XII
Esa noche, mientras hacía el balance y repaso que todas las noches hacía de los acontecimientos, me alarmé: ¿por qué Norma me había traído a la señorita González Iturrat? Tampoco podía ser una simple coincidencia la discusión que me obligaron a mantener sobre la existencia del mal. Pensándolo bien, encontré que la profesora tenía todas las características de una socia de la Biblioteca para Ciegos. Y la sospecha se extendió en seguida a la propia Norma Pugliese, en quien me había interesado, al fin de cuentas, por ser su padre un socialista que destinaba dos horas diarias a transcribir libros en el sistema Braille.
Frecuentemente doy una idea equivocada de mi forma de ser, y es probable que los lectores de este Informe se sorprendan por esta clase de ligerezas. La verdad es que, a pesar de mi afán sistemático, soy capaz de los actos más inesperados y, por lo tanto, peligrosos, dada la índole de la actividad en que me encuentro. Y los disparates más incalificables los he cometido a causa de mujeres. Trataré de explicar lo que me sucede, porque tampoco es tan alocado como podría aparecer a primera vista, ya que siempre consideré a la mujer como un suburbio del mundo de los ciegos; de modo que mi comercio con ellas no es tan desatinado ni tan gratuito como un observador superficial podría imaginar. No es eso lo que yo me estoy reprochando en este momento, sino la casi inconcebible falta de precauciones en que de pronto incurro, como en este caso de Norma Pugliese; hecho perfectamente lógico desde el punto de vista del destino, ya que el destino ciega a quien quiere perder, pero absurdo e imperdonable desde mi propio punto de vista. Pero es que a períodos de radiante lucidez se suceden en mí períodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona, y de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como podría pasarle a un navegante solitario que en medio de regiones riesgosas, dominado por el sueño, cabeceara y dormitara por momentos.
No es fácil. Yo quisiera verlo a cualquiera de mis críticos en una situación como la mía, rodeado por un enemigo infinito y astutísimo, en medio de una red invisible de espías y observadores, debiendo vigilar día y noche cada una de las personas y acontecimientos que hay o suceden a su alrededor. Entonces se sentiría menos suficiente y comprendería que
errores de esta naturaleza no sólo son posibles, sino prácticamente inevitables.
Todo el tiempo que precedió al encuentro con Celestino Iglesias, por ejemplo, fue de una extremada confusión en mi espíritu; y en esos períodos es como si las tinieblas literalmente me succionaran mediante el alcohol y las mujeres: así se interna uno en los laberintos del Infierno, o sea, en el universo de los Ciegos. De modo que no es que en esos períodos tenebrosos olvidara mi gran objetivo, sino que a la persecución lúcida y científica sucedía una irrupción caótica, a tumbos, en que aparentemente domina eso que las personas desaprensivas denominan azar y que en rigor es la casualidad ciega. Y en medio del desbarajuste, mareado y atontado, borracho y miserable, sin embargo me encontraba balbuceando de pronto: "no importa, éste de todos modos es el universo que debo explorar", y me abandonaba a la insensata voluptuosidad del vértigo, esa voluptuosidad que sienten los
héroes en los peores y más peligrosos momentos del combate, cuando ya nada puede aconsejarnos la razón y cuando nuestra voluntad se mueve en el turbio dominio de la sangre y los instintos. Hasta que de pronto despertaba de esos largos períodos oscuros, y así como a la lujuria sucedía el ascetismo, mi manía organizativa seguía al caos; manía que
me acomete no a pesar de mi tendencia al caos, sino precisarnente por eso. Entonces mi cabeza empieza a trabajar a marchas forzadas y con una rapidez y claridad que asombra.
Tomo decisiones precisas y limpias, todo es luminoso y resplandeciente como un teorema; nada hago respondiendo a mis instintos, que en ese momento vigilo y domino a la perfección. Pero, cosa extraña, resoluciones o personas que conozco en ese lapso de inteligencia, me conducen pronto y una vez más a un lapso incontrolable. Conozco, por ejemplo, la mujer, digamos, del presidente de la Comisión Cooperadora del Coro de No Videntes; comprendo las valiosas informaciones que puedo obtener por su intermedio, la trabajo y finalmente, con fines estrictamente científicos, me acuesto con ella; pero luego resulta que la mujer me marea, es una lujuriosa o una endemoniada, y todos mis planes se desmoronan o quedan postergados, cuando no en serio peligro.
No fue el caso de Norma Pugliese, por supuesto. Pero aun en este caso cometí errores que no debí haber cometido.
El señor Américo Pugliese es un antiguo miembro del Partido Socialista, y educó a su hija en las normas que Juan B. Justo impuso desde el comienzo; la Verdad, la Ciencia, el Cooperativismo, la Lucha contra el Tabaco, el Antialcoholismo. Una persona muy decente que detestaba a Perón y era muy respetado en su oficina por sus adversarios políticos. Como se comprenderá, esa plataforma excitó sobremanera mis deseos de acostarme con su hija.
Estaba de novia con un teniente de navío. Hecho perfectamente compatible con la mentalidad antimilitarista del señor Pugliese, en virtud de ese mecanismo psicológico que a los antimilitaristas les hace admirar a los marinos: no son tan brutos, han viajado, se parecen muchísimo a los civiles. Como si ese defecto pudiera ser motivo de elogio. Ya que, como le expliqué a Norma (que se enfurecía), elogiar a un militar porque no lo parece, o porque no lo es tanto, es como encontrar méritos en un submarino que tiene dificultades para sumergirse.
Con argumentos de este género miné las bases de la Marina de Guerra y al cabo pude irme a la cama con Norma, lo que demuestra que el camino de la cama puede pasar por las instituciones más imprevistas. Y que los únicos razonamientos que para la mujer tienen importancia son los que de alguna manera se vinculan con la posición horizontal. A la inversa de lo que pasa con el hombre, motivo por el cual es difícil poner a un hombre y a una mujer en la misma posición geométrica en virtud de un razonamiento auténtico: hay que recurrir a paralogismos o al manoseo.
