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    El Cartonero Cultural
Nuestro semiólogo desocupado, ex profesor de la Universidad de Salamanca y actualmente chofer de taxi, todas las tardecitas revisa las bolsas de basura de Buenos Aires y rescata la cultura de libros y escritores que, de no ser por él, seguirían el infausto destino del relleno sanitario. Y el chabón también nos pasa datos de conferencias y ofertas de libros baratos, con la esperanza de que nos desasnemos un poquito. ¡Gracias, maestro!



XXIX

Volví, pues, al taller. Ahora que lo había decidido, me empujaba una especie de desaforada ansiedad. Apenas llegué, le pedí que me hablara de la ciega. Pero Domínguez estaba borracho y empezó a insultarme, como era peculiar en él cuando perdía el control. Encorvado, torvo, enorme, con el alcohol se convertía en un terrible monstruo.

Al otro día pintaba apaciblemente, con aquel aire bovino.

Le pregunté sobre la ciega, le dije que tenía curiosidad por observarla, pero sin que ella se enterase. Volvía, pues, a la investigación, pero mucho antes de lo previsto, ya que, de todos modos, una distancia de quince mil kilómetros equivale a un par de años. Esto es lo que tontamente pensé en aquellos momentos. Inútil aclarar que nada dije a Domínguez de estas reflexiones secretas. Aduje simple curiosidad, curiosidad morbosa.

Me dijo que podía instalarme arriba y escuchar y mirar todo lo que se me antojase. Supongo que conocerán la estructura de los talleres de pintor: una especie de galpón, bastante alto, en cuya parte inferior el artista tiene el caballete, los armarios de pintura, algún camastro para la modelo, mesas y sillas para estar o comer, etcétera; y a un costado, a unos dos metros de altura, un entarimado con la cama para dormir. Aquél sería mi observatorio: ni construido a propósito podía ser más adecuado para mi tarea.

Entusiasmado con la perspectiva, conversé con Domínguez de viejos amigos, a la espera de la ciega. Recordamos a Matta, que estaba en Nueva York, a Esteban Francés, a Bretón, a Tristan Tzara, a Péret. ¿Qué hacía Marcelle Ferry?(*) Hasta que los golpes en la puerta anunciaron la llegada de la modelo. Corrí al entarimado, donde Domínguez tenía su cama, revuelta y sucia como siempre. Desde mi puesto, en silencio, me dispuse a presenciar cosas singulares, pues ya Domínguez me había previsto que a veces "no tenía más remedio" que hacerle el amor, tan libidinosa era la ciega.

Un estremecimiento helado erizó mi piel apenas vi la mujer en el vano de la puerta. ¡Dios mío, nunca pude habituarme a ver sin estremecimiento la aparición de un ciego!

Era de mediana estatura, más bien menuda, pero en sus movimientos se revelaba una especie de gata en celo. Su cuerpo era atrayente, mórbido, pero sobre todo eran sus movimientos felinos lo que atraía.

Domínguez pintaba y ella hablaba pestes de su marido, lo que no me pareció de particular interés hasta el momento en que comprendí que su marido era también ciego: ¡una de las grietas que siempre buscaba! Una nación enemiga ofrece vista de lejos un aspecto duro y sin fisuras, un bloque compacto donde nos parece que jamás podemos penetrar. Pero allá dentro hay odios, hay resentimientos, hay deseos de venganza; de otro modo el espionaje sería casi imposible y el colaboracionismo en los países ocupados casi impracticable.

Naturalmente, no me precipité con alegría sobre aquella grieta. Antes era necesario averiguar:

a)  Si realmente aquella mujer ignoraba mi existencia y mi presencia;

b)  Si realmente odiaba a su marido (podía ser una treta para pescar espías);

c)  Si realmente su marido era también ciego.

El tumulto que en mi cabeza se produjo con la revelación de aquel odio se mezcló al que en mis sentidos se desencadenó con la escena que se produjo más tarde. Perverso y sádico como era, Domínguez le hacía mil porquerías a aquella mujer, aprovechando su ceguera, de modo que ella lo buscaba, tanteando. Hasta me hizo gestos Domínguez para que colaborara, pero como yo necesitaba cuidar aquella oportunidad como un tesoro, no iba a desperdiciarla por una mera satisfacción sexual. Siguió la comedia que luego fue degenerando en sombría y casi aterradora lucha sexual entre dos endemoniados que gritaban, mordían y arañaban.

No, no me cabía duda de que ella era auténtica. Hecho importante para la investigación ulterior. Y aunque sé que una mujer es capaz de mentir fríamente hasta en los momentos más apasionados, me sentía inclinado a pensar que también era auténtica en sus referencias al ciego. Pero había que asegurarse.

Cuando aquella gente se fue calmando, en medio del caos del taller (porque no sólo gritaban y aullaban: también Domínguez se hacía perseguir, a tumbos, por la ciega, incitándola con insultos, con referencias descomunales), quedaron un largo tiempo sin hablar. Luego ella se vistió y dijo "Hasta mañana", como una oficinista que se retira. Domínguez ni siquiera contestó, permaneciendo desnudo y amodorrado en el camastro. Yo, un poco grotescamente, seguía en mi observatorio. Por fin me decidí a bajar.

Le pregunté si era cierto que el marido fuese ciego, si él lo había visto alguna vez. Y si también era cierto que ella lo odiase de la manera que parecía odiarlo.

Domínguez, como toda respuesta, me explicó que una de las torturas que aquella mujer había ideado era llevarle sus amantes a la pieza donde vivía con el individuo y acostarse delante de él. Como yo no entendiera la posibilidad, me explicó que la combinación era posible porque el tipo no sólo era ciego sino paralítico. Desde una silla de ruedas asistía a la tortura organizada por ella.

—¿Pero, cómo? —interrogué— ¿No se mueve al menos con la silla? ¿No los persigue por la pieza?

Domínguez, bostezando con su boca de rinoceronte hizo un gesto negativo. No: el ciego era totalmente paralítico, y todas sus posibilidades se reducían a mover un poco un par de dedos de la mano derecha y a farfullar quejidos. Cuando la escena llegaba a sus momentos culminantes, el ciego, enloquecido, lograba mover algunas falanges y revolver una lengua pastosa para emitir algunos grititos.

