que se refiriese a la causa, por utópico que pareciese a primera vista y, sobre todo, si era utópico. Su ingenuidad era a toda prueba: ¿no había trabajado para un sinvergüenza como Podestá? Vacilé un momento con respecto a la nacionalidad de los anarquistas, pero me decidí al fin por Suiza a causa de la enorme magnitud del dislate, ya que para una persona normalmente constituida creer en anarquistas suizos es como aceptar la existencia de ratas en una caja fuerte. La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia). Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustarlas exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en aquella circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos.
VII
Podría pensarse en la increíble cantidad de casualidades que me llevaron a entrar, por fin, en el universo de los ciegos: si yo no hubiese estado en contacto con los anarquistas, si entre esos anarquistas no hubiese encontrado un hombre como Iglesias, si Iglesias no hubiese sido falsificador de dinero, si aun siéndolo, no hubiese sufrido aquel accidente a la vista, etc. ¿Para qué seguir? Los acontecimientos son o parecen casuales según el ángulo desde donde se observe la realidad. Desde un ángulo opuesto ¿por qué no suponer que todo lo que nos sucede obedece a causas finales? Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo que siempre tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo en que habitan. Si no hubiese tenido a Iglesias a mano, ya habría imaginado algún otro medio, porque toda la fuerza de mi espíritu se dirigió a lograr ese objetivo. Y cuando uno se propone enérgica y sistemáticamente un fin que esté dentro de las posibilidades del mundo determinado, cuando se movilizan no sólo las fuerzas conscientes de nuestra personalidad sino las más poderosas de nuestra subconsciencia, se termina por crear un campo de fuerzas telepáticas en torno de uno que impone a otros seres nuestra voluntad, y hasta se producen episodios que en apariencia son casuales pero que en rigor están determinados por esa invisible potencia de nuestro espíritu. En varias ocasiones, después de mi fracaso con el ciego del subterráneo, pensé qué útil me resultaría una especie de individuo intermediario entre los dos reinos, alguien que, por haber perdido la vista en un accidente, participase todavía, aunque fuera durante un tiempo, de nuestro universo de videntes y simultáneamente tuviera ya un pie en el otro territorio. Y quién sabe si esa idea, cada día más obsesionante, no fue apoderándose de mi subconsciencia hasta actuar por fin, como dije, en forma de invisible pero poderoso campo magnético, determinando en alguno de los seres que entran en él lo que yo más deseaba en ese momento de mi vida: el accidente de la ceguera. Examinando las circunstancias en que Iglesias manipulaba aquellos ácidos, recuerdo que la explosión fue precedida por mi entrada en el laboratorio y por la repentina, casi por la violenta idea de que si Iglesias se acercaba al mechero de Bunsen ocurriría una explosión. ¿Hecho premonitorio? No lo sé. Quién sabe si aquel accidente no fue forzado de alguna manera por mi deseo, si aquel acontecimiento que luego pareció un típico fenómeno del indiferente universo material no fue, en cambio, un típico fenómeno del universo en que nacen y crecen nuestras más turbias obsesiones. Yo mismo no veo claro aquel episodio, porque pasaba uno de esos períodos en que vivir me costaba un gran esfuerzo, en que me sentía como el capitán de un barco en medio de una tempestad, barridos los puentes por huracanes, crujiendo el casco por el tifón, tratando de mantenerme en lucidez para que todo se mantuviera en su lugar, toda mi voluntad y mi tensión aplicadas a mantener la ruta en medio de los bandazos y de la tiniebla. Luego caía derrumbado en mi cucheta, sin voluntad y con grandes huecos en mi memoria, como si mi espíritu hubiese sido devastado por el temporal. Necesitaba días para que todo volviese un poco a la normalidad, y los seres y los episodios de mi vida real aparecían o reaparecían paulatinamente, desolados y tristes, desmantelados y grises a medida que las aguas se calmaban.
Después de esos períodos, yo volvía a la vida normal con vagas reminiscencias de mi existencia anterior. Y así, poco a poco, reapareció Iglesias en mi memoria, y me costó reconstruir los episodios que culminaron en la explosión.
VIII
Se desenvolvió un largo proceso hasta que yo pude vislumbrar los primeros resultados. Ya que, como es fácil imaginar, esa región intermedia que separa los dos mundos, está colmada de equívocos, de tanteos, de ambigüedades: dada la índole secreta y atroz del universo de ciegos, es natural que nadie pueda acceder a él sin una serie de sutiles transformaciones.