Logrado que hube la horizontalidad, me llevó tiempo educarla, acostumbrarla a una Nueva Concepción del Mundo: del profesor Juan B. Justo al Marqués de Sade. No era nada fácil. Era necesario empezar desde el mismo lenguaje, pues fanática de la ciencia y lectora de obras como El matrimonio perfecto, usaba palabras tan inadecuadas para la cama como "ley de refracción cromática" para la descripción de un crepúsculo. Sobre la base de esta genuina verdad (y la verdad era para ella sagrada), fui conduciéndola de escalón en escalón hasta las peores fechorías. Tantos años de labor paciente de diputados, concejales y conferenciantes socialistas aniquilada en pocas semanas; tantas bibliotecas de barrio, tantas cooperativas, tanta sana obra edilicia para que Norma concluyera practicando esa clase de operaciones. Cómo para que después se tenga fe en el cooperativismo.
Sí, perfecto, riámonos de Norma Pugliese como yo lo hice en muchos momentos de superioridad. Lo cierto es que ahora me acometían una serie de dudas y de pronto tenía la impresión de que era uno de los sutiles espías del enemigo. Hecho, por otra parte, esperable, ya que sólo un enemigo burdo, o tonto, recurriría al espionaje de personas sospechables. El ser Norma tan candorosa, tan directa y enemiga de la mentira y de la mistificación, ¿no era el argumento más decisivo para tener cuidado con ella?
Empecé a angustiarme, al analizar detalles de nuestras relaciones.
A Norma Pugliese creía tenerla bien clasificada, y dada su formación socialista y sarmientina, no me pareció difícil llegar hasta su fondo. Grave error. Más de una vez me sorprendió con una reacción inesperada. Y su misma corrupción final era casi irreconciliable con aquella formación tan sana y aseada que le había dado el padre. Pero si el hombre tiene tan poco que ver con la lógica, ¿qué puede esperarse de la mujer?
Aquella noche, pues, la pasé en vela recordando y analizando cada una de las reacciones que había tenido conmigo. Y tuve muchos motivos para alarmarme, pero al menos un motivo de satisfacción: el de haber advertido a tiempo los peligros de aquella cercanía.
XIII
Se me ocurre que al leer la historia de Norma Pugliese algunos de ustedes pensarán que soy un canalla. Desde ya les digo que aciertan. Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia, ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse?
Al menos me considero honesto, pues no me engaño sobre mí mismo ni intento engañar a los demás. Ustedes acaso me preguntarán, entonces, cómo he engañado sin el menor asomo de escrúpulos a tantos infelices y mujeres que se han cruzado en mi camino. Pero es que hay engaños y engaños, señores. Esos engaños son pequeños, no tienen importancia. Del mismo modo que no se puede calificar de cobarde a un general que ordena una retirada con vistas a un avance definitivo. Son y eran engaños tácticos, circunstanciales, transitorios, en favor de una verdad de fondo, de una despiadada investigación. Soy un investigador del Mal, ¿y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura? Me dirán ustedes que al parecer yo he encontrado un vivo placer en hacerlo, en lugar de la indignación o del asco que debería sentir un auténtico investigador que se ve forzado a hacerlo por desagradable obligación. También es cierto y lo reconozco paladinamente. ¿Ven qué honrado que soy? Yo no he dicho en ningún momento que sea un buen sujeto: he dicho que soy un investigador del Mal, lo que es muy distinto. Y he reconocido, además, que soy un canalla. ¿Qué más pueden pretender de mí? Un canalla insigne, eso sí. Y orgulloso de no pertenecer a esa clase de fariseos que son tan ruines como yo pero que pretenden ser honorables individuos, pilares de la sociedad, correctos caballeros, eminentes ciudadanos a cuyos entierros va una enorme cantidad de gente y cuyas crónicas aparecen luego en los diarios serios. No: si yo salgo alguna vez en esos periódicos, será, sin duda, en la sección policía. Pero ya creo haber explicado lo que pienso de la prensa seria y de la sección policial. De manera que estoy muy lejos de sentirme avergonzado.
Detesto esa universal comedia de los sentimientos honorables. Sistema de convenciones que se manifiesta, cuándo no, en el lenguaje: supremo falsificador de la Verdad con V mayúscula. Convenciones que al sustantivo «viejito" inevitablemente anteponen el adjetivo "pobre"; como si todos no supiéramos que un sinvergüenza que envejece no por eso deja de ser sinvergüenza, sino que, por el contrario, agudiza sus malos sentimientos con el egoísmo y el rencor que adquiere o incrementa con las canas. Habría que hacer un monstruoso auto de fe con todas esas palabras apócrifas, elaboradas por la sensiblería popular, consagradas por los hipócritas que manejan la sociedad y defendidas por la escuela y la policía: "venerables ancianos" (la mayor parte sólo merecen que se les escupa), "distinguidas matronas" (casi en su totalidad movidas por la vanidad y el egoísmo más crudo), etcétera. Para no hablar de los "pobres cieguitos" que constituyen el motivo de este Informe. Y debo decir que si estos pobres cieguitos me temen es justamente porque soy un canalla, porque saben que soy uno de ellos, un sujeto despiadado que no se va a dejar correr con pavadas y con lugares comunes. ¿Cómo podrían temer a uno de esos infelices que los ayudan a cruzar la calle en medio de la lacrimosa simpatía a lo película de Disney con pajaritos y cintitas de Navidad en colores?
Si se hicieran alinear todos los canallas que hay en el planeta, ¡que formidable ejército se vería, y qué muestrario inesperado! Desde niñitos de blanco delantal ("la pura inocencia de la niñez") hasta correctos funcionarios municipales que, sin embargo, se llevan papel y lápices a la casa. Ministros, gobernadores, médicos y abogados en su casi totalidad, los ya mencionados pobres viejitos (en inmensas cantidades), las también mencionadas matronas que ahora dirigen sociedades de ayuda al leproso o al cardíaco (después de haber galopado sus buenas carreras en camas ajenas y de haber contribuido precisamente al incremento de las enfermedades del corazón), gerentes de grandes empresas, jovencitas de apariencia frágil y ojos de gacela (pero capaces de desplumar a cualquier tonto que crea en en romanticismo femenino o en la debilidad y desamparo de su sexo), inspectores municipales, funcionarios coloniales, embajadores condecorados, etcétera, etcétera. ¡CANALLAS, MARCH! ¡Qué ejército, mi Dios! ¡Avancen, hijos de puta! ¡Nada de pararse, ni de ponerse a lloriquear, ahora que les espera lo que les tengo preparado!
¡CANALLAS, DRECH!
Hermoso y aleccionador espectáculo.