¿Por qué lo odiaba tanto? Domínguez no lo sabía.

(*) Recuerdo perfectamente que no le pregunté entonces por Víctor Brauner: ¡el Destino nos ciega!


XXX

Pero volvamos a la modelo. Todavía ahora me estremece recordar aquella fugaz relación con la ciega, pues nunca estuve más cerca del abismo que en ese momento. ¡Cuánta reserva de imprevisión y de estupidez había aún en mi espíritu! Pensar que yo me consideraba como un lince, que creía no dar un paso sin examinar previamente el terreno, que me consideraba un razonador potente y casi infalible. Pobre de mí.

No me fue difícil entrar en relaciones con la ciega. (Como quien dijera, pedazo de idiota, "no me fue difícil lograr que me estafaran".) La encontré en el taller de Domínguez, salimos juntos, conversamos del tiempo, de la Argentina, de Domínguez. Ella ignoraba, claro, que yo los había presenciado desde el observatorio, el día anterior. Me dijo:

—Es un gran tipo. Lo quiero como a un hermano.

Lo que me probó dos cosas: primera, que ignoraba mi presencia en el observatorio; y segunda, que era una mentirosa. Conclusión ésta que me alertaba sobre sus futuras confesiones: todo debía ser examinado y expurgado. Había de pasar un tiempo, corto en dimensión pero considerable en cuanto a calidad, para comenzar a sospechar que la primera conclusión era dudosa. ¿Por intuición de ella, por ese sexto sentido que les permite adivinar la presencia de alguien? ¿Por complicidad con Domínguez? Ya lo diré. Déjenme seguir ahora con la historia de los hechos.

Soy tan despiadado conmigo mismo como con el resto de la humanidad. Todavía hoy me pregunto si únicamente mi obsesión por la Secta me llevó a aquella aventura con Louise. Me pregunto, por ejemplo, si hubiera llegado a acostarme con una ciega horrible. ¡Eso habría sido auténtico espíritu científico! Como el de esos astrónomos que, tiritando de frío bajo las cúpulas, pasan largas noches de invierno tomando nota de las posiciones estelares, acostados sobre camillas de madera. Ya que se dormirían si fuesen confortables, y el objeto que ellos persiguen no es el sueño sino la verdad. Mientras que yo, imperfecto y lúbrico, me dejé arrastrar a situaciones donde el peligro me acechaba a cada instante, desatendiendo los grandes y trascendentes objetivos que durante años tenía señalados.

Me es imposible, sin embargo, discernir lo que entonces hubo de genuino espíritu de investigación y de complacencia morbosa. Porque también me digo que aquella complacencia era igualmente útil para ahondar en el misterio de la Secta. Ya que si ella domina el mundo mediante las fuerzas de las tinieblas, ¿qué mejor que hundirse en las atrocidades de la carne y del espíritu para estudiar los límites, los contornos, los alcances de esas fuerzas? No estoy diciendo algo de lo que en este momento esté absolutamente seguro, estoy reflexionando conmigo mismo y tratando de saber, sin complacencia para mis debilidades, hasta qué punto en aquellos días cedí a esas debilidades, y hasta qué punto tuve la intrepidez y el coraje de acercarme y hasta hundirme en la fosa de la verdad.

No vale la pena que dé detalles del asqueroso comercio que tuve con la ciega, ya que no agregarán nada importante al Informe que quiero dejar a los futuros investigadores. Informe que deseo tenga con ese género de descripciones la misma relación que una geografía sociológica del Africa Central con la descripción de un acto de canibalismo. Sólo diré que en el caso de vivir cinco mil años, me sería imposible olvidar hasta mi muerte aquellas siestas de verano: con aquella hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna. Mientras el otro en su silla de paralítico, impotente y patético, agitaba aquellos dos dedos de la mano derecha y con su lengua de trapo farfullaba vaya a saber qué blasfemias, qué turbias (e inútiles) amenazas. Hasta que aquel vampiro, después de chupar toda mi sangre, me abandonaba convertido en un molusco asqueroso y amorfo.

Dejemos, pues, ese aspecto de la cuestión y examinemos los hechos que interesan para el Informe, los atisbos que pude echar al universo prohibido.

Mi primera tarea era, evidentemente, averiguar la naturaleza y la profundidad del aborrecimiento de la ciega por su marido, ya que esa grieta, como dije, era una de las posibilidades que yo siempre había buscado. De más está aclarar que esa indagación no la realicé preguntándole directamente a Louise, ya que semejante interrogatorio habría suscitado la atención y la sospecha; fue el producto de largas conversaciones sobre la vida en general, y el análisis posterior, en el silencio de mi cuarto, de sus respuestas, de sus comentarios y de sus silencios o reticencias. De ese modo inferí, con bases que juzgué sólidas, que el individuo aquel era realmente su marido y que el encono era tan profundo como verdaderamente lo manifestaba aquella perversa idea de cohabitar en su presencia.

Y he dicho "como verdaderamente lo manifestaba" porque, por supuesto, la primera sospecha que me asaltó fue la de una comedia para atraparme, según el esquema:

a)  odio al marido
b)  odio a los ciegos en general
c)  ¡apertura de mi corazón!

Mi experiencia me prevenía contra una trampa tan ingeniosa, y la única forma de asegurarse era investigando la autenticidad de aquel resentimiento. El elemento que consideré más convincente fue su tipo de ceguera: el hombre había perdido la vista de grande, mientras que Louise era ciega de nacimiento; y ya expliqué que hay una implacable execración de los ciegos por los recién venidos.

La historia había sido así: se conocieron en la Biblioteca para Ciegos, se enamoraron, se fueron a vivir juntos; luego empezó una serie de discusiones por los celos de él que culminaron en insultos y peleas.

