"Que a tan doloroso extremo lo conducía." "Que solía conducirlo a extremo tan doloroso." "Que a extremo tan doloroso. . ."
Adán Buenosayres despierta con aquel jirón de frase que lo ha perseguido, como un tábano imbécil, en toda la extensión de su sueño. Y al abrir los ojos ve a su lado la figura de Irma, cuyas manos industriosas van y vienen sobre la bandeja del desayuno.
¿Qué hora es? le pregunta con infinito desaliento.
Las diez y media responde Irma.
"Que a tan doloroso extremo...”
¿Llueve?
Garúa.
"Y le dijo a Irma que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá..." ¡Basta! Se incorpora violentamente, y sus ojos desorientados recorren la habitación desierta. ¿Irma se ha escurrido ya? Tanto mejor.
La primera noción que se le aclara en el entendimiento le trae un gusto de hiel: recuerda que a cierta hora de aquel nuevo día tendrá que cumplir una serie de gestos ineluctables; que su rostro deberá ocupar un sitio en cierta y determinada constelación de rostros; que su voz pertenece a un coro de voces que aguardan la suya para levantarse. Y al reflexionar en ello, tiene conciencia de que no podrá ese día, ya que no halla en su voluntad ni un solo átomo vivo.
Sequedad y amargura en su boca: sí, es claro, la borrachera de ayer. Con la mayor economía de gestos Adán Buenosayres alarga su mano hasta la bandeja, vierte café puro en el tazón cotidiano y lo bebe a grandes sorbos. Delicia. Luego, no sin embutirse antes en su vieja salida de baño, se dirige a la ventana y escudriña el exterior: una luz brumosa, la misma que llena su cuarto, gravita sobre la ciudad, moja los techos, aceita las calles y esfuma los horizontes; diríase que la pulverizada ceniza de un volcán flota en el aire y se asienta blandamente sobre las cosas. Adán estudia las ramas esqueléticas de los paraísos que, faltos ya de sus hojas, aún se aferran con uñas avaras al racimo de oro de las semillas. Imaginación. En una soga de tender, allá enfrente, hay dos sábanas húmedas que chicotean y un calzoncillo gris lleno de viento. Y el viento anda también entre las hojas muertas, llevándose a carradas oro y bronce la rica metalurgia del otoño. ¡Sí, otra metáfora! En la calle, hombres y bestias desafían la bruma y son devorados por ella sin rumor alguno; porque adentro y afuera el silencio se ha extendido como una obra de tapicería. ¡Bien!
Sustrayéndose a su contemplación y al desaforado juego de las imágenes, Adán se dirige a su mesa, carga una pipa de horno ancho y la enciende. Un vellón de humo sube al techo: "¡Gloria al Gran Manitú, porque ha dado a los hombres la delicia del oppavoc!" Luego vuelve a su cama y recobra la horizontal: "Mejor es estar sentado que de pie, acostado que sentado, muerto que acostado." ¡Alegre sentencia!
Restituido a su grata inmovilidad (y la inmovilidad es una virtud de Dios, motor inmóvil), Adán Buenosayres recuerda los episodios de la noche anterior y su conducta personal en cada uno. Se asombra entonces al evocarse a sí mismo en tan extraña multiplicidad de gestos: ¡cuántas posiciones ha tomado y cuántas formas asumido el alma bruja en el espacio de una noche! Y entre tantos disfraces, la cara verdadera de su alma... ¡No! Adán se resiste a entregarse tan pronto al dolor de las ideas: es demasiado acogedora la luz que llena su habitación, y demasiado hermoso el silencio que ha traído la lluvia: el silencio y la luz parecen hermanos en aquella hora de ceniza; y luz y silencio, con su grata hermandad, le hacen posible ahora un comienzo de beatitud. Habiéndose negado él al entendimiento y a la voluntad, le queda sólo el juego de la memoria: cuando lo presente ya nada nos insinúa y lo futuro no tiene color delante de nuestros ojos, ¡bueno es dirigirlos a lo pasado, sí, allá, donde tan fácil es reconstruir las bellas y sepultadas islas del júbilo! Es una serie de Adanes muertos que se levantan de sus tumbas y le dicen ahora: ¿Te acuerdas? La pipa, fumada casi en ayunas, le produce una embriaguez gemela del silencio y la luz ("por eso la hoja seca es sagrada"). Y los Adanes gesticulan, allá en el fondo, y le dicen: ¿Te acuerdas?