Cada uno de los soldados al llegar al establo será alimentado con sus propias canalladas, convertidas en excremento real (no metafórico). Sin ninguna clase de consideración ni acomodos. Nada de que al hijito del señor ministro se le permita comer pan duro en lugar de su correspondiente caca. No, señor: o se hacen las cosas como es debido o no vale la pena que se haga nada. Que coma su mierda. Y más, todavía: que coma toda su mierda. Bueno fuera que admitiéramos que coma una cantidad simbólica. Nada de símbolos: cada uno ha de comer su exacta y total canallada. Es justo, se comprende: no se puede tratar a un infeliz que simplemente esperó con alegría la muerte de sus progenitores para recibir unos pesuchos en la misma forma que a uno de esos anabaptistas de Mineápolis que aspiran al cielo explotando negros en Guatemala. ¡No, señor! JUSTICIA Y MÁS JUSTICIA: A cada uno la mierda que le corresponde, o nada. No cuenten conmigo, al menos para trapisondas de ese género.
Y que conste que mi posición no sólo es inexpugnable sino desinteresada, ya que, como lo he reconocido, en mi condición de perfecto canalla, integraré las filas del ejército cacófago. Sólo reivindico el mérito de no engañar a nadie.
Y esto me hace pensar en la necesidad de inventar previamente algún sistema que permita detectar la canallería en personajes respetables y medirla con exactitud para descontarle a cada individuo la cantidad que merece que se le descuente. Una especie de canallómetro que indique con una aguja la cantidad de mierda producida por el señor X en su vida hasta este Juicio Final, la cantidad a deducir en concepto de sinceridad o de buena disposición, y la cantidad neta que debe tragar, una vez hechas las cuentas.
Y después de realizada la medición exacta en cada individuo, el inmenso ejército deberá ponerse en marcha hacia sus establos, donde cada uno de los integrantes consumirá su propia y exacta basura. Operación infinita, como se comprende (y ahí estaría la verdadera broma), porque al defecar, en virtud del Principio de Conservación de los Excrementos, expulsarían la misma cantidad ingerida. Cantidad que vuelta a ser colocada delante de sus hocicos, mediante un movimiento de inversión colectiva a una voz de orden militar, debería ser ingerida nuevamente.
Y así, ad infinitum.
XIV
Todavía hube de esperar dos días más. En ese lapso recibí una de esas cartas que se envían en cadena y que normalmente se tiran a la calle. En mi caso, aumentó mi zozobra, ya que mi experiencia me había demostrado que nada, pero lo que se dice
podía ser desdeñado en una trama tan fantástica como la que me envolvía. De modo que la leí con cuidado, tratando de encontrar vínculos entre aquellos remotos sucesos con licenciados y generales y mi asunto con los ciegos. Decía: "Esta cadena proviene de Venezuela. Fue escrita por el señor Baldomero Mendoza y tiene que dar la vuelta al mundo. Haga usted 24 copias y repártalas entre sus amigos pero por ningún motivo entre los parientes por lejanos que sean. Aunque no sea supersticioso los hechos le demostrarán su efectividad. Ejemplo: el señor Ezequiel Goiticoa hizo las copias, las envió a sus amigos y a los nueve días recibió 150 mil bolívares. Un señor llamado Barquilla tomó en broma esta cadena y su casa sufrió un incendio que destruyó parte de su familia y por este motivo se volvió loco. En 1904 el General Joaquín Díaz recibió un fuerte golpe del que enfermó gravemente, más tarde localizó esta cadena y ordenó a su secretaria que hicíera las copias y las mandara. Su curación fue rápida y ahora su situación es excelente. Un empleado de Garette, hizo las copias pero se olvidó de enviarlas, a los nueve días tuvo un disgusto y perdió el empleo; después hizo otras copias y las mandó, recobrando el empleo y hasta recibió indemnización. El licenciado Alfonso Mejía Reyes, de México, DF, recibió una copia de esta cadena, se descuidó, perdió la copia, a los nueve días se le cayó una cornisa en la cabeza y murió trágicamente. El ingeniero Delgado rompió la cadena y poco después le descubrieron una malversación de fondos. Por ningún motivo rompa esta cadena. Haga las copias y repártalas. Diciembre de 1954".
XV
Hasta que un día vi que un ciego avanzaba lentamente por la calle Paso, desde Rivadavia hacia Bartolomé Mitre. Mi corazón comenzó a golpear.
Mi instinto me dijo que ese hombre alto y rubio tenía algo que ver con el problema Iglesias, pues no avanzaba con esa indiferenciada atención con que alguien camina por una calle cuando su objetivo está lejos.
No se detuvo frente al número 57, pero pasó muy lentamente frente a la entrada, y con su bastón blanco parecía como andar reconociendo un territorio en el que más tarde se han de hacer operaciones decisivas. Supuse que era algo así como una avanzada de reconocimiento y desde ese instante redoblé mi atención.
En Paso 57 hoy en día (enero 2004) hay un estacionamiento.
Ese día, sin embargo, no volvió a pasar nada que llamase mi atención. Unos minutos antes de las nueve de la noche subí al séptimo piso, pero tampoco allá había sucedido nada que yo estimase fuera de lo común: soderos, dependientes de almacén, la gente habitual, en fin.
Esa noche no pude dormir: me volvía y me revolvía en la cama. Me levanté antes del amanecer y corrí a la calle Paso, temiendo que alguien importante pudiera subir al departaniento en el momento en que se abriese la puerta de abajo.
Pero nadie entró que me pareciese sospechoso y en todo aquel día no advertí ningún indicio interesante. ¿Habria sido una simple casualidad la aparición de aquel ciego alto y rubio?
Ya dije que creo poco en las casualidades y mucho menos en las que se refieren a los ciegos. De modo que esa misma noche, al terminar lo que podría llamarse mi guardia diurna, decídí subir a la pensión y someter a un cerrado interrogatorio a la señora Etchepareborda.
En mi ansiedad había descendido hasta la más repelente demagogia. Detesto las mujeres gordas, y la dueña de la pensión era inmensa; metida en un vestido que parecía hecho para una mujer normal, mostrando su papada y su pecho enorme y blanquísimo, semejaba un gigantesco y tembloroso flan: pero un flan con intestinos.