Según Louise, esos celos eran infundados, pues ella estaba enamorada de Gastón: hombre muy buen mozo y capaz. Pero los celos de él llegaron a ser tan descabellados que un día decidió vengarse atando a la ciega a la cama, trayendo una mujer y haciendo el amor en su presencia. Louise, en medio del tormento, juró vengarse y unos días después, en el momento en que salían juntos de la pieza (vivían en un cuarto piso, y ya se sabe que en esos hoteluchos de París el ascensor sólo se usa para subir), al enfrentar la escalera, ella lo empujó. Gastón cayó a tumbos hasta el piso inferior, y como consecuencia de aquella caída quedó paralítico. Cuando se recuperó, lo único que conservaba intacto era su extraordinario sentido del oído.

Incomunicado hacia fuera, no pudiendo hablar ni escribir, nadie jamás pudo enterarse de la verdad y todos creyeron a Louise la versión de la caída, tan posible en un ciego. Devorado por la impotencia de transmitir la verdad y por la tortura de aquellas escenas que Louise ejecutaba como venganza, Gastón parecía emparedado dentro de un caparazón rígido, mientras un ejército de hormigas carniceras devoraban sus carnes vivas cada vez que la ciega aullaba en la cama con sus amantes.

Confirmada la autenticidad del odio, quise averiguar algo más sobre Gastón, pues una noche, mientras meditaba sobre los hechos del día, me asaltó de pronto una sospecha; ¿y si aquel hombre, antes de enceguecer, había sido uno de los individuos que desde hace miles de años, anónimos y audaces, lúcidos e implacables, intentan penetrar en el mundo prohibido? ¿No era posible que enceguecido por la Secta, como primer paso del castigo, fuese entregado luego a la atroz y perpetua venganza de aquella ciega, luego de haberlo hecho enamorar?

Me imaginé, por un instante, emparedado vivo en aquel caparazón, mi inteligencia intacta, mis deseos acaso exacerbados, mis oídos refinadísimos, oyendo a la mujer que en un tiempo me enloqueció, gemir y aullar con sus sucesivos amantes. Sólo esa gente podía inventar una tortura semejante.

Me levanté, agitado. Esa noche ya no pude dormir, y durante horas di vueltas en mi habitación, fumando y pensando. Era preciso indagar de algún modo esa posibilidad. Pero esa investigación era la más peligrosa que hubiera emprendido con respecto a la Secta. ¡Se trataba de ver hasta qué punto aquel mártir era mi propia figuración!

Cuando amaneció, mi cabeza daba vueltas. Me bañé para dar un poco más de nitidez a mis imaginaciones. Me dije, más tranquilo: si aquel individuo está siendo castigado por la Secta, ¿con qué motivo la ciega me había dado aquella información que podía despertar en mí, precisamente, ese género de sospechas? ¿Por qué me había explicado que ella lo castigaba? Podía y debía haber ocultado ese hecho, de querer hacerme caer en una trampa. Yo, por mi lado, nunca podría averiguarlo sin su ayuda, pues sólo gracias a su información yo sabía que aquel individuo oía y sufría. Más, todavía: si el propósito de la Secta era cazarme en la trampa de la ciega, ¿qué necesidad había de mostrarme al ciego en aquella situación equívoca y en todo caso sospechosa para mí? Por lo demás, pensé, también Domínguez se acostaba con aquella mujer en las mismas condiciones, y eso lo revelaba como algo ajeno a mi propia investigación. Me tranquilicé, pero decidí extremar mi cautela.

Ese mismo día puse en práctica un recurso que ya tenía pensado pero que hasta ese momento no lo había utilizado: escuchar a través de la puerta. Si aquel aborrecimiento era auténtico, era probable que en momentos de soledad ella le gritase también insultos.

Subí hasta el quinto piso con el ascensor y luego bajé con cuidado hasta el cuarto, dejando pasar cinco minutos en cada escalón. Así logré acercarme a la pieza y poner mi oído contra la puerta. Oí las voces de la conversación entre Louise y un hombre. Me llamó la atención porque, aunque una hora más tarde, ella me esperaba. ¿Sería capaz de tener otro hombre hasta casi el momento mismo de mi llegada? Quedaba el recurso de esperar.

Caminé suavemente por el pasillo y en un rincón esperé, pensando: si alguien viene o pasa por aquí, caminaré más hacia abajo y no podrá sospecharse nada. Por suerte, a aquella hora el movimiento era nulo y pude así esperar hasta la hora convenida con Louise sin que aquel individuo saliese de la pieza. Pensé entonces que cualquier otro amigo o conocido había estado conversando con la ciega a la espera de mi llegada. Sea como fuere, era la hora convenida. Así que me acerqué y golpeé. Me abrió y entré en la habitación.

¡Casi me desmayo!

En la habitación no había nadie. Fuera, claro está, de la ciega y del paralítico en su silla.

Vertiginosamente me imaginé la siniestra comedia: un ciego presuntamente paralítico y mudo, colocado por la Secta como marido de la otra canalla, para que yo cayese en la trampa del famoso odio, de la famosa grieta y de la inevitable confesión.

Salí corriendo, pues mi mente, lúcida y exacta como pocas veces, me recordaba que, astutamente, no había dado mi dirección a nadie, ni el propio Domínguez la conocía; y que, paralítico o no, la ceguera de aquel bufón tenebroso le impediría perseguirme escaleras abajo.

Atravesé como una exhalación el boulevard y entré al Jardín de Luxemburgo, y siempre corriendo salí por el otro extremo. Allí tomé un taxi y sin pérdida de tiempo pensé en ir hasta mi hotel a buscar mi valija para fugarme de París. Pero mientras pensaba a empellones, en el viaje, se me ocurrió que si bien yo no había confiado mi domicilio a nadie era muy probable (qué digo: seguro) que la Secta me hubiese seguido hasta allá, previendo precisamente cualquier fuga precipitada. ¿Qué diablos importaba mi valija? Mi pasaporte y mi dinero los llevaba siempre conmigo. Más aún: sin saber lo que podía sucederme exactamente, mi larga experiencia en aquella investigación me había hecho tomar una medida que ahora juzgaba genial: tener el pasaporte visado por dos o tres países. Porque, piénsese que apenas producido el episodio de la calle Gay Lussac, la Secta destacaría en el acto una guardia en el consulado argentino para seguir mi pista. Una vez más me poseyó, en medio de mi agitación, una notable sensación de fuerza proveniente de mi previsión y de mi talento.