...Y hubo cierta edad en que los días empezaban en una canción de tu madre:
Cuatro palomas blancas,
cuatro celestes:
Cuatro coloraditas
me dan la muerte.
Cruzabas por tus días y tus noches como por una serie de habitaciones blancas y negras. El petizo lobuno era un mañero del diablo: se arrancaba freno y bozal en un mojón del palenque, y abría las tranqueras con el hocico. ¡Y el pampa Casiano, que con tanto arte mataba perdices a tiro de rebenque!
O un revuelo de campanas locas te despertó al amanecer: ¡las romerías de Maipú! Era muy temprano aún, pero latía ya en la casa un acelerado pulso de fiesta: los hombres estaban algo duros en sus ropas de domingo; muy excitadas, las tías jóvenes desplegaban telas brillantes, removían frascos de olor, cuchicheaban entre sí o reían de pronto llenas de fuego; renegando en sonoras frases vascuenses, tío Francisco luchaba con una bota que se le resistía. Más tarde, al entrar en la iglesia, el abuelo Sebastián hundió en la pila toda su mano de cíclope; la sacó chorreando, tocaste aquellos dedos nudosos y te persignaste de rodillas. Después los hombres te llevaron al almacén de Olariaga, en cuyo palenque inmenso lucía ya una hilera de vistosos caballos: adentro, junto al mostrador, se cambiaban saludos fuertes y risas como detonaciones, entre un olor de vino priorato, de talabartería y de farmacia. Y la estudiantina española entró de súbito, rascando guitarras y violines: vestían trajes llenos de luces, calzón corto, medias blancas y sombreros con plumas, y los escoltaba un cardumen de chicos alborozados. Pero tus ojos no se demoraban en ello, sino en las tres o cuatro figuras inmóviles que sonreían vaso en mano, detrás del grupo y al margen de la batahola: como el abuelo Sebastián, aquellos paisanos eran, tal vez, del tiempo de Rosas, a juzgar por sus barbas de una blancura de vellón o sus rostros atezados y con más arrugas que un papel antiguo: llevaban todavía chiripá negro, botas de potro y desusadas nazarenas en los talones; y en tu asombro de niño los mirabas como si contemplases el mismo rostro de la aventura, pues no dejabas de vincularlos a los famosos arreos de hacienda rumbo al Chubut, a las travesías legendarias por médanos y tempestades, a toda la gesta del resero antiguo, cuyo elogio habías escuchado tantas veces en cocinas llenas de humo y en boca de forasteros que llegaban y se iban inexplicablemente, como el viento. Más tarde, a mediodía, los asados humeaban, tendidos ya sobre tizones, bajo una lluvia de salmuera. Y luego se armó el bailongo a cielo abierto, hasta que la noche austral cayó sobre músicos y bailarines.
Ahora te ves en el camino de Maipú a Las Armas, trazado en la llanura de horizonte a horizonte. Son los últimos días del verano y los primeros de tu adolescencia; y estás a caballo, detrás de cien novillos rojos, envuelto en la polvareda que levantan cuatrocientas pezuñas. Te han dejado calzar las botas negras que, con el poncho de vicuña y el facón de cabo de plata, constituyen la sola herencia que recibiste del abuelo Sebastián; y el uso de aquellas botas es, a tus ojos, un comienzo de la hombría. Montado en su pangaré memorable, tío Francisco, a tu derecha, mastica el tabaco negro "La Hija del Toro" que nunca faltó en su tabaquera de buche de avestruz; y al mirarlo ahora en calma, vuelve a tu imaginación aquella noche de tempestad en que tío Francisco, ante la tropilla de redomones que se le desbandaba por vez tercera, se tiró de su caballo al suelo, desenvainó su cuchillo, y levantando sus ojos a las alturas desafió al propio Dios, gritándole: "¡Bajá si sos hombre!" Al frente de la tropa van Justino y el pampa Casiano, uno a la derecha y el otro a la izquierda; todos llevan en el interior del chambergo una fresca rama de duraznillo blanco, porque ya es casi mediodía y el sol dispara sus rayos verticales, como un arquero enfurecido. Y es verdad que el sudor cae de tu frente y deja en tus labios un gusto salobre, y que la polvareda enceguece tus ojos y reseca tus narices, y que se aturden tus oídos con el mugir de las bestias y el alalá de los arreadores. Pero tu corazón está repicando como una campanita de fiesta, y no ambicionas otra suerte que la de avanzar por un camino trazado en la llanura de horizonte a horizonte, detrás de cien novillos rojos que arden como brasas a mediodía.