Alabé su cutis y le dije que era increíble que tuviera cuarenta y cinco años. También ponderé la salita en que vivía, donde cada mesa, mesita y en general toda superficie horizontal estaba cubierta con una carpeta de macramé. Una suerte de horror vacui le impedía dejar ningún espacio libre sin cubrir o llenar: pierrots de porcelana, elefantes de bronce, cisnes de vidrio, Don Quijotes cromados y un gran Bambi de tamaño casi natural. Sobre un piano que no tocaba, explicó, desde la muerte de su difunto marido, había dos largas carpetas de macramé: una sobre el teclado y otra en la parte superior. En esa, entre unos gauchos y paisanitas de paño lenci, se veía un retrato del señor Etchepareborda, de tres cuartos, con mirada seria y dirigida hacia un enorme elefante de bronce: parecía presidir la teratológica colección.
Alabé su detestable marco cromado y ella, contemplando con expresión triste y soñadora el retrato, me explicó que había muerto hacía dos años, cuando apenas tenía cuarenta y ocho, en la flor de la edad y cuando estaba a punto de ver cristalizados sus anhelos, me dijo, de una media jubilación.
—Era segundo jefe de envíos al interior en Los Gobelinos.
Yo, que ardía en mi interior de rabia y nerviosidad, pues hasta ese momento me había resultado imposible iniciar mi interrogatorio, comenté:
—Una casa importante, caramba.
—Así es —confirmó ella con satisfacción.
—Un puesto de confianza —agregué.
—Ya lo creo —me dijo—. No es para desmerecer a otros, pero a mi difunto esposo le tenían una confianza total.
—Hacía honra al apellido —comenté.
—Así es, señor Vidal.
Honradez de los Vascos, Flema Británica, Espíritu de Medida de los Franceses, mitos que, como todos los mitos, son invulnerables a los pobres hechos. ¿Qué puede significar, en efecto, coimeros como el ministro Etcheverry, energúmenos como el pirata Morgan o fenómenos como Rabelais? Me resigné a juzgar las fotos que la gorda empezaba a mostrarme en un álbum familiar. En una estaban los dos en Mar del Plata, para las vacaciones de 1948, metidos en el agua.
—Precisamente —comentó, señalando hacia un faro construido con conchillas que se divisaba sobre una carpetita—, ese faro me lo regaló en aquel verano.
Se levantó, lo trajo y me mostró la leyenda: "Recuerdo de Mar del Plata", y más abajo, agregado con tinta, la fecha: 1948.
Luego volvió al álbum, mientras yo era devorado por la ansiedad.
En otra fotografía el señor Etchepareborda aparecía al lado de su señora en los jardines de Palermo. En otra creo que estaba rodeado por sus sobrinos y por su cuñado, un señor Rabufetti, o algo por el estilo. En otra, celebrando con el personal de Los Gobelinos una fecha íntima, según las palabras de la señora Etchepareborda, en el restaurante El Pescadito, de la Boca. Etcétera.
Desfilaron chicos desnudos y acostados mirando la cámara, retratos de casamientos, otras vacaciones, cuñados, primos, amiguitas (así designaba la dueña de la pensión a edificios tan considerables como ella).
Vi, feliz, cómo cerraba por fin el álbum y se disponía a guardarlo en el cajón de una cómoda. Encima de este mueble, entre varias estatuillas, estaba colgado un cuadrito provenzal que decía:
—¿Así que ninguna novedad con respecto al pobre Iglesias? —pregunté.
—No, señor Vidal. Ahí está, el pobrecito, encerrado en su cuarto, sin querer ver a nadie. Le seré sincera, señor Vidal: me parte el corazón.
—Sí, naturalmente. ¿Nadie ha venido a preguntar por él? ¿Nadie se ha interesado por su situación?
—Nadie, señor Vidal. Al menos hasta este momento.
—Curioso, muy curioso —comenté, como para mí.
Yo le había dicho que me había puesto en contacto con las sociedades respectivas. Con esa mentira lograba dos resultados, de inestimable valor: paraba cualquier iniciativa personal de ella (iniciativa que, como se comprende, ofrecía el peligro de ser incontrolada); y podía averiguar, mientras tanto, cualquier episodio que se produjera. No debe olvidarse que yo me proponía no sólo servirme de Iglesias para penetrar en el círculo secreto, sino previamente investigar y confirmar algunas de mis presunciones sobre la organización: si sin enterar a nadie sobre la situación del tipógrafo éste era localizado, mi teoría se confirmaba en sus peores extremos y yo debía multiplicar mis precauciones. Pero, por otro lado, esa espera me resultaba peligrosa y aumentaba mi ansiedad, por el temor de no llegar a tiempo.
En tanto mantenía la desdichada espera, verificaba la marcha de su transformación en el examen de sus rasgos y maneras. De noche, sobre todo, después que la puerta de abajo era cerrada y, en consecuencia, que no existía peligro de la llegada a la pensión del temido y ansiado mensajero (por nada del mundo la secta debía encontrarme con el tipógrafo), yo entraba en su cuarto y trataba de mantener conversación o, al menos, intentaba hacerle compañía escuchando radio con él. Iglesias, como dije, se fue volviendo cada día más silencioso y resultaba casi visible el aumento de su desconfianza y la aparición de ese rencor helado que caracteriza a los miembros de la casta. También vigilaba los síntomas puramente físicos, y al darle la mano verificaba si ya su piel había comenzado a segregar ese casi imperceptible sudor frío que es uno de los atributos que revelan su parentesco con los sapos y, en general, con los saurios y animales semejantes.
Entraba, pues, luego de golpear en su puerta y de oír su Entre prendiendo la luz con la llave que estaba al lado de la jamba izquierda de la puerta. Iglesias, sentado en un rincón, al lado de la radio, cada día más serio y concentrado, me miraba, tal como hacen los ciegos, con expresión vacía y abstracta, rasgo que, según mi experiencia, es el primero que adquieren en su lenta metamorfosis. Los anteojos negros, que estaban únicamente destinados a ocultar sus cuencas quemadas, hacían más impresionante su expresión. Bien sabía yo que detrás de aquellos cristales negros no había nada, pero precisamente era esa NADA lo que en definitiva más me imponía. Y sentía que otros ojos, ojos colocados detrás de su frente, ojos invisibles pero crecientemente implacables y astutos, quedaban fijos sobre mi persona, escrutándome hasta el fondo.
Nunca pronunció una palabra desagradable: por el contrario, había acentuado esa cortesía que es frecuente en los naturales de ciertas regiones de España, esa cortesía distante que hace parecer señores a simples campesinos de las ásperas mesetas de Castilla. Pero a medida que fueron transcurriendo los días, en aquella repetida y silenciosa escena en que nos contemplábamos como dos estatuas egipcias, sedentes y frígidas, yo sentía cómo el resentimiento de Iglesias iba adueñándose de cada uno de los rincones de su espíritu.
Fumábamos en silencio. Y de pronto, para romper el intolerable silencio, yo decía cualquier cosa que en otro tiempo podía haber tenido interés para el tipógrafo.
—La FORA ha declarado una huelga de estibadores.
Iglesias murmuraba un monosílabo, chupaba severamente su cigarrillo negro y luego pensaba para sí: Te conozco, canalla.
Cuando la situación se hacía insostenible me retiraba. De todos modos, y con toda la incomodidad que esos encuentros tenían, yo lograba mi propósito de vigilar su transformación.
Y al salir a la calle realizaba una ronda nocturna: un poco como si estuviera tomando fresco, como si caminara sin ganas, silbando; pero, en realidad, observando cualquier indicio de la presencia del enemigo.
Pero durante los dos días que siguieron a la aparición del ciego rubio y alto no advertí nada que pudiera tener significado.
XVI
Al segundo día, en efecto, al entrar en la pensión para mi visita nocturna, advertí un nuevo e inquietante signo.
Antes de ir al cuarto de Iglesias yo hacía una visita a la señora Etchepareborda, para escarbar un poco. Esa noche, como de costumbre, me invitó a sentarme y a tomar el café que preparaba para mí. Por aquel entonces pensé que la dueña de la pensión imaginaba que en realidad yo iba a su casa por verla a ella, y que la ceguera de Iglesias era un pretexto. Y, como se dice en la jerga correspondiente, yo alentaba sus ilusiones: un día le ponderaba el vestido, otro me extasiaba ante algún nuevo objeto cromado, otro pedía que me hablara del pensamiento vivo del señor Etchepareborda.
Aquella noche, mientras ella preparaba el famoso café, hice mis preguntas habituales. Y ella, como de costumbre, me respondió que nadie se había interesado por la suerte del tipógrafo.
—Parece mentira, señor Vidal. Si es como para perder la fe en la humanidad.
—Nunca hay que perder las esperanzas —respondí, con una de las frases ilustres del señor Etchepareborda. "Hay que tener Fe en el País", "Así es la Vida", "Hay que confiar en las Reservas de la Nación". Frases que mostraban la jerarquía del extinto segundo jefe de expedición en Los Gobelinos y que, ahora muerto, conmovían a su esposa.
—Eso es lo que siempre repetía mi difunto marido —comentó mientras me alcanzaba la azucarera.
Luego se refirió al costo de la vida. La culpa de todo la tenía el canalla de Perón. Nunca le había gustado ese hombre, ¿y sabía yo por qué? Por la forma de frotarse las manos y sonreír: parecía un cura. Y a ella nunca le habían gustado los curas, aunque respetaba a todas las religiones, eso sí (con su difunto marido formaban parte de las Escuelas del Hermano Basilio). Finalmente habló del escándalo que significaba el nuevo aumento de la electricidad.
—Esa gente hace lo que quiere —expresó— Por ejemplo, hoy, ¿no viene un hombre de la CADE y se pone a revisar toda la casa para ver si teníamos bien los aparatos, las planchas, los calefones y todo eso? Yo me pregunto, señor Vidal, si hay derecho a que a uno le revisen la casa.
Del mismo modo que los caballos se detienen bruscamente y se encabritan ante un objeto sospechoso que han advertido en el suelo, levantando la cabeza y poniendo tiesas y vibrantes las orejas, así yo fui sacudido por sus palabras.
—¿Un empleado de la CADE? —pregunté, casi saltando de mi asiento.
—Sí, de la CADE —respondió con sorpresa.
—¿A qué hora?
Hizo memoria y dijo:
—A eso de las tres de la tarde.
—¿Un hombre gordo? ¿Un individuo con traje clarito?
—Sí, gordo sí... —respondió cada vez más perpleja, mirándome como si estuviera enfermo.
—Pero ¿tenía traje clarito o no? —insistí con aspereza.
—Sí... un traje clarito... sí, sería de poplín, de esos que se llevan ahora, uno de esos trajes livianos.
Me observaba con tanto asombro que debía dar alguna explicación razonable: de otro modo quién sabe si mi actitud no resultaba sospechosa hasta para aquella infeliz. Pero ¿qué explicación darle? Traté de inventar algo creíble: hablé de una deuda que aquel individuo tenía conmigo, farfullé una serie de palabras apresuradas, porque comprendí que no había ninguna posibilidad de decir nada que explicara mi alarma. Y mi alarma provenía de que aquella tarde, a las tres, me había llamado la atención un personaje gordo, vestido de poplín claro, con una valijita en la mano, que rondaba en torno del número 57 de la calle Paso. Que aquel individuo me hubiese parecido sospechoso y que ahora, de acuerdo con las palabras de la dueña de la pensión, confirmase mi intuición al contarme que había revisado la pensión, era suficiente para ponerme frenético.
Más tarde, revisando los episodios vinculados a mi investigación, pensé que mi atolondramiento y mi actitud con respecto al hombre de la CADE y mis palabras de presunta explicación a la mujer de la pensión fueron temerarias.
Habrían bastado para despertar sus sospechas, de haber tenido cierta inteligencia.
Pero no iba a ser por aquella grieta que habría de resquebrajarse el trabajoso edificio. Esa noche mi cabeza era un tumulto: sentía que el momento decisivo se aproximaba. Al otro día, como de costumbre, pero ahora con mayor nerviosidad, me instalé desde temprano en mi observatorio. Tomé mi café con leche y desplegué el diario, pero en realidad no quitaba los ojos del número 57. Tenía ya una notable habilidad para este doble juego. Y mientras Juanito me decía no sé qué cosa sobre la huelga de los metalúrgicos, observé, con casi insoportable emoción, que el hombre de la CADE reaparecía en la calle Paso, con la misma valijita y el mismo traje claro del día anterior; pero esta vez acompañado por un señor menudo y bajito de cara muy semejante a la de Pierre Fresnay. Venían conversando entre sí y cuando el gordo le musitaba algo cerca del oído, para lo que debía inclinarse, el otro asentía con la cabeza. Al llegar al número 57, el chiquito entró en la casa de departamentos y el hombre de la CADE se alejó hacia la calle Mitre y finalmente se quedó, esperando, en la esquina: sacó un atado de cigarrillos y se puso a fumar.
¿Bajaría Iglesias con el otro?
No me pareció probable, porque no era hombre de aceptar así como así una propuesta o una invitación.