Vigilé de cerca ese proceso y no me separé de Iglesias sino lo indispensable: era mi oportunidad más segura de filtrarme en el mundo prohibido y no lo iba a malograr por errores groseros. Traté así de permanecer a su lado en la medida de lo posible, pero también de lo insospechable. Lo cuidaba, le leía algún libro de Kropotkin, le conversaba sobre el Apoyo Mutuo, pero sobre todo, observaba y esperaba. En mi pieza coloqué un enorme cartel visible desde la cabecera de mi cama, que decía:
Me decía: tarde o temprano tienen que aparecer, debe haber un instante en la vida del nuevo ciego en que ELLOS deben venir en su busca. Pero ese instante (me decía también, con inquietud), ese instante podía no estar muy marcado, sino que, por el contrario, era muy probable que pareciese algo baladí y hasta cotidiano. Era necesario estar atento a los detalles más fútiles, vigilar a cualquier persona que se le acercarse, por insospechable que a primera vista pareciese y sobre todo en ese caso, era menester interceptar cartas y llamados telefónicos, etc. Como se comprende, el programa era abrumador y casi laberíntico. Basta pensar en un solo detalle para tener una idea de la ansiedad que en aquellos días me consumió: otra persona de la pensión podía ser intermediario, incluso candoroso, de la secta; y ese individuo podía ver a Iglesias en momentos en que me era imposible controlarlo, hasta esperarlo en el baño. En largas noches de cavilaciones en mi pieza elaboré planes tan detallados de observación que para realizarlos habría sido preciso una organización de espionaje tan grande como la que un país requiere durante una guerra; con el peligro, siempre existente, del contraespionaje, ya que es harto sabido que todo espía puede ser un espía doble, y contra eso nadie está a cubierto. En fin, al cabo de largos análisis, en que pensé que podía enloquecerme, terminaba por simplificar y reducirme a lo que me era posible ejecutar. Era necesario ser minucioso y paciente, tener coraje y guante de seda: mi frustrada experiencia con el sujeto de las ballenitas me había enseñado que nada lograría por el camino más expeditivo y rápido de un ataque frontal.
He escrito la palabra "coraje" y también podría haber escrito "ansiedad". Pues me atormentaba la duda de que la secta hubiese desencadenado sobre mí la más estricta vigilancia desde el episodio del sujeto aquél. Y consideré que todas las precauciones eran escasas. Daré un ejemplo: mientras aparentaba leer el diario en el café de la calle Paso, bruscamente, con la velocidad del rayo, levantaba la vista y trataba de sorprender una expresión sospechosa en Juanito, un brillo equis en la mirada, un sonrojo. Luego lo llamaba con la mano. "Juanito —le decía, supuesto que no se hubiera sonrojado—, ¿por qué se puso colorado?" El tipo negaba, claro. Pero también era una excelente prueba si negaba sin ponerse colorado, era bastante probatorio de su inocencia; si se ponía rojo, ¡cuidado! Como es lógico, tampoco probaba que nada tuviera que ver con la confabulación el hecho de no enrojecer a esta pregunta mía (por eso he escrito "bastante" probatorio), pues un buen espía tiene que estar por encima de esta clase de defectos.
Todo esto puede estimarse como una muestra de delirio de persecuciones, pero los acontecimientos posteriores DEMOSTRARON que mi desconfianza y mis dudas no eran, por desgracia, tan desatinadas como puede imaginar un individuo desprevenido. ¿Por qué, sin embargo, yo me atrevía a acercarme tan peligrosamente al abismo? Es que contaba con la inevitable imperfección del mundo real, en que ni siquiera el servicio de vigilancia y espionaje de los ciegos puede estar exento de fallas. También contaba con algo que era lógico presumir: los odios y antipatías que debía haber entre los ciegos, como en cualquier otro grupo de mortales. En suma, reflexioné que la clase de dificultades que un vidente podía esperar en la exploración de ese universo, no serían muy distintas de las que un espía inglés podía encontrar durante la guerra en el sistemático pero lleno de grietas y rencores régimen hitlerista.
No obstante, el problema era doblemente complicado porque, como era de esperarse, empezó a cambiar la mentalidad de Iglesias; aunque más que mentalidad (y menos) habría que decir su "raza" o "condición zoológica". Como si en virtud de un experimento con genes, un ser humano comenzase a convertirse, lenta pero inexorablemente, en murciélago o lagarto; y lo que es más atroz, sin que casi nada de su aspecto exterior revelase un cambio tan profundo. Estar solo en una habitación cerrada y a oscuras, de noche, sabiendo que en ella hay también un murciélago es siempre impresionante, sobre todo cuando se siente volar a esa especie de rata alada y, en forma ya intolerable, cuando sentimos que una de sus alas ha rozado nuestra cara en su inmundo vuelo silencioso. ¡Pero cuánto más horrenda puede ser esa sensación si el animal tiene forma humana! Iglesias fue sufriendo esos cambios sutiles que acaso para otro habrían podido pasar inadvertidos, pero que para mí, que vigilaba astuta y sistemáticamente, eran sensibles.
Se volvió cada día más desconfiado. Claro: ni era todavía un auténtico ciego, dotado de ese poder de moverse en las tinieblas y de ese sentido del oído y del tacto; ni era ya un hombre capaz de ver con sus ojos corrientes. Tuve la impresión de que se sentía perdido: no lograba una exacta sensación de las distancias, cometía errores cinestésicos, tropezaba, se llevaba torpemente un vaso por delante con sus manos que tanteaban. Se irritaba, aunque trataba de disimularlo por orgullo.
—No es nada, Iglesias —le decía yo, en lugar de quedarme callado y de simular distraimiento.
Lo que aumentaba su irritación y acentuaba sus reacciones, que era precisamente lo que me proponía.