¿Desde cuándo te hablaban así las formas resplandecientes de las criaturas? ¿Desde cuándo te hablaban ellas en aquel idioma que no entendías aún claramente, pero que te adelantaba la certidumbre de lo bello, lo verdadero y lo bueno, y hacía lagrimear tus ojos, y despertaba en tu lengua la dolorosa comezón de responder con el mismo lenguaje? Ciertamente, una mañana, leyendo tu trabajo de colegial, don Bruno había dicho en clase: "Adán Buenosayres es un poeta"; y los chicos te observaron a fondo, como si te desconocieran. Pero, ¿desde cuándo? Señor, un niño que se aparta de los juegos, furtivamente, para tejer en los rincones una urdimbre de palabras musicales: "¡Oh, la rosa, la triste rosa, la descarnada rosa!"
Tienes ahora dieciocho años, allá, en los campos de Santa Marta, y estás junto a Liberato Farías el domador: abajo la tierra es un gran círculo de color de espiga, trazado en torno de tus pies; arriba el cielo muestra su tez de jacinto, cúpula o flor, ¿quién sabe? Liberato ha ceñido ya sus crenchas lacias con un pañuelo de colores, y ahora se ajusta las espuelas, alegre y juicioso como un luchador que se dispone a otro combate. Veinte pasos al frente, mordiendo el freno por vez primera, con el lazo todavía en el cogote y sujetas ya las patas nerviosas con el maneador, el potro negro se revuelve, inquieto y relampagueante como una gota de mercurio: Almirón, el capataz, le agarrota el belfo con la manija de su rebenque; tío Francisco, sin soltar el lazo, estudia con ojo atento las ondulaciones del animal. Y tus miradas elogiosas discurren entre aquellas imágenes, deteniéndose, ya en el domador que a tu lado se calza, rodilla en tierra, ya en el bruto ajustado y tenso como una máquina de furor, ya en el cielo de tez de jacinto, ya en la tierra de color de espiga. Liberato está de pie; y ahora, llevándose a cuestas el envoltorio de su apero, se dirige cachazudamente hacia el grupo que ya le aguarda: no bien llega, clasifica en orden las piezas de su recado; y luego, acercándose al potro, lo recorre con ancha mano desde el pescuezo hasta la cola, semejante al músico que, antes de tocar, acaricia y tantea el cordaje de su guitarra. Las prendas del recado se deslizan ahora sobre el animal: sudaderas, mandil, caronas, bastos, la cincha que se aprieta con uñas y dientes, el cojinillo y el cinchón; mientras el potro, que ha vacilado entre el estupor y la ira, se decide al fin y trata de romper sus ataduras. Concluida la operación, Liberato monta juiciosamente y afirmándose apenas en el estribo se acomoda sobre los cueros; y sólo entonces, con amistoso ademán, ha solicitado a sus padrinos que se retiren y lo dejen a solas con su batalla. Tío Francisco deshace la manea y el lazo; Almirón suelta el belfo del animal; y uno y otro requieren sus caballos, a fin de acompañar al domador según las leyes del apadrinamiento. Sin embargo, el potro no se mueve aún, como si tuviese los remos clavados en la tierra: entonces Liberato le pone su rebenque delante de los ojos, y el animal, encabritándose, mantiene un instante la posición vertical, se sienta de pronto sobre sus cuartos, recobra el equilibrio, gira violentamente hacia la izquierda y luego hacia la derecha, no sabe si huir o revolcarse en el suelo con su jinete y todo, mientras el domador, a bárbaros tirones de rienda, le hace doblar el pescuezo en uno y otro sentido. Al fin, amontañándose todo y puesto el hocico entre las patas delanteras, el animal inicia su corcoveo, luchando por librarse del jinete que se le ciñe con el doble arco de sus piernas. Y fracasado ya todo su juego de violencias y astucias, el potro inicia una carrera loca rumbo al horizonte, asistido por su jinete que le da o le quita rienda. Tus ojos lo acompañaron en aquella fuga, y tus oídos oyeron el redoblar de los cascos en la tierra sonora como un tambor. Y