Fui a los Grands Boulevards y le indiqué al chofer que me llevara a una agencia cualquiera de viajes. Saqué pasaje para el primer avión. También pensé en la vigilancia hacia el aeródromo; pero me pareció que la Secta se iba a despistar esperándome primero en el consulado.

Así salí para Roma.


XXXI

¡Cuántas estupideces cometemos con aire de riguroso razonamiento! Claro, razonamos bien, razonamos magníficamente sobre las premisas A, B y C. Sólo que no habíamos tenido en cuenta la premisa D. Y la E, y la F. Y todo el abecedario latino más el ruso. Mecanismo en virtud del cual esos astutos inquisidores del psicoanálisis se quedan muy tranquilos después de haber sacado conclusiones correctísimas de bases esqueléticas.

¡Cuántas amargas reflexiones me hice en aquel viaje a Roma! Traté de ordenar mis ideas, mis teorías, los hechos que había vivido. Ya que sólo es posible acertar con el porvenir si tratamos de descubrir las leyes del pasado.

¡Cuántas fallas en ese pasado! ¡Cuántas inadvertencias! ¡Cuántas ingenuidades, todavía! En aquel momento advertí el papel equívoco de Domínguez, recordando lo de Víctor Brauner. Ahora, años después, confirmo mi hipótesis: Domínguez empujado al manicomio y al suicidio.

Sí, en el viaje recordé el extraño suceso de Víctor Brauner y también recordé que al encontrarme con Domínguez le pregunté por todos; por Bretón, por Péret, por Esteban Francés, por Matta, por Marcelle Ferry. Menos por Víctor Brauner. ¡Significativo "olvido"!

Relato, por si no lo conocen, el episodio. Este pintor tenía la obsesión de la ceguera y en varios cuadros pintó retratos de hombres con un ojo pinchado o saltado. E incluso un autorretrato en que uno de sus ojos aparecía vaciado. Ahora bien: un poco antes de la guerra, en una orgía en el taller de uno de los pintores del grupo surrealista, Domínguez, borracho, arroja un vaso contra alguien; éste se aparta y el vaso arranca un ojo de Víctor Brauner.

Vean ustedes ahora si se puede hablar de casualidad, si la casualidad tiene el menor sentido entre los seres humanos. Los hombres, por el contrario, se mueven como sonámbulos hacia fines que muchas veces intuyen oscuramente, pero a los que son atraídos como la mariposa hacia la llama. Así Brauner fue hacia el vaso de Domínguez y su ceguera; y así yo fui hacia Domínguez en 1953, sin saber que nuevamente iba en demanda de mi destino. De todas las personas que yo hubiera podido ver en aquel verano de 1953, sólo se me ocurrió acudir al hombre que en cierto modo estaba al servicio de la Secta. Lo demás es obvio: el cuadro que llamó mi atención y mi miedo, la ciega modelo (modelo para esa única ocasión), la farsa de aquella cohabitación con Domínguez, mi estúpida vigilancia desde el observatorio, mi contacto con la ciega, la comedia del paralítico, etcétera.

Aviso a los ingenuos:

¡NO HAY CASUALIDADES!

Y, sobre todo, aviso para los que después de mí y leyendo este Informe decidan emprender la búsqueda y llegar un poco más lejos que yo. Tan desdichado precursor como Maupassant (que lo pagó con la locura), como Rimbaud (que no obstante su fuga al Africa, terminó también con el delirio y la gangrena) y como tantos otros anónimos héroes que no conocemos y que han de haber concluido sus días, sin que nadie lo sepa, entre las paredes del manicomio, en la tortura de las policías políticas, asfixiados en pozos ciegos, tragados por ciénagas, comidos por las hormigas carniceras en el Africa, devorados por los tiburones, castrados y vendidos a sultanes de Oriente, o, como yo mismo, destinados a la muerte por el fuego.

De Roma hui al Egipto, desde allí viajé en barco hasta la India. Como si el Destino me precediera y esperara, en Bomhay me encontré de pronto en un prostíbulo de ciegas. Aterrado, hui hacia la China y desde allí pasé a San Francisco.

Permanecí quieto varios meses en la pensión de una italiana llamada Giovanna. Hasta que decidí volver a la Argentina, cuando me pareció que no sucedía nada sospechoso.

Una vez aquí, ya aleccionado, me mantuve a la expectativa, esperando adherirme a un allegado o conocido que encegueciera por algún accidente.

Ya saben lo que sucedió después: el tipógrafo Celestino Iglesias, la espera, el accidente, nuevamente la espera, el departamento de Belgrano y finalmente la pieza hermética donde creí que encontraría mi destino definitivo.


XXXII

No sé si como consecuencia del cansancio, la tensión de la espera durante tantas horas o el aire impuro, lo cierto es que empezó a dominarme una modorra creciente y por fin caí, o ahora me parece haber caído, en un entresueño turbio y agitado: pesadillas que no terminan nunca de configurarse, mezcladas o alimentadas de recuerdos semejantes a la historia del ascensor, o la de Louise.

Recuerdo que en cierto momento creí que me asfixiaba y, desesperado, me levanté, corrí hasta las puertas y me puse a golpearlas con furia. Luego me quité el saco y más tarde la camisa, porque todo me pesaba y me ahogaba.

Hasta ahí recuerdo todo con nitidez.

No sé, en cambio, si fue a raíz de mis golpes y de mis gritos que abrieron la puerta y apareció la Ciega.

La veo aún, recortada sobre el vano de la puerta, en medio de una luminosidad que me pareció algo fosforescente: hierática. Había en ella majestad, y emanaba de su actitud y sobre todo de su rostro una invencible fascinación. Como si en el vano de la puerta hubiera, enhiesta y silenciosa, una serpiente con sus ojos clavados en mí.