De pronto me quedaba callado y dejaba, por decirlo así, que un silencio total lo rodeara. Ahora bien: para un ciego, un silencio total a su alrededor es como para nosotros un abismo tenebroso que nos separa del resto del universo. No sabe a qué atenerse, todos sus vínculos con el mundo exterior han sido abolidos en esas tinieblas de los ciegos que es el silencio absoluto. Tienen que estar atentos al más mínimo rumor, el peligro los acecha por todos los costados.
En esos momentos son solitarios e impotentes. El simple tictac de un reloj puede ser como una lucecita en lontananza, esas lucecitas que en los cuentos infantiles divisa el héroe aterrorizado cuando se creía perdido en medio de la selva.
Entonces yo daba un pequeño golpe con un dedo, como al descuido, sobre la mesa o sobre la silla y notaba cómo instantáneamente, con neurótica ansiedad, Iglesias dirigía toda su vida en esa dirección. En medio de su soledad, tal vez se preguntaba: ¿Qué se propone Vidal? ¿Dónde está? ¿Por qué ha permanecido en silencio?
Tenía, en efecto, una gran desconfianza hacia mí. Esa desconfianza fue creciendo a medida que pasaban los días y se hizo insalvable al cabo de tres semanas, cuando su metamorfosis acababa. Existía un indicio que debía marcar, si mis teorías no eran equivocadas, el definitivo ingreso de Iglesias en el nuevo reino, su transformación absoluta; y era el asco que en mí despiertan los auténticos ciegos. Tampoco ese asco o aprensión o fobia aparece de golpe: mi experiencia me mostró que también eso se produce poco a poco, hasta que un día nos encontramos ante el hecho consumado y espeluznante: ya estamos delante del murciélago o del reptil. Recuerdo aquel día: ya al acercarme a la pieza de la pensión en que estaba viviendo Iglesias desde su accidente, sentí una ambigua sensación de malestar, una incierta aprensión que fue aumentando a medida que me acercaba a su cuarto. Tanto que vacilé un instante antes de llamar. Hasta que, casi temblando, dije: "Iglesias" Y ALGO me respondió: "Entre". Abrí la puerta y en medio de la oscuridad (ya que naturalmente, no usaba luz cuando se encontraba solo) sentí la respiración del nuevo monstruo.
IX
Pero, antes de llegar a ese instante capital, sucedieron otras cosas que debo relatar, porque fueron las que me permitieron entrar en el universo de los ciegos, antes de que la metamorfosis de Iglesias llegara a su término: como esos desesperados mensajeros en motocicleta, que durante la guerra logran atravesar un puente que saben debe ser volado de un momento a otro. Porque yo veía acercarse el momento fatal en que la metamorfosis estaría completada y trataba de apresurar mi carrera. Por momentos pensé que no llegaría a tiempo y que el puente sería volado por el enemigo antes de que yo, en mi absurda carrera, lograse atravesar el foso.
Asistía con ansiedad creciente al paso de los días, calculaba que el proceso interior de Iglesias seguía su ineluctable curso y no veía ningún indicio de que ELLOS aparecieran. Excluía por absurda la sola hipótesis de que los ciegos no se enterasen de que alguien ha perdido la vista y que, por lo tanto, debe ser encontrado y conectado a la secta. Sin embargo, el indiferente curso de los días y mi creciente inquietud me hicieron pensar en esa hipótesis y en otras más descabelladas, como si mi emoción me obnubilara la capacidad de raciocinio y me hiciera olvidar, además, todo lo que ya sabía sobre la secta. Es probable, en efecto, que la emoción sea propicia para crear un poema o componer una partitura musical, pero es desastrosa para las tareas de la razón pura.
Me avergüenza recordar las tonterías que se me ocurrieron cuando empecé a temer que no alcanzaría a cruzar el puente. Llegué hasta suponer que un hombre enceguecido podría quedar como un islote en medio de un inmenso océano indiferente. Quiero decir: ¿qué pasaría con un hombre que, como Iglesias, enceguece por accidente y que a causa de su modalidad personal no quiere ni busca el contacto con los otros ciegos?, ¿que dominado por la misantropía, por el desaliento o por la timidez no desea ponerse en comunicación con esas sociedades que son las manifestaciones visibles (y superficiales) del mundo vedado: la Biblioteca para Ciegos, los Coros, etc.? ¿Qué podía impedir, a primera vista, que un hombre como Iglesias se mantuviera aislado y no sólo no buscase sino que rehuyese la cercanía de sus congéneres? Un estremecimiento de vértigo me acometió en el instante en que imaginé esa idiotez (porque también las idioteces pueden conmovernos). Traté enseguida de calmarme. Reflexioné: Iglesias tiene que trabajar, es pobre, no puede permanecer inactivo. ¿Cómo trabaja un ciego? Tiene que salir a la calle y realizar algunas de esas actividades que les están reservadas: vender peines y baratijas, retratos de Gardel y Leguisamo, las famosas ballenitas; algo, en fin, que lo hace fácilmente visible y, tarde o temprano, fiable para los hombres de la secta. Intenté acelerar el proceso, instándolo a instalarse con algunos de esos negocitos. Le hablé con entusiasmo de las ballenitas y de lo que podía sacar en un solo subterráneo.
Le pinté un porvenir rosado, pero Iglesias se mantenía silencioso y desconfiado.
—Tengo todavía unos pesos. Ya veremos más adelante.
¡Más adelante! ¡Qué desesperantes eran esas palabras! Le hablé de un puesto de diarios, pero tampoco se entusiasmó.
No me quedaba otro recurso que esperar y seguir observando, hasta que la necesidad lo obligase a salir.
Repito que ahora me da vergüenza haber llegado a esos grados de imbecilidad, bajo el dominio del temor. ¿Cómo, en mi sano juicio, podía suponer que la secta necesitase de algo tan burdo como la instalación del tipógrafo con un puesto de diarios para saber de su existencia? ¿Y la gente que presenció la salida de Iglesias accidentado? ¿Y los enfermeros y médicos en el hospital? Eso, sin contar con los poderes que la secta tiene, y el inmenso y enmarañado sistema de informaciones y de espionaje que como una formidable telaraña invisible envuelve el mundo. Debo decir, sin embargo, que después de algunas noches de ridículo malestar, concluí que aquellas hipótesis eran disparatadas y que no existía la menor posibilidad de que Iglesias quedase abandonado. Lo único temible era que el contacto se produjese demasiado tarde para mí. Pero contra eso nada podía hacer.
Yo no podía estarme todo el tiempo a su lado. Así que busqué la forma de vigilarlo sin estar en su cercanía. Las medidas que tomé fueron las siguientes:
1. |
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Di una importante suma de dinero a la dueña de la pensión, una señora Etchepareborda, que me pareció, felizmente, una especie de retardada mental. Le rogué que cuidase de Iglesias y que me advirtiera sobre cualquier cosa que tuviese que ver con el tipógrafo, con el cuento, claro, de su invalidez. |
2. |
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Pedí al tipógrafo que no hiciera nada sin avisarme, pues yo quería serle útil en todo sentido. No deposité mucha confianza en esta variante porque imaginé, con fundamento, que iba a ir separándose cada día más de mí y que la desconfianza hacia mi persona tendría que ir en aumento. |
3. |
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Procuré establecer, dentro de lo posible, la más estrecha vigilancia sobre sus movimientos, si es que se le ocurría salir; o sobre los movimientos de las gentes que presumiblemente podrían acercársele. Su pensión estaba en la calle Paso. Por suerte, a poco más de veinte metros había un café donde yo podía, como tantos otros desocupados, permanecer horas y horas, aparentando leer el diario o conversando con los mozos, de los que debí hacerme amigo. Era verano, y sentado al lado de la ventana abierta podía vigilar la entrada de la pensión. |
4. |
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Utilicé a Norma Gladys Pugliese, con el doble fin de no despertar las sospechas que despierta un hombre solo que vigila y de alternar un poco el fútbol y la política argentina con el pequeño placer que encontraba en corromper a la maestra. |
X
Aquellos cinco días que siguieron me desesperaron. ¿Qué podía hacer sino cavilar y conversar con el mozo y hojear diarios y revistas? Aprovechaba para leer dos cosas que siempre me fascinaron: los avisos y la sección policial. Lo único que leo desde los veinte años, lo único que nos ilustra sobre la naturaleza humana y sobre los grandes problemas metafísicos. Uno lee en la sexta edición: SÚBITAMENTE ENLOQUECIDO, MATA A SU MUJER Y A SUS CUATRO HIJITOS CON UN HACHA. Nada sabemos sobre ese hombre, fuera de que se llama Domingo Salerno, que era laborioso y honesto, que tenía un mercadito en Villa Lugano y que adoraba a su mujer y a sus chicos. Y de pronto los mata a hachazos. ¡Profundo misterio! Además, ¡qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial, después de leer las declaraciones de los políticos! Todos éstos parecen disfrazados y falsificadores internacionales, gente que vende tónico para el pelo y hombres de la víbora. ¿Cómo puede compararse a uno de estos mistificadores con un ser purísimo del género de los Salerno? También me excitan los anuncios: LOS TRIUNFADORES DEL MAÑANA ESTUDIAN EN LAS ACADEMIAS PITMAN. Dos jóvenes rutilantes, un muchacho y una muchacha tomados del brazo, sonrientes y gloriosos, marchan hacia el Porvenir. En otro aviso aparece un escritorio con dos teléfonos y un intercomunicador; el sillón vacío está listo para ser ocupado y de los teléfonos salen como rayitos luminosos; la leyenda dice: ESTE PUESTO LO ESPERA. Uno que me atrae por lo demagógico es de la óptica Podestá: SUS OJOS MERECEN LO MEJOR. Los de pasta de afeitar asumen la forma de historietas con moraleja; en el primer cuadro, Pedro, visiblemente barbudo, invita a bailar a María Cristina; en el segundo cuadro, en primer plano, se ve el rostro desconcertado de Pedro y la expresión de profundo desagrado en María Cristina, que baila tratando de separar lo más posible su cara; en el tercer cuadro, ella le comenta a una amiga: "¡Qué repulsivo está Pedro con esa barba!", respondiéndole la otra: "¿Por qué no se lo dices de una buena vez?"; en el cuadro siguiente, María Cristina le responde que no se atreve pero que quizá ella, su amiga, podría decírselo a su novio para que a su vez él se lo recomiende a Pedro; en el penúltimo cuadro se observa, en efecto, que el novio de la amiga dice algo en voz baja a Pedro; en el cuadro final, aparecen en primer plano Pedro y María Cristina, bailando felices y sonrientes, él ya perfectamente afeitado con la famosa crema PALMOLIVE; la leyenda dice: POR UN DESCUIDO LAMENTABLE PODÍA HABER PERDIDO A SU NOVIA.
Variantes: en una, el individuo pierde una magnífica oportunidad de empleo; en otra no asciende nunca: al fondo de una gran sala llena de escritores y empleados, entre los cuales es fácil percibir a Pedro barbudo, un jefe lo está mirando, desde lejos, con expresión de repulsión y fastidio. Cremas desodorantes: noviazgos, posiciones en estupendas empresas, invitaciones a fiestas, perdidas tontamente por no haber usado ODORONO.
Anuncios con señores de rostro deportivo, muy bien peinados y muy sonrientes, pero a la vez enérgicos y positivos, con grandes y cuadradas mandíbulas como el Súperman, que golpeando con un puño sobre el pupitre, entre varios teléfonos, y avanzando el torso hacia el invisible y vacilante interlocutor, exclaman: ¡EL ÉXITO ESTÁ AL ALCANCE DE SUS MANOS! Otras veces, el Súperman no golpea sobre la mesa sino que, con gesto enérgico y desprovisto de la menor hesitación, apunta con su índice al lector del diario, siempre pusilánime y dejado, permanentemente dilapidando su Tiempo y sus Notables Condiciones en pavadas, y le dice: GANE CINCO MIL PESOS MENSUALES EN SUS RATOS PERDIDOS, instándolo en seguida a poner su nombre y dirección en las líneas punteadas de un pequeño cuadro.
Desprovisto de piel, mostrando sus poderosos músculos fibrosos, Míster Atlas lanza un llamado mundial a los debiluchos: en siete días notará el Progreso y se decidirá a rehacer y reparar su cuerpo, poseyendo pronto una constitución como la del propio Mr. Atlas. Dice: LA GENTE ADMIRA LA AMPLITUD DE SUS HOMBROS. ¡USTED CONSEGUIRÁ LA CHICA MÁS BONITA Y EL MEJOR EMPLEO!
Pero nada como el Reader's Digest para promover el Optimismo y los Buenos Sentimientos. Un artículo del señor Frank I. Andrews, titulado "Cuando se reúnen los hoteleros", comenzaba así: "Conocer a los distinguidos hoteleros que llegaron a los Estados Unidos en representación de sus colegas de los países hispanoamericanos fue para mí, uno de los momentos más conmovedores de mi vida". Y luego cientos de artículos destinados a levantar el ánimo de los pobres, leprosos, rengos, edípicos, sordos, ciegos, mudos, sordomudos, epilépticos, tuberculosos, enfermos de cáncer, tullidos, macrocefálicos, microcefálicos, neuróticos, hijos o nietos de locos furiosos, pies planos, asmáticos, postergados, tartamudos, individuos con mal aliento, infelices en el matrimonio, reumáticos, pintores que han perdido la vista, escultores que han sufrido la amputación de las dos manos, músicos que se han quedado sordos (¡pensad en Beethoven!) atletas que a causa de la guerra quedaron paralíticos, individuos que sufrieron los gases de la primera guerra, mujeres feísimas, chicos leporinos, hombres gangosos, vendedores tímidos, personas altísimas, personas bajísimas (casi enanos), hombres que pesan más de doscientos kilos, etc. Título: DEL PRIMER EMPLEO ME ECHARON A PUNTAPIÉS, NUESTRO ROMANCE EMPEZÓ EN EL LEPROSARIO, VIVO FELIZ CON MI CÁNCER, PERDI LA VISTA PERO GANÉ UNA FORTUNA, SU SORDERA PUEDE SER UNA VENTAJA, etcétera.
Al salir del bar, y después de hacer mi visita nocturna a la pensión, sobre la Plaza del Once, contemplaba aún el gran cartel que anuncia los fideos Santa Catalina, y aunque no recordaba quién había sido Santa Catalina no me parecía difícil que hubiese sufrido el martirio, ya que el martirio fue siempre el fin casi profesional de los santos; y entonces no podía dejar de meditar sobre esa característica de la existencia humana consistente en que un crucificado o un desollado vivo con el tiempo se convierte en una marca de fideos o de conservas en lata.
XI
Creo que por el resentimiento que Norma tenía hacia mí se apareció uno de aquellos días con un ser epiceno llamado Inés González Iturrat. Enorme y fortísima, con visibles bigotes, de
pelo canoso, vestía traje sastre y llevaba zapatos de hombre. A no ser por sus pechos eminentes, vista de golpe, podía cometerse el error de llamarla "señor". Enérgica y eficaz, ejercía un dominio completo sobre Norma.
—Yo a usted la conozco —dije.
—¿A mí? —comentó con irritada sorpresa, como si esa posibilidad fuera ofensiva; ya que Norma, como es natural, le había hablado mucho de mí.
En rigor, tenía la idea de haberla visto en alguna parte, pero recién al final de la incómoda entrevista (necesitaba vigilar el número 57 detrás de su corpachón) aclaré aquel pequeño enigma.
Norma revelaba nerviosos deseos de que hubiese algo así como una polémica: sus reiteradas derrotas conmigo la hacían esperar con vengativa satisfacción la idea de una ruinosa discusión con aquel sabio atómico. Pero yo, que tenía la cabeza en otra parte y que no podía ni debía apartar mi atención del número 57, no mostré el menor interés en argüir con aquel producto. Desgraciadamente, como en otra ocasión hubiera hecho, me era imposible levantarme.
El pecho de Norma subía y bajaba como un fuelle.
—Inés fue mi profesora de historia, ya te dije.
—Así es —comenté cortésmente.
—Somos un grupo de chicas muy unidas y ella es nuestro mentor.
—Excelente —dije, en el mismo tono.
—Comentamos libros, vamos a exposiciones y conferencias.
—Muy bueno.
—Hacemos excursiones con fines de estudio.
—Magnífico.
Su irritación iba aumentando. Casi indignada ya, agregó:
—Ahora estamos haciendo visitas comentadas a las galerías con ella y el profesor Romero Brest.
Me miró con ojos que echaban fuego, esperando mi comentario. Con urbanidad, dije:
—Qué buena idea.
Casi gritando agregó:
—Tú crees que las mujeres sólo deben ocuparse de limpiar pisos, de fregar platos y de cuidar el hogar.
Un individuo con una escalera pareció querer entrar en la puerta del número 57, pero al verificar el número siguió hasta la puerta siguiente. Calmados mis nervios, le rogué que, por favor, repitiese la observación última, que no había oído bien. Se enfureció todavía más.
—¡Claro! —exclamó— Ni siquiera oyes. Hasta ese punto te interesan mis opiniones.
—Me interesan mucho.
—¡Farsante! Mil veces me has dicho que las mujeres son distintas a los hombres.
—Mayor razón para que me interesen sus opiniones. A uno siempre le interesa lo que es distinto o desconocido.
—¡Ah, de modo que admites que para ti una mujer es algo completamente distinto a un hombre!
—No hay que exaltarse por un hecho tan evidente, Norma.
La profesora de historia, que había seguido la escena con gesto duramente irónico, advertida, como seguramente lo estaba, de que yo era un individuo oscurantista, intervino:
—¿Le parece?
—¿Le parece qué? —pregunté con ingenuidad.
—Eso. Que sea evidente —subrayó mordazmente la palabra—, la diferencia entre un hombre y una mujer.
—Todo el mundo está de acuerdo que entre un hombre y una mujer hay algunas apreciables diferencias —le expliqué con calma.
—No nos referimos a eso —replicó con helada furia la educadora— Y usted bien lo sabe.
—¿A eso? ¿Qué es eso?
—Al sexo, a lo que usted bien sabe —agregó cortante.
Parecía un cuchillo filosísimo y desinfectado.
—¿Le parece poco? —pregunté.
Me estaba poniendo de buen humor, y por lo demás alivianaban mi espera. Sólo seguía molestándome esa vaga sensación de haber visto alguna vez a la profesora y no poder recordar dónde.
—¡No es lo más importante! Nos estamos refiriendo a lo otro, a los valores espirituales. Y las diferencias que ustedes establecen entre la actividad de un hombre y de una mujer son típicas de una sociedad atrasada.
—Ah, ya comprendo —comenté con mucha serenidad—. Para ustedes la diferencia entre el útero y el falo es un resabio de los Tiempos Oscuros. Va a desaparecer junto con el alumbrado a gas y el analfabetismo.
La educadora se puso roja: aquellas palabras no sólo la indignaban sino que la avergonzaban, pero no la pronunciación de palabras como útero y falo (científicas como eran, no podían turbarla más que "neutrino" o "reacción en cadena"). La avergonzaban en virtud del mismo mecanismo que podría molestar al profesor Einstein preguntarle por el funcionamiento de sus intestinos.
—Eso es una frase —dictaminó—. Lo cierto es que hoy la mujer compite con el hombre en cualquier actividad. Y eso es lo que a ustedes los saca de quicio. Vea la delegación que acaba de llegar de mujeres norteamericanas: hay tres directoras de la industria pesada.
Norma, tan femenina, me miró triunfalmente: lo que puede el resentimiento. De alguna manera aquellos monstruos la vengaban de su servilismo en la cama. El desarrollo de la industria metalúrgica de los Estados Unidos atenuaba en cierta forma los gritos que daba en momentos culminantes, el frenesí de su entrega incondicional. Una postura humillante era balanceada por la petroquímica yanqui.
Era cierto: ahora que me veía obligado a recorrer los diarios, recordaba haber visto la llegada de aquella troupe.
—También hay mujeres que boxean —comenté—. Ahora, si a ustedes esa monstruosidad las anima...
—¿Llama usted monstruosidad al hecho de que una mujer llegue a ser miembro del directorio de una gran industria?
Nuevamente me vi obligado a seguir, por encima de los atléticos hombros de la señorita González Iturrat, a un transeúnte sospechoso. Esa actitud, perfectamente explicable, aumentó la furia de la considerable arpía.
—¿Y también le parece monstruoso —agregó, entrecerrando insidiosamente los ojitos— que en la ciencia se destaque un genio como Madame Curie?
Era inevitable.
—Un genio —le expliqué con calma didáctica— es alguien que descubre identidades entre hechos contradictorios. Relaciones entre hechos aparentemente remotos. Alguien que revela la identidad bajo la diversidad, la realidad bajo la apariencia. Alguien que descubre que la piedra que cae y la Luna que no cae son el mismo fenómeno.
La educadora seguía mi razonamiento con ojitos sarcásticos, como una maestra a un chico mitómano.
—¿Y Madame Curie es poco lo que descubrió?
—Madame Curie, señorita, no descubrió la ley de la evolución de las especies. Salió con un rifle a cazar tigres y se encontró con un dinosaurio. Con ese criterio también sería un genio el primer marinero que divisó el Cabo de Hornos.
—Usted dirá lo que quiera, pero el descubrimiento de Madame Curie revolucionó la ciencia.
—Si usted sale a cazar tigres y se encuentra con un centauro, también provocará una revolución en la zoología. Pero no es esa clase de revoluciones la que provocan los genios.
—Según su opinión, a la mujer le está vedada la ciencia.
—No, ¿cuándo he dicho eso? Además, la química se parece a la cocina.
—¿Y la filosofía? Usted prohibiría, seguramente, que las muchachas ingresen en la Facultad de Filosofía y Letras.
—No, ¿por qué? No hacen mal a nadie. Además allí encuentran novio y se casan.
—¿Y la filosofía?
—Que estudien, si quieren. Mal no les va a hacer. Tampoco bien, eso es cierto. No les hace nada. Además, no hay ningún peligro de que se conviertan en filósofos.
La señorita González Iturrat gritó:
—¡Lo que pasa es que esta sociedad absurda no les da las mismas posibilidades que a los hombres!
—¿Cómo? Si estamos diciendo que nadie les impide ir a la Facultad de Filosofía. Más aún: me dicen que ese establecimiento está lleno de mujeres. Nadie les prohíbe que hagan filosofía. Nunca se les impidió que piensen, ni en su casa ni fuera de su casa. ¿Cómo se puede impedir que alguien piense? Y la filosofía no requiere más que cabeza y ganas de pensar. Ahora, en la época de los griegos y en el siglo XXX. Eventualmente una sociedad podría impedir que una mujer publicase un libro de filosofía: mediante la ironía, el boicot, en fin, alguna cosa así. Pero, ¿impedir que piense? ¿Cómo ninguna sociedad puede obstaculizar la idea del universo platónico en la cabeza de una mujer?
La señorita González Iturrat estalló:
—¡Con gente como usted el mundo nunca habría ido adelante!
—¿Y de dónde deduce usted que ha ido adelante?
Sonrió con desprecio.
—Claro. Llegar a Nueva York en veinte horas no es un progreso.
—No veo la ventaja de llegar pronto a Nueva York. Cuanto más se tarda, mejor. Además, yo creí que usted se refería al progreso espiritual.
—A todo, señor. Lo del avión no es un azar: es el símbolo del adelanto general. Incluso los valores éticos. No me va usted a decir que la humanidad no tiene una moral superior a la de la sociedad esclavista.
—Ah, usted prefiere los esclavos con sueldo.
—Es fácil ser cínico. Pero cualquier persona de buena fe sabe que el mundo conoce hoy valores morales que eran desconocidos en la antigüedad.
—Sí, comprendo. Landrú viajando en ferrocarril es superior a Diógenes viajando en trirreme.
—Usted elige a propósito ejemplos grotescos. Pero es evidente.
—Un jefe de Buchenwald es superior a un jefe de galeras. Es mejor matar a los bichos humanos con bombas Napalm que con arcos y flechas. La bomba de Hiroshima es más benéfica que la batalla de Poitiers. Es más progresista torturar con picana eléctrica que con ratas, a la china.
—Todos ésos son sofismas, porque son hechos aislados. La humanidad superará también esas barbaridades. Y la ignorancia tendrá que ceder en toda la línea, al final, a la ciencia y al conocimiento.
—Actualmente, el espíritu religioso es más fuerte que en el siglo XIX —anoté con tranquila perversidad.
—El oscurantismo de todo género cederá al fin. Pero la marcha del progreso no puede ser sin pequeños retrocesos y zigzags. Usted mencionó hace un momento la teoría de la evolución: un ejemplo de lo que puede la ciencia contra toda clase de mito religioso.
—No veo los efectos devastadores de esa teoría. ¿No acabamos de admitir que el espíritu religioso ha repuntado?