Traté de imaginarme la escena allá arriba: ¿qué le diría a Iglesias? ¿Cómo se presentaría? Lo más probable era que el individuo se presentase como miembro de la Biblioteca o del Coro o de cualquiera de esas instituciones: se había enterado de su desgracia, ellos tenían organizada la ayuda, etcétera. Pero, como digo, me pareció difícil que Iglesias accediese a seguirlo en esta primera oportunidad: se había vuelto demasiado desconfiado y, por lo demás, se había acentuado su orgullo, que ya antes de su ceguera era, como en tantos españoles, marcadísimo.
Cuando el emisario bajó solo y fue a reunirse con el hombre de la CADE, sentí con satisfacción que mis suposiciones habían sido correctas, lo que me revelaba que tenía una idea exacta de la marcha de los acontecimientos.
El hombre de la CADE parecio escuchar con mucho interés el informe del peticito y luego, conversando animadamente, se fueron hacia el lado de la avenida Pueyrredón.
Corrí para arriba: era imprescindible averiguar algo cuanto antes, sin despertar, empero, las sospechas de Iglesias.
La viuda me recibió con muestras de entusiasmo:
—¡Por fin vinieron de esa sociedad! —exclamó, tomándome la mano derecha con las dos suyas.
Traté de calmarla.
—Y sobre todo, señora —le dije—, ni una palabra a Iglesias. No se le vaya a escapar que he sido yo quien interesó a esa gente.
Me aseguró que recordaba muy bien mis recomendaciones.
—Perfecto —comenté—. ¿Y qué ha resuelto Iglesias?
—Le han ofrecido trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—No lo sé. No me ha dicho nada.
—Y él, ¿qué ha respondido?
—Que lo iba a pensar.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta esta tarde, porque esta tarde va a volver el señor. Lo quiere presentar.
—¿Presentarlo? ¿Dónde?
—No lo sé, señor Vidal.
Me declaré satisfecho con el interrogatorio y me despedí.
Ya al salir, pregunté:
—Me olvidaba: ¿A qué hora volverá ese señor?
—A las tres.
—Perfecto.
Las cosas empezaban a andar sobre rieles.
XVII
Como en otras ocasiones, la nerviosidad me produjo un urgente deseo de ir al baño. Entré en la Antigua Perla del Once y me dirigí al excusado. Es curioso que en este país el único lugar donde se habla de Damas y Caballeros sea el lugar donde invariablemente dejan de serlo. A veces pienso que es una de las tantas formas del irónico descreimiento argentino. Mientras me acomodaba en el infecto cuartucho, confirmando mi vieja teoría de que el cuarto de baño es el único sitio filosófico que va quedando en estado puro, empecé a descifrar las enmarañadas inscripciones. Sobre el inevitable y básico VIVA PERÓN alguien había tachado violentamente la palabra VIVA y la había reemplazado por MUERA, palabra que a su turno había sido tachada y reemplazada por un nuevo VIVA, nieto del primigenio, y así alternativamente, en forma de pagoda, o más bien de un temblequeante edificio en construcción. A izquierda y derecha, arriba y abajo, con flechas indicadoras y signos de admiración o dibujos alusivos, aquella expresión original aparecía exornada, enriquecida y comentada (como por una raza de violentos y pornográficos exégetas) con comentarios diversos sobre la madre de Perón, sobre las características sociales y anatómicas de Eva Duarte; sobre lo que haría el comentarista desconocido y defecante si tuviera la dicha de encontrarse con ella en una cama, en un sillón o hasta en el propio baño de la Antigua Perla del Once. Frases y expresiones de deseos que a su vez eran tachados parcial o totalmente, obliterados, tergiversados o enriquecidos por la inclusión de un adverbio perverso o celebratorio, incrementados o atenuados por la intervención de un adjetivo; con lápices y tizas de diversos colores; con dibujos ilustrativos que parecían haber sido ejecutados por un profesor Testut borracho y baboso. Y en diferentes lugares libres, abajo o al costado, a veces (como en el caso de los avisos importantes de los diarios) con marcos orlados, con diversos tipos de letra (ansioso o lánguido, esperanzado o cínico, empecinado o frívolo, caligráfico o grotesco), pedidos y ofrecimientos de teléfonos para hombres que tuvieran tales y cuales atributos, que estuvieran dispuestos a realizar tales o cuales combinaciones o hazañas, artificios o fantasías, atrocidades masoquistas o sádicas. Ofrecimientos y pedidos que a su vez eran modificados por comentarios irónicos o insultantes, agresivos o humorísticos de terceras personas que por algún motivo no estaban dispuestas a intervenir en la combinación precisa, pero que, en algún sentido (y sus comentarios así lo probaban) también deseaban participar, y participaban, de aquella magia lasciva y alucinante. Y en medio de aquel caos, con flechas indicadoras, la respuesta anhelante y esperanzada de alguien que indicaba cómo y cuándo esperaría al Príncipe Cacográfico y Anal, a veces con una acotación tierna y al parecer inadecuada para aquel noticioso de excusado: ESTARÉ CON UNA FLOR EN LA MANO.
"El reverso del mundo", pensé.
Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza.
"El amor y los excrementos", pensé.
Y mientras me abrochaba, también pensé: "Damas y Caballeros".
XVIII
A las dos de la tarde estaba yo instalado en el café, por las dudas. Pero hasta las tres no apareció el hombrecito que se parecía a Pierre Fresnay. Caminaba ahora sin ninguna vacilación. Cuando llegó cerca de la casa levantó la mirada para verificar la numeración (porque venía caminando con la cabeza gacha, como si mascullara algo para sus adentros) y entró en el número 57.
Esperé su salida con los nervios tensos: se acercaba la parte más riesgosa de mi aventura, pues aunque por un momento pensé en la posibilidad más trivial de que lo llevaran a alguna de las sociedades mutuales o de beneficencia, mi intuición me dijo en seguida que no sería de ningún modo así: ya harían eso más adelante. El primer paso debía de consistir en algo mucho menos inocente, conduciéndolo ante alguno de los ciegos de cierta importancia, acaso uno de los vínculos con los jerarcas. ¿En qué me basaba para inclinarme por esta suposición? Pensaba que antes de largar un nuevo ciego a la circulación, por decirlo de este modo, los jerarcas querían conocer a fondo sus caracteristicas, sus condiciones y sus tareas, su grado de perspicacia o su tontería: un buen jefe de espionaje no da una misión a uno de sus agentes sin un previo examen de sus virtudes y defectos. Y es obvio que no exige las mismas condiciones recorrer los subterráneos para recoger tributos que vigilar junto a un lugar tan importante como el Centro Naval (tal como ese ciego alto de sombrero orión, de unos sesenta años, que permanece eternamente silencioso con sus lápices en la mano y que da toda la impresión de ser un caballero inglés venido a menos por un espantoso azar de la fortuna). Hay, como ya lo he dicho, ciegos y ciegos. Y si bien todos ellos tienen un esencial atributo común, que les confiere ese mínimo de peculiaridades raciales, no debemos simplificar el problema hasta el punto de creer que todos son igualmente sutiles y perspicaces. Hay ciegos que sólo sirven para trabajo de choque; hay entre ellos el equivalente de los estibadores o de los gendarmes; y hay los Kierkegaards y los Prousts. Por lo demás, no se puede saber cómo ha de resultar un humano que entre en la secta sagrada por enfermedad o accidente, pues como en la guerra, se producen increíbles sorpresas; y así como nadie hubiera podido prever que de aquel tímido empleaducho de un banco en Boston iba a salir un héroe de Guadalcanal, tampoco se puede predecir de qué sorprendente manera puede la ceguera elevar la jerarquía de un portero o de un tipógrafo: se dice que uno de los cuatro jerarcas que manejan mundialmente la secta (y que habitan en alguna parte de los Pirineos, en una de las grutas a enorme profundidad que, finalizando en un desastre mortal, un grupo de espeleólogos intentó explorar en 1950) no era ciego de nacimiento y que, y eso es lo más asombroso, en su vida anterior había sido un simple jockey que corría en el hipódromo de Milán, lugar donde perdió la vista en una rodada. Esta es una información de enésima mano, como es de suponer, y aunque creo muy poco probable que un hombre que no sea ciego de nacimiento pertenezca a la jerarquía, repito la historia sólo para mostrar hasta qué punto puede creerse que una persona es susceptible de agrandarse por la pérdida de la vista. El sistema de promoción es tan esotérico, que creo por demás dudoso que nadie pueda conocer jamás la identidad de los Tetrarcas. Lo que pasa es que en el mundo de los ciegos se murmura y se propalan informaciones que no siempre son verdaderas: en parte, acaso, porque conservan esa propensión a la maledicencia y al chismorreo que es propia de los seres humanos incrementada en su raza en proporciones patológicas; en parte, y ésta es una hipótesis mía, porque los jerarcas utilizan las falsas informaciones como uno de los medios para mantener el misterio y el equívoco, dos armas poderosas en cualquier organización de ese género. Pero, sea como fuere, para que una noticia sea verosímil tiene que ser al menos posible en principio, y esto basta para probar, como en el presunto caso del ex jockey, hasta qué punto la ceguera puede multiplicar la personalidad de un individuo corriente.
Volviendo a nuestro problema, imaginé que Iglesias no sería conducido en aquella primera salida a una de las sociedades exotéricas, esas instituciones donde los ciegos utilizan a pobres diablos videntes o a señoras de buen corazón y cerebro de mosca, echando mano de los peores y más baratos recursos de la demagogia sentimental. Intuí, por lo tanto, que aquella primera salida de Iglesias podía introducirme de un solo golpe en uno de los reductos secretos, con todos los peligros que eso implicaba, es cierto, pero, asimismo, con todas sus formidables posibilidades. De modo que esa tarde, cuando me senté en el café, había tomado ya todas las medidas que me parecieron inteligentes para el caso de un viaje de tal naturaleza. Se me podrá decir que es fácil tomar determinaciones razonables para un viaje a las sierras de Córdoba, pero no se ve cómo, a menos de estar loco, se pueden tomar medidas razonables para la exploración del universo de los ciegos. Bien: la verdad es que esas famosas medidas fueron dos o tres relativamente lógicas: una linterna eléctrica, algún alimento concentrado y dos o tres cosas similares. Decidí que, tal como lo hacen los nadadores de fondo, lo mejor era llevar, como alimento concentrado, chocolate.
Con mi linterna de bolsillo, mi chocolate y un bastón blanco que a último momento se me ocurrió que podía serme útil (como el uniforme del enemigo para una patrulla), esperé, con los nervios en el último grado de tensión, la salida de Iglesias con el hombrecito. Quedaba, es cierto, la posibilidad de que el tipógrafo, en su calidad de español, se negara a acompañar al hombrecillo y decidiera permanecer orgullosamente solitario; en ese caso todo el edificio que había yo erigido se vendría abajo como un castillo de barajas; y mi equipo de chocolate, linterna y bastón blanco quedaría automáticamente convertido en un grotesco equipo para loco.
¡Pero Iglesias bajó!
El señor bajito venía conversándole con entusiasmo, y el tipógrafo lo escuchaba con su dignidad de hidalgo miserable que no se ha rebajado ni se rebajará jamás. Se movía con torpeza, y el bastón blanco que el otro le había traído era todavía manejado con timidez, manteniéndolo de pronto en el aire, durante varios pasos, como quien lleva un termo.
¡Cuánto le faltaba aún para completar su aprendizaje! Esta comprobación me renovó los ánimos y salí detrás de ellos con bastante aplomo.
En ningún momento el señor bajito dio indicios de sospechar mi persecución y esto también aumentó mi seguridad hasta el punto de despertarme una especie de orgullo porque las cosas estuviesen saliendo tal como las había calculado en tantos años de espera y estudios preliminares. Porque, y no sé si lo dije antes, desde mi frustrada tentativa con el ciego del subterráneo a Palermo, dediqué casi todo el tiempo de mi vida a la observación sistemática y minuciosa de la actividad visible de cuanto ciego encontraba en las calles de Buenos Aires; en ese lapso de tres años compré centenares de revistas inútiles; compré y arrojé ballenitas por docenas de docenas; adquirí miles de lápices y libretitas de todo tamaño; asistí a conciertos de ciegos; aprendí el sistema Braille y permanecí días interminables en la biblioteca. Como se comprende, esta actividad ofrecía peligros inmensos, ya que si se sospechaba de mí, todos mis planes se venían abajo, aparte de que mi propia vida corría peligro; pero era inevitable y, hasta cierto punto, paradójicamente, la única oportunidad de salvación frente a esos mismos peligros: más o menos como el aprendizaje que, con peligro de muerte, hacen los soldados que son entrenados para buscaminas, que en el momento culminante de su entrenamiento deben enfrentarse con los mismos peligros que precisamente están destinados a evitar.
No tan disparatado, sin embargo, como para haber enfrentado esos riesgos sin recaudos elementales: cambiaba mi ropa, usaba bigotes o barbas postizos, me ponía anteojos oscuros, cambiaba mi voz.
Así investigué muchas cosas en estos tres años. Y gracias a esa árida labor preliminar me fue posible penetrar en el dominio secreto.
Y así terminé...
Porque en estos días que preceden a mi muerte no tengo ya dudas de que mi destino estaba decidido, acaso desde los comienzos mismos de mi investigación, desde aquel día aciago en que vigilé al ciego del subterráneo a lo largo de varios viajes entre Plaza Mayo y Palermo. Y a veces pienso que cuando más astuto me creí y cuando más fatuamente celebré lo que yo imaginaba mi suprema habilidad, más era vigilado y más iba en busca de mi propia perdición. Hasta el punto de que he llegado a sospechar de la propia viuda de Etchepareborda. ¡Qué tenebrosamente cómica se me aparece ahora la idea de que toda aquella mise-en-scène con bibelots y bambis gigantescos, con fotos trucadas de matrimonio pequeñoburgués en vacaciones, con apacibles cartelitos provenzales; que todo aquello, en fin, que en mi arrogancia me permitía sonreírme para mis adentros, no haya sido más que eso: más que una burda, una tenebrosamente cómica mise-en-scène!
Con todo, éstas no son más que suposiciones, aunque sean prácticamente suposiciones. Y me he propuesto hablar de HECHOS. Volvamos, pues, a los acontecimientos tal como pasaron.
En los días que precedieron a la salida de Iglesias yo había estudiado, como en una partida de ajedrez, todas las variantes que podía asumir esa salida, ya que debía estar preparado para cada una de ellas. Por ejemplo, podía suceder muy bien que esa gente viniese a buscarlo en un taxi o en un coche particular. Como yo no iba a perder la más brillante oportunidad de mi vida por olvido de una combinación tan groseramente previsible, mantuve estacionada en la cercanía una rural que me facilitó R., uno de mis socios en la falsificación de billetes. Pero cuando aquel día vi llegar de a pie al emisario parecido a Pierre Fresnay, comprendí que mi precaución era inútil. Quedaba, claro, la variante de tomar luego un taxi con Iglesias, y aunque hoy en día en Buenos Aires es tan difícil conseguir un taxi como un mamut, estuve atento a esa posibilidad cuando lo vi bajar. Pero no permanecieron en la puerta, en la actitud de quien espera el paso de uno; por el contrario, y sin siquiera echar un vistazo a derecha e izquierda, el hombrecito llevó del brazo al tipógrafo hacia el lado de Bartolomé Mitre: era ya evidente que irían adonde fuese con los medios comunes de transporte.
Quedaba, es cierto, la variante de que el otro, el gordo de la CADE, los estuviese esperando en algún lugar con un coche, pero no me pareció lógico, pues no veía ningún motivo para que no esperase allí mismo en la calle Paso. Por otro lado se me ocurría bastante adecuado el transporte en un ómnibus o colectivo, pues, probablemente, no quieran dar al nuevo ciego la sensación inmediata de que son una secta todopoderosa: la humildad de procedimientos, hasta la pobreza de recursos, son un arma eficaz en medio de una sociedad atroz y egoísta pero propensa al sentimentalismo. Aunque el "pero" debería ser reemplazado por la simple conjunción "y".
Los seguí a una distancia prudencial.
Al llegar a la esquina doblaron hacia la izquierda y siguieron hacia Pueyrredón. Allí se detuvieron frente a uno de los postes indicadores de transporte. Había una cola de unas cuantas personas, hombres y mujeres; pero, a iniciativa de un señor con portafolio y anteojos, de aspecto honorable, pero que intuí era un implacable sinvergüenza, todos dieron preferencia al "cieguito".
Y así se rehízo la fila detrás de nuestros dos hombres.
En el poste había marcados tres números, y eran para mí la clave inicial de un gran enigma: ya no eran los números de ómnibus que iban a Retiro y a la Facultad de Derecho, al Hospital de Clínicas o a Belgrano, sino a las puertas de lo Desconocido.
Subieron al ómnibus que va a Belgrano y yo detrás de ellos, después de hacer pasar ante mí a un par de personas que debían servirme de aisladores.
Cuando el ómnibus llegó a Cabildo, me empecé a preguntar en qué parte de Belgrano bajarían. El ómnibus siguió sin que el hombrecito diera señales de preocupación. Hasta que al llegar a Virrey del Pino empezó a pedir paso y se acomodaron al lado de la puerta de bajada. Descendieron en la calle Sucre. Por Sucre siguieron hasta Obligado y por esta calle, derecho hacia el norte, hasta Juramento, por ella hasta Cuba, por Cuba nuevamente hacia el norte; al llegar a Monroe volvieron a Obligado y, por esta calle, volvieron a la placita por la que habían pasado antes, esa placita que está en Echeverría y Obligado.
Era evidente: se trataba de despistar. Pero ¿a quién? ¿A mí? ¿A cualquier individuo que, como yo, anduviese en la pista? Esa hipótesis no era descartable, pues, como es natural, no he sido yo el primero que ha intentado penetrar en el mundo secreto. Es probable que a lo largo de la historia humana haya habido muchos y, en cualquier caso, sospecho de dos: uno, Strindberg, que pagó con la locura; y el otro, Rimbaud, a quien se empezó a perseguir ya antes del viaje al Africa, tal como se entrevé en una carta que el poeta mandó a su hermana y que Jacques Rivière interpreta erróneamente.
También cabía la suposición de que se tratara de despistar a Iglesias, teniendo presente el finísimo sentido de orientación que adquiere el hombre desde el momento en que pierde la vista. Pero ¿para qué?
Sea como fuere, después de aquel recorrido iterativo volvieron a la placita donde está la iglesia de la Inmaculada Concepción. Por un instante creí que entrarían en ella, y vertiginosamente pensé en criptas y en algún secreto pacto entre las dos organizaciones. Pero no: se dirigieron hacia ese curioso rincón de Buenos Aires, formado por una fila de viejas casas de dos pisos, tangentes al círculo de la iglesia.
Entraron por una de las puertas que da a los pisos altos y comenzaron a subir la sórdida y vieja escalera de madera.
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