Hice un esfuerzo para romper el hechizo que me paralizaba: tenía el propósito (seguramente desatinado, pero casi lógico si se tiene en cuenta mi falta de esperanza en cualquier otra cosa) de lanzarme contra ella, derribarla si era preciso y correr buscando una salida hacia la calle. Pero la verdad es que apenas podía mantenerme en pie: un sopor, un gran cansancio se fue apoderando de mis músculos, un cansancio enfermizo como el que se siente en los grandes accesos de fiebre. Y, en efecto, mis sienes me latían con creciente intensidad, hasta que en un momento dado pareció que mi cabeza iba a estallar como un gasómetro.

Un resto de conciencia me decía, no obstante, que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo.

Junté con tensa voluntad todas las fuerzas de que disponía y me precipité sobre la Ciega. La aparté con violencia y me lancé a la otra habitación.


XXXIII

Tropezando en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en otra habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación, mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió.

Recuerdo que en medio de mi caos pensé: "estoy perdido". Y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en un laberíntica construcción de donde jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. "No debo perder mi lucidez", pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fui hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable.

Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz de mi encendedor era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente.

Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en un escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterráneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.


XXXIV

A medida que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de los canales subterráneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas habría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser no sólo fatal sino indeciblemente asqueroso.

Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.

Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.

¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir malas palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amadas románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la innumerable Basura de Buenos Aires.

Y todo marchaba hacia la Nada del océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de su verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.

¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Basura y de los Malos Pensamientos!

Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzando en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender.

Llegué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir por ahí, dada su estrechez y, sobre todo, su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de ese modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desembocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada.

Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalerilla de piedra o cemento. Era sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros.

Animado por la perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, para mi gran sorpresa, descendente.

Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar, cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneos donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera o de otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se abría a su término.


XXXV

A medida que fui internándome, aquel pasadizo se iba convirtiendo en una galería semejante a la de una mina carbonífera.

Empecé a sentir un frío húmedo y entonces advertí que hacía rato estaba caminado sobre un suelo mojado, a causa, seguramente, de los hilillos de agua que silenciosamente descendían por los muros cada vez más irregulares y agrietados; pues ya no eran las paredes de cemento de un pasadizo construido por ingenieros sino, al parecer, los muros de una galería excavada en la tierra misma, por debajo de la ciudad de Buenos Aires.

El aire se volvía más y más enrarecido, o acaso era una impresión subjetiva debida a la oscuridad y al encierro de aquel túnel, que parecía ser interminable.

Noté, asimismo, que el piso no era ya horizontal sino que iba paulatinamente descendiendo, aunque sin ninguna regularidad, como si la galería hubiese sido excavada siguiendo las facilidades del terreno. En otras palabras, ya no era algo planeado y construido por ingenieros con la ayuda de máquinas adecuadas; más bien se tenía la impresión de estar en una sórdida galería subterránea cavada por hombres o animales prehistóricos, aprovechando o quizá ensanchando grietas naturales y cauces de arroyos subterráneos. Y así lo confirmaba el agua cada vez más abundante y molesta. Por momentos se chapoteaba en el barro, hasta que se salía a partes más duras y rocosas. Por los muros el agua se filtraba con mayor intensidad. La galería se agrandaba, hasta que de pronto observé que desembocaba en una cavidad que debía ser inmensa, porque mis pasos resonaban como si yo estuviera bajo una bóveda gigantesca. Lamentablemente, no me era posible vislumbrar siquiera sus límites a la escasísima luz que me daba mi encendedor. También noté una bruma formada no por vapor de agua sino tal vez, como me lo parecía revelar un intenso olor, producido por la combustión espontánea y lenta de alguna leña o madera podrida.

Yo me había detenido, creo que intimidado por la indistinta y monstruosa gruta o bóveda. Bajo mis pies sentía el piso cubierto de agua, pero esa agua no estaba estancada sino que corría en una dirección que yo imaginé conduciría a alguno de esos lagos subterráneos que exploraran los espeléologos.

La soledad absoluta, la imposibilidad de distinguir los límites de la caverna en que me hallaba y la extensión de aquellas aguas que se me ocurría inmensa, el vapor o humo que me mareaba, todo aquello aumentaba mi ansiedad hasta un límite intolerable. Me creí solo en el mundo y atravesó mi espíritu, como un relámpago, la idea de que había descendido hasta sus orígenes. Me sentí grandioso e insignificante.

Temí que aquellos vapores terminaran por emborracharme y hacerme caer en el agua, muriendo ahogado en momentos en que estaba a punto de descubrir el misterio central de la existencia.

A partir de ese instante ya no sé discernir entre lo que sucedió y lo que soñé o me hicieron soñar, hasta el punto que de nada estoy ya seguro; ni siquiera de lo que creo que pasó en los años y hasta en los días precedentes. Y hasta dudaría hoy del episodio Iglesias si no me constase que perdió la vista en un accidente al que yo asistí. Pero todo lo demás, desde ese accidente, lo recuerdo con lucidez febril, como si se tratara de una larga y horrenda pesadilla: la pensión de la calle Paso, la señora Etchepareborda, el hombre de la CADE, el emisario parecido a Pierre Fresnay, la entrada en la casa de Belgrano, la Ciega, el encierro a la espera del veredicto.

Mi cabeza comenzaba a enturbiarse y ante la certeza de que tarde o temprano caería sin conocimiento tuve sin embargo el tino de retroceder hacia un lugar en que el nivel del agua era menos alto, y allí, ya sin fuerzas, me derrumbé.

Sentí entonces, supongo que en sueños, el rumor del arroyo Las Mojarras al golpear sobre las toscas, en la desembocadura del río Arrecifes, en la estancia de Capitán Olmos. Yo estaba de espaldas sobre el pasto, en un atardecer de verano, mientras oía a lo lejos, como si estuviera a una distancia remotísíma, la voz de mi madre que, como ésa era su costumbre, canturreaba algo mientras se bañaba en el arroyo. Ese canto que ahora oía parecía ser alegre, al comienzo, pero luego se fue haciendo para mí cada vez más angustioso: deseaba entenderlo y a pesar de mis esfuerzos no lo lograba, y así mi angustia se hacía más insufrible por la idea de que las palabras eran decisivas: cosa de vida o muerte. Me desperté gritando: "¡No puedo entender! ¡No puedo entender!".