viste luego cómo jinete y caballo regresaban del horizonte, puestos ya en armonía; y cómo el domador, tras apearse y echar abajo los cueros, palmeaba la cabeza del animal, como sellando con él un pacto inquebrantable. Te habías acercado al potro vestido de sudor, y le mirabas los ollares dilatados en ruidoso jadeo, la boca llena de sangre y espuma, los ojos húmedos de gotas calientes que al resbalar fingían el curso humano de las lágrimas. Y cuando acariciaste su belfo dolorido, llegó a tus narices el aliento vegetal del potro: un dulce y puro aliento de inocencia. Después acompañabas a Liberato hasta el aljibe fresco de aguas y musgos: apoyado en el brocal, el domador tenía la placidez juiciosa del combatiente que se ha purificado en otra batalla. Y mientras apuraba él su jarro chorreante, advertiste cómo sus ojos azules, puestos en el cenit, se humedecían de delicia. Entonces te alejaste por una tierra de color de espiga y bajo un cielo de jacinto, rumiando en tu corazón lleno de alabanzas la promesa de un canto que todavía no escribiste.
Y ahora te hallas en Buenos Aires, forastero y estudioso de la gran ciudad, a la que acabas de llegar, portador de un mensaje de frescura que no sabes manifestar aún, como no sea en exclamación o balbuceo:
En el corimbo rojo de la mañana zumban
tus abejorros, Maravilla.
¿Qué viento extraño (providencia o azar) ha reunido esa falange de hombres a la que ahora perteneces, esa mazorca de hombres musicales que han llegado, como tú, de climas distintos y sangres diferentes? Estos regresan del mar, y traen entusiastas misivas de otro mundo; aquéllos han dejado sus provincias, embajadores de una tierra y de una luz; otros llegan de la misma ciudad, nerviosos como ella y ágiles y nocturnos. Y no bien se han reunido todas aquellas voces, empiezan a combatir y a combatirse, hermanas en el fervor, pero enemigas ya en el rumbo y en el idioma. El mismo nombre de la falange: "Santos Vega", tiene un valor simbólico que no se define todavía. ¿Trátase de rescatar una música robada, un noble canto prisionero? Sí. Pero este cántico y aquella música deben salir enriquecidos de su cautiverio, si es verdad que Juan sin Ropa, el vencedor, ha triunfado con el número de lo universal. ¿Recuerdas las noches del "Royal Keller", las polémicas junto al río, y aquellos retornos, al amanecer, con el espíritu en ascuas y los ojos desvelados? Escuchas todas las voces amigas que se combaten; pero callas aún, porque el silencio y la reserva son estigmas que se adquieren en la llanura, donde la voz humana parece intimidarse ante la vastedad de la tierra y la gravitación del cielo. Y cuando logras hablar por fin, lo haces en un idioma que se cree bárbaro y en un tropel de imágenes que se cree desordenadas. Tus partidarios elogian: "Una poética virgen, sin número ni medida, como los grandes ríos de la patria, como sus llanos y sus montes." Y ya, desde el comienzo, entre tus partidarios y tu alma se abre una firme disidencia: ellos no saben que, al edificar tus poemas con imágenes que no guardan entre sí ninguna ilación, lo haces para vencer al Tiempo, manifestado en la triste sucesión de las cosas, y a fin de que las cosas vivan en tu canto un gozoso presente; ignoran ellos que, al reunir en una imagen dos formas demasiado lejanas entre sí, lo haces para derrotar al Espacio y la lejanía, de modo tal que lo distante se reúna en la unidad gozosa de tu poema. No lo saben ellos, y no te atreves a decírselo, porque el silencio y la reserva son estigmas que se adquieren en la llanura. No te atreves a decírselo, porque tal vez no han escuchado ellos en su niñez la admonición del Tiempo que roe la casa y marchita los dulces rostros familiares, ni por las noches han llorado de angustia, con los ojos perdidos en la tremenda lejanía de las constelaciones pampeanas.
¡Al fin adviertