Secciones
Portada

Bienvenida

El Loco de las paredes

El Cartonero Cultural

Weboróscopo

Internet Gratarola

Adriana Herald (Miami)

La Síntesis (Saladillo)

Sir Archibald

Don Quijote y The Beatles

Reportajes impresionantes

La Profe

Rock - MP3

Augusto y el UOL DT

Mail del mes

Nuestros lectores

Stuff
In Memoriam

Sombras Chinescas

Las estampitas de Osvaldo

Sponsors
    La última novela de Sir Archibald
LA KERMESE, a tono con los tiempos que corren, publica su primer e-Book, o libro electrónico, en el formato de novela por entregas: NESTOR Y EL ALBATROS.
 

—3—

El Vagón

Se metió en el vagón. Buscó la valija de madera, la abrió y bebió un largo trago de ginebra del pico de la botella.

La noche era calurosa y despejada.

Acomodó un poco la bolsa con las latas, y se recostó en el asiento 43, pasillo. Hoy la cosecha había sido buena, por suerte parece que la gente cada vez toma más bebidas en lata, y se dijo que sería bueno que el calor continuara por tiempo indefinido. Si no se enfermaba, este ritmo de quince a veinte pesos por día le permitiría ahorrar para cuando el clima estuviera muy malo o para cuando se sintiera enfermo.

Entonces se tumbaría en un rincón de ese vagón abandonado, dejando que pasaran las horas, con la tranquilidad de saber que al día siguiente podría comprar algo de comida. Y de bebida.

Había destripado varios asientos, y con un poco de ingenio armó una cama bastante decente. “Todavía no es hora de acostarme”, se sonrió de su humor de vagabundo. La iluminación era sólo natural, no quería arriesgarse a encender luces de ningún tipo en las noches. Un desalojo, en sus actuales condiciones, más que un contratiempo hubiera sido una sentencia.

Por suerte para él, la estación de cargas, que tuvo tanto movimiento en otras épocas, sucesivas recesiones económicas y fallidas privatizaciones la habían convertido en uno de esos pueblos fantasmas como los que se ven en las películas. Y Osvaldo se benefició de la paradoja de que lo que dejó sin trabajo a tantas personas fue lo mismo que a él le dio un departamento en planta baja, con ruedas de acero, un ambiente estrecho pero extenso y setenta y seis asientos separados por un pasillo, con abundante luz natural, un jardín desprolijo y cero pesos de alquiler.

Sólo uno de los vidrios del vagón se había roto, la mayoría estaban astillados pero enteros. De manera que la llegada de los fríos, por ahora algo lejano, no representaba un peligro. Dentro de lo precario de esa existencia que él mismo había elegido, dejando a Laura y al nene, consideraba que gozaba de una libertad afortunada. Y quería seguir así.

El asunto inmediato a resolver era el del caminante misterioso. La primera noche que sintió los arañazos en el techo del vagón los atribuyó a la tormenta, porque desde la tarde que no paraba de llover y el viento era fuerte y arrachado.

Pero anoche, con la naturaleza en calma y el silencio habitual de la estación desierta, se asustó. Alguien caminaba justo encima suyo, se detenía, y volvía a dar unos pasos. Le pareció que usaba botas, o borceguíes, y por momentos arrastraba los pies.

Pero, ¿qué haría un tipo a esa hora y en ese lugar, patrullando el techo de un viejo y destartalado vagón de ferrocarril? ¿Y cómo se habría subido sin que él lo oyera? Maldito si imaginaba una posible explicación.

Se quedó inmóvil, respirando quedo y sudando frío hasta que la caminata cesó, durante un tiempo que le resultó interminable. Los últimos pasos que sintió, de eso estaba bien seguro, fueron muy rápidos: una carrera veloz de punta a punta del vagón, algo inconcebible e inexplicable que lo dejó con los nervios de punta. Y ya no volvió a escuchar nada en toda la noche, en toda la larguísima noche.

La luz de la mañana lo encontró despierto y exhausto. Salió, sacó la tapa de madera del tanque colorado y se lavó la cara con el agua fresca.

El vagón estaba como siempre, solitario como siempre, feo como siempre. Osvaldo estaba distinto. Durante todo el día, y mientras juntaba latas en su bolsa de arpillera, no dejó de pensar en el tema: su hasta ahora resuelto descanso nocturno estaba en entredicho.

Al final se decidió por el vagón, “y que suceda lo que a Dios se le antoje”.

Desde que se había ido a vivir solo, su andar y sus pensamientos estaban a la intemperie, y se entendía a tropezones con la soledad y la incertidumbre. Pero ahora, hundido en el asiento 43, pasillo, estaba conociendo una sensación nueva, para la que no sabía si estaba preparado. La gruesa rama de algarrobo apoyada en el asiento de al lado, espada invencible destinada a combatir al intruso, acentuaba su frágil condición de vagabundo por opción y de pulso tembloroso en un pueblo de la provincia de Buenos Aires.

Igual que anoche, todo era serenidad y calma.

Detrás de los vidrios sucios y astillados, la luna dibujaba volúmenes indescifrables en la estación vacía. Las ranas iniciaron su estridente canto metálico desde el arroyito cercano. Creyó recordar que, mientras el desconocido caminaba la noche anterior sobre el techo de su vagón, las ranas habían enmudecido, y que sólo las volvió a escuchar después de la carrera final que le erizó los pelos de la nuca.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua. Y el miedo comenzó a acelerar los latidos del corazón de Osvaldo Sanjurjo.

--- o0o ---



[Volver al capítulo anterior]               [Ir al capítulo siguiente]

[Volver a la portada de Sir Archibald]


From Nestor and the Albatross by Sir Archibald Morrison, published by Glasgow Press, Inc. Copyright © 2000 by Sir Archibald Morrison. By permission of Sir Archibald Morrison and the Glasgow Literary Agency.

Mensajes a Sir Archibald Morrison: archibald@lakermese.net