Como suele sucedernos al despertar de una pesadilla, intenté hacer conciencia del lugar en que estaba y de mi real situación. Muchas veces, ya de grande, me sucedió que creía despertar en el cuarto de mi infancia, allá en Capitán Olmos, y tardaba largos y espantosos minutos en ir reconstruyendo la realidad, el verdadero cuarto en que estaba, la verdadera época: a manotones de alguien que se ahoga, de alguien que teme ser arrastrado de nuevo por el rio violento y tenebroso del que a duras penas ha comenzado a salvarse agarrándose a los bordes de la realidad.

Y en aquel instante, cuando la zozobra de aquel canto o gemido había llegado a su punto más angustioso, volvía a sentir esa extraña sensación e intenté asirme desesperadamente a los bordes de la verdadera circunstancia en que despertaba. Sólo que ahora la realidad era todavía peor, como si estuviera despertando a una pesadilla al revés. Y mis gritos, devueltos en apagados ecos en la gigantesca bóveda de la gruta, me llamaron a la verdad. En medio del silencio hueco y tenebroso (mi encendedor había desaparecido en el agua, al caerme) se repetían hasta apagarse en la lejanía y en la oscuridad las palabras de mi despertar.

Cuando el último eco de mis gritos murió en el silencio, quedé anonadado por largo tiempo: recién entonces parecía tener plena conciencia de mi soledad y de las poderosas tinieblas que me rodeaban. Hasta ese momento, o, mejor dicho, hasta el momento que precedió al sueño de la infancia, yo había estado viviendo en el vértigo de mi investigación y sentía como si hubiera sido arrastrado en medio de una loca inconsciencia; y los temores y hasta el espanto sentidos hasta ese instante no habían sido capaces de dominarme; todo mi ser parecía lanzado en una demencial carrera hacia el abismo, que nada podía detener.

Sólo en ese momento, sentado sobre el barro, en el centro de una cavidad subterránea cuyos límites ni siquiera podría sospechar, sumergido en la tiniebla, empecé a tener clara conciencia de mi absoluta y cruel soledad.

Como si aquello perteneciera a una ilusión, recordaba ahora el tumulto de arriba, del otro mundo, el Buenos Aires caótico de frenéticos muñecos con cuerda: todo se me ocurría una infantil fantasmagoría, sin peso ni realidad. La realidad era esta otra. Y solo, en aquel vértice del universo, como ya expliqué, me sentía grandioso e insignificante. Ignoro el tiempo que transcurrió en aquella especie de estupor.

Pero el silencio no era un silencio liso y abstracto, sino que poco a poco fue adquiriendo esa complejidad que adquiere cuando se lo vive un tiempo largo y anhelante. Y entonces se advierte que está poblado de pequeñas irregularidades, de sonidos al principio imperceptibles, de apagados rumores, de misteriosos crujidos. Y así como mirando pacientemente las manchas de una pared húmeda empiezan a vislumbrarse los contornos de rostros, de animales, de monstruos mitológicos; así, en el gran silencio de aquella caverna, el oído atento iba descubriendo estructuras y dibujando figuras que adquirían poco a poco un sentido: el característico rumor de una cascada lejana; las apagadas voces de hombres cautelosos; el cuchicheo de seres acaso muy próximos; enigmáticos y entrecortados rezos; chillidos de aves nocturnas. Infinidad de rumores e indicios, en fin, que engendraban nuevos pavores o desatinadas esperanzas. Porque, así como en las manchas de humedad Leonardo no inventaba rostros y seres monstruosos sino que los descubría en esos laberínticos reductos, así tampoco debe creerse que mi imaginación ansiosa y mi pavor me hacían oír rumores significativos de apagadas voces, de ruegos, de aleteo o chillido de grandes pájaros. No, mi ansiedad, mi imaginación, mi largo y pavoroso aprendizaje sobre la Secta, el afinamiento de mis sentidos y mi inteligencia durante largos años de búsqueda, me permitían descubrir voces y estructuras malignas que para un hombre corriente habrían pasado inadvertidas. Ya en mi primera infancia tuve las primeras prefiguraciones de aquel mundo perverso en mis pesadillas y alucinaciones. Todo lo que luego hice o vi en mi vida estuvo de una manera o de otra vinculado a aquella trama secreta, y hechos que para la gente común no significaban nada, saltaban a mi vista con sus contornos exactos, del mismo modo que en esos dibujos infantiles donde debe encontrarse un dragón disimulado entre árboles y arroyuelos. Y así, mientras los otros muchachos pasaban de largo, aburridos, obligados por los profesores, por las páginas de Homero, yo, que había pinchado ojos de pájaros, sentí mi primer estremecimiento cuando aquel hombre describe, con aterradora fuerza y precisión casi mecánica, con perversidad de conocedor y vengativo sadismo, el momento en que Ulises y sus compañeros hienden y hacen hervir el gran ojo del Cíclope con un palo ardiente. ¿No era Homero ciego? Y otro día, abriendo al azar el gran volumen de mitología de mi madre leí: "Y yo, Tiresias, como castigo por haber visto y deseado a Atenas mientras se bañaba, fui enceguecido; pero apiadada la Diosa me concedió el don de comprender el lenguaje de los pájaros proféticos; y por eso te digo que tú, Edipo, aunque no lo sabes eres el hombre que mató a su padre y desposó a la madre, y por eso has de ser castigado". Y como nunca creí en la casualidad, ni aun de niño, aquel juego, aquello que creí hacer por juego, me pareció un presagio. Y ya nunca pude apartar de mi mente el fin de Edipo, pinchándose los ojos con un alfiler después de oír aquellas palabras de Tiresias y de asistir al ahorcamiento de su madre. Como tampoco ya pude apartar de mi espíritu la convicción, cada vez más fuerte y fundada, de que los ciegos manejaban el mundo: mediante las pesadillas y las alucinaciones, las pestes y las brujas, los adivinos y los pájaros, las serpientes, y en general, todos los monstruos de las tinieblas y de las cavernas. Así fui advirtiendo detrás de las apariencias el mundo abominable. Y así fui preparando mis sentidos, exacerbándolos por la pasión y la ansiedad, por la espera y el temor, para ver finalmente las grandes fuerzas de las tinieblas como los místicos alcanzan a ver al dios de la luz y de la bondad. Y yo, místico de la Basura y del Infierno, puedo y debo decir: ¡CREED EN MÍ!