—Por otros motivos. Pero liquidó definitivamente muchas paparruchadas, como eso de la creación en seis días.
—Señorita: si Dios es omnipotente, ¿qué le cuesta crear el mundo en seis días y distribuir algunos esqueletos de megaterios por ahí para poner a prueba la fe o la estupidez de los hombres?
—¡Vamos! No me va a pretender que dice en serio semejante sofisma. Además, hace un momento estaba elogiando al genio que descubrió la teoría de la evolución. Y ahora la toma en broma.
—No la tomo en broma. Digo, simplemente, que no prueba la inexistencia de Dios ni refuta la creación del mundo en seis días.
—Si por usted fuera no habría ni escuelas. Si no me equivoco, usted debe ser partidario del analfabetismo.
—Alemania en 1933 era uno de los pueblos más alfabetizados del mundo. Si la gente no supiera leer, al menos no podría ser idiotizada día a día por los diarios y revistas. Desgraciadamente, aunque fuesen analfabetos, todavía quedarían otras maravillas del progreso: la radio, la televisión. Habría que extirpar los tímpanos a los chicos y sacarles los ojos. Pero éste sería ya un programa más dificultoso.
—A pesar de los sofismas, siempre la luz prevalecerá sobre la oscuridad, y el bien sobre el mal. El mal es ignorancia.
—Hasta ahora, señorita, el mal siempre ha prevalecido sobre el bien.
—Otro sofisma. ¿De dónde saca semejante barbaridad?
—Yo no saco nada señorita: es la tranquila comprobación de la historia. Abra usted la historia de Oncken por cualquier página y no encontrará más que guerras, degüellos, conspiraciones, torturas, golpes de Estado e inquisiciones. Además, si prevalece siempre el bien ¿por qué hay que predicarlo? Si por su naturaleza el hombre no estuviera inclinado a hacer el mal ¿por qué se lo proscribe, se lo estigmatiza, etc.? Fíjese: las religiones más altas predican el bien. Más todavía: dictan mandamientos, que exigen no fornicar, no matar, no robar. Hay que mandarlo. Y el poder del mal es tan grande y retorcido que se utiliza hasta para recomendar el bien: si no hacemos tal y tal cosa nos amenazan con el infierno.
—Entonces —gritó la señorita González Iturrat— según usted hay que predicar el mal.
—Yo no he dicho eso, señorita. Lo que pasa es que usted se ha excitado mucho y ya no me escucha. El mal no hay que predicarlo: viene solo.
—Pero ¿qué quiere probar?
—No se exalte, señorita. No olvide que usted sostiene la superioridad del bien, y veo que con gusto me cortaría en pedazos. Quería decirle, sencillamente, que no hay tal progreso espiritual. Y hasta habría que examinar el famoso progreso material.
Una mueca irónica deformó los bigotes de la educadora.
—Ah, me va a demostrar ahora que el hombre de hoy vive peor que el romano.
—Depende. No creo, por ejemplo, que un pobre diablo que trabaja ocho horas diarias en una fundición, bajo control electrónico, sea más feliz que un pastor griego. En Estados Unidos, paraíso de la mecanización, los dos tercios de la población son neuróticos.
—Me gustaría saber si usted viajaría en diligencia en lugar de hacerlo en ferrocarril.
—Por supuesto. El viaje en coche era más hermoso y más tranquilo. Y mejor todavía cuando se andaba a caballo: se tomaba aire y sol, se contemplaba apaciblemente el paisaje. Los apóstoles de la máquina nos dijeron que cada día daría al hombre más tiempo para el ocio. La verdad es que el hombre tiene cada día menos tiempo, cada día anda más enloquecido. Hasta la guerra era linda, era divertida y viril, era vistosa: con aquellos uniformes en colores. Hasta sana, era. Vea, por ejemplo, nuestra guerra de la independencia y nuestras luchas civiles: si a uno no lo lanceaban o degollaban podía vivir luego cien años, como mi tatarabuelo Olmos. Claro: la vida al aire libre, el ejercicio, las cabalgatas. Cuando un chico era débil lo mandaban a la guerra, a que se fortificase.
La señorita González Iturrat se levantó furiosa y le dijo a su discípula:
—Yo me voy, Normita. Tú sabrás lo que haces.
Y se retiró.
Norma, con los ojos llameantes, también se levantó. Y mientras se alejaba, dijo:
—¡Eres un guarango y un cínico!
Doblé mi diario y me dispuse a seguir vigilando el número 57, ahora sin el inconveniente del voluminoso cuerpo de la educadora.
Aquella noche, mientras estaba sentado en el water-closet, en esa condición que oscila entre la fisiología patológica y la metafísica, haciendo esfuerzo y a la vez meditando en el sentido general del mundo, tal como es frecuente en esa única parte filosófica de la casa, hice conciencia por fin de aquella paramnesia que me había molestado al comienzo de la entrevista: no, yo no había visto antes a la señorita González Iturrat; pero era casi idéntica al desagradable y violento ser humano que en Ocho sentenciados arroja panfletos sufragistas desde un globo Montgolfier.
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