Así, pues, en aquella vasta caverna, entreveía por fin los suburbios del mundo prohibido, mundo al que, fuera de los ciegos, pocos mortales deben de haber tenido acceso, y cuyo descubrimiento se paga con terribles castigos y cuyo testimonio nunca hasta hoy ha llegado inequívocamente a manos de los hombres que allá arriba siguen viviendo su candoroso sueño; desdeñándolo o encogiéndose de hombros ante los signos que deberían despertarlos: algún sueño, alguna fugaz visión, el relato de algún niño o un loco. Y leyendo como simple pasatiempo los relatos truncados de algunos de los que acaso llegaron a penetrar en el mundo prohibido, escritores que terminaron también como locos o como suicidas (como Artaud, como Lautréamont, como Rimbaud) y que, por lo tanto, sólo merecieron la condescendiente mezcla de admiración y desdén que las personas grandes sienten por los niños.

Sentía, pues, a seres invisibles que se movían en las tinieblas, manadas de grandes reptiles, serpientes amontonadas en el barro como gusanos en el cuerpo podrido de un gigantesco animal muerto; enormes murciélagos, especie de pterodáctilos, cuyas grandes alas ahora oía batir sordamente y que, en ocasiones, me rozaban con asquerosa levedad el cuerpo y hasta la cara; y hombres que habían dejado de ser propiamente humanos, ya sea por el contacto perpetuo con aquellos monstruos subterráneos, ya por la misma necesidad de moverse sobre terrenos pantanosos; de manera que más bien se arrastran en medio del barro y de la basura que en aquellos antros se acumulan. Detalles que aunque no pueda decir que los haya verificado con mis ojos (dada la oscuridad que domina) los he presentido por mil indicios que nunca nos dejan equivocar: un jadeo, una manera de gruñir, una forma de chapotear.

Durante mucho tiempo permanecí quieto, presintiendo aquella existencia asquerosa y apagada.

Cuando me incorporé, sentí como si las circunvoluciones de mi cerebro estuvieran rellenas de tierra y enredadas en telarañas.

Durante un largo tiempo permanecí de pie, tambaleante, sin saber qué decisión tomar. Hasta que por fin comprendí que debía marchar hacia la región en que parecía advertir cierta tenue luminosidad. Entonces comprendí hasta qué punto las palabras luz y esperanza deben de estar vinculadas en la lengua del hombre primitivo.

El suelo por el que realicé aquella marcha era irregular: por momentos el agua me llegaba hasta las rodillas y en otros apenas empapaba el suelo, que me parecía idéntico al fondo de las lagunas pampeanas de mi infancia: limoso y elástico. Cuando el nivel del agua aumentaba, torcía mi marcha hacia el lado en que disminuía, para volver a seguir la dirección que me conducía hacia aquella remota luminiscencia.


XXXVI

Mientras fui avanzando, aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en que creí haber estado era un gigantesco anfiteatro que se levantaba sobre una planicie bañada por una luminiscencia entre rojiza y violácea de un astro muchísimo más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que estaba cercano a su fin. Uno de esos astros que, con los últimos restos de su energía, bañan frígidos y abandonados planetas, con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran sala silenciosa, produce una chimenea cuyos leños se han casi consumido y en la que escasamente perduran brasas casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor que, en el silencio de la noche, nos sume en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y países remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte, hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar a la deriva en una balsa sobre aguas apenas vivientes.

¡Comarca de melancolía!

Abrumado por la desolación y el silencio, quedé largo tiempo inmóvil.

Hacia el poniente, sobre el crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes de desgarrados algodones empapados en sangre, se recortaban unas torres derruidas por los milenios y acaso por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre continente. Esqueletos de altas hayas, cuyas siluetas cenicientas contrastaban sobre los rojos violáceos de las nubes, hacían suponer que todo habría comenzado o terminado por un incendio planetario.

Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su ombligo brillaba un faro fosforescente que parecía parpadear, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.

Tuve la certeza que allí acabaría mi largo peregrinaje y que, tal vez, en aquel aciago reducto encontraría por fin el sentido de mi existencia.

Hacia el septentrión, el páramo terminaba en una cordillera lunar, como la esquina dorsal de un monstruoso dragón. Hacia el borde meridional, en cambio, sobresalían cráteres apagados, que probablemente eran los restos de volcanes que en otro tiempo calcinaron esa comarca con sus torrentes de lava.

El Ojo Fosforescente parecía llamarme y de pronto sentí que estaba destinado a marchar hacia la gran estatua.

Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía, y tuve la sensación de que se hubiese encogido y endurecido. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oía en aquel imperio, y una melancolía se levantaba como una bruma en el fúnebre territorio.

Volví a contemplar las torres, preguntándome sobre su misión, antes del cataclismo. ¿Podrían haber sido el reducto de feroces y misántropos gigantes?

Durante un tiempo que me es imposible computar, porque el astro permanecía fijo en el firmamento, marché hacia ellas, y cuanto más me acercaba mayor era su majestad y su misterio. Las conté: eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de una enorme ciudad. Estaban construidas en piedra negra, destacándose más así sobre aquel firmamento desgarrado por las deshilachadas nubes rojizas.

En el centro de aquel colosal polígono distinguía ya con nitidez la estatua de la Gran Deidad, terrible y nocturna, con poder sobre la vida y la muerte. Las torres hacían guardia en torno de ella. Estaba hecha con piedra ocre, su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en brillante basalto.

Sus manos y sus pies terminaban en garras. No tenía rostro. La fosforescencia del Ojo se debía, tal vez, al reflejo de un fuego interior, porque ya era intenso, ya vacilaba o disminuía.

La gran planicie que la rodeaba mostraba restos calcinados, como un estático museo del horror: ídolos de ojos amarillos en mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idolatría con indescifrables inscripciones.

Era una comarca donde sólo parecía celebrarse una sola ceremonia de la muerte. Me sentí de pronto tan desamparado que grité. Y mi grito se perdió en aquel silencio absoluto.

Proseguí mi marcha, porque el Ojo me llamaba inequívocamente, hasta llegar a la muralla poligonal donde guardaba a la Deidad. Calculé que tenían la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran muchísimo más altas.

YO SABÍA que debía haber una entrada para que yo pudiese pasar, y quizá sólo para eso. En ese momento mi espíritu estaba dominado por la certeza de que todo aquello (las torres, la desolada comarca, muralla, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que únicamente por eso no se había derrumbado ya hacia la nada. De modo que una vez que yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un milenario simulacro.

Después de marchar durante agotadoras jornadas di finalmente con la puerta.

En ella se iniciaba una escalinata de piedra que seguramente conducía al Ojo. Miles de escalones habría de subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme, pero el fanatismo y la desesperación me poseían y así inicié el ascenso.

Durante un tiempo que no podía precisarse, porque el astro permanecía siempre en el mismo lugar, mis pies destrozados y mi corazón midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio. Nadie me ayudaba con sus plegarias, ni siquiera con su odio: era una lucha que yo solo debía librar. Muchas veces desfallecí y hasta perdí el conocimiento, pero al despertar reemprendía el ascenso. El Ojo aumentaba su tamaño y eso me daba ánimos y a la vez pavor.

Y cuando por fin llegué ante El, caí de rodillas, y permanecí de ese modo largo rato.

Hasta que una Voz que salía o parecía salir de aquel Ojo, dijo estas palabras: "Ahora entra. Este es tu comienzo y tu fin".

Me incorporé y, ya enceguecido por el resplandor, entré.

El fulgor intenso pero equívoco, como es característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo túnel de carne, en que me fue preciso trepar reptando sobre mi vientre. Tuve la impresión de que aquel fulgor provenía de lo alto, que adivinaba como una gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, semejante al que en las noches de los trópicos, navegando en el mar de los Sargazos, había entrevisto mirando hacia las profundidades oceánicas; combustión fluorescente que en el silencio de esas fosas alumbra regiones pobladas de monstruos, que no salen a la superficie sino en ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos que tienen la fatalidad de pasar en sus cercanías; sucediendo que esos hombres enloquecen y se arrojan al agua, de modo que esos barcos, abandonados a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegando durante décadas a la deriva, fantasmas, llevados y traídos al azar por las corrientes marinas y por los vientos, hasta que las lluvias, los tifones, el sol de los trópicos y el tiempo pudren y desgarran sus cascos y sus mástiles, para concluir carcomidos por la sal y por el yodo, por los hongos y los peces, desapareciendo finalmente en las profundidades.

Algo me sucedió a medida que ascendía en aquel resbaladizo y sofocante túnel de carne: mi cuerpo se iba convirtiendo en pez, mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas, mi piel se cubría de escamas.

El resplandor que provenía de lo alto se hacía más y más intenso. Y en el silencio creía oír nuevamente aquel quejido o llamado, algo que me recordaba, como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar.

Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible mover las aletas: eran las contracciones de aquella carne que me apretaban las que me succionaban hacia lo alto. En aquel último tramo de mi ascenso pasaron ante mí rostros que parecían contemplarme, escenas de infancia, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras incomprensibles, mujeres que me mostraban su sexo abierto con sus manos, cuervos merodeando sobre caballos muertos en la pampa, un molino de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en tachos de basura, pájaros vengativos que se lanzaban sobre mis ojos con sus picos.

Hasta que entré en la caverna, hundiéndome en un líquido caliente y gelatinoso.

Entonces perdí el conocimiento.


XXXVII

Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza me pesaba corno si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterráneos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación de que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso de que mi cuerpo no hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella asombrosa región.

Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba a oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados y mi instinto que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome.

Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé cómo explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años.

Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debería llamar negra —la que debe de existir en el infierno—, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había atraído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza.

Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi cómo se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas.

Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaicos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales.

Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne, que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entré nuevamente en aquella cueva. Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas.

Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desencadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia.

El Universo entero se derrumbó sobre nosotros.


XXXVIII

Nada puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.

Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitación, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables.

¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso, ¡y sobre todo!, la tenebrosa jornada final.

También sé que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mí mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio.

La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿cómo nadie puede escapar a su propia fatalidad?

Aquí termino, pues, mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo.

Son las doce de la noche. Voy hacia allá.

Sé que ella estará esperándome.

F I N

[1] [2] [3] [4]

Ernesto Sabato nació en Rojas, provincia de Buenos Aires, Argentina, en 1911; hizo un doctorado en Física en la Universidad de La Plata; trabajó en el laboratorio Curie, en París, y abandonó la ciencia en 1945 para dedicarse por completo a la literatura.
Sus novelas son tres: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abbadón el exterminador (1974). Sus ensayos más conocidos son Uno y el Universo, Hombres y engranajes, El escritor y sus fantasmas, Apologías y rechazosy La resistencia.
En 1983 fue elegido presidente de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, y luego de una larga y ardua labor, que puso a prueba su temple y capacidad de trabajo, redactó el informe Nunca más, insoslayable y tremenda colección de los testimonios recogidos por él y sus colaboradores, durante meses, sobre las torturas y desapariciones de personas por obra de las fuerzas armadas de la Argentina, que se hicieron con la suma del poder público en el país en el período 1976-1982.
En 1998 Sabato publicó un libro de memorias, Antes del fin.
Para satisfacción de quienes admiramos su inmenso talento y sus claras posiciones intelectuales, don Ernesto vive, como siempre, en su vieja casa de Santos Lugares, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires.


Sabato en Saladillo
Sabato en Saladillo en el año 2002, con familiares del soldado
conscripto Luis Daniel García, desaparecido en 1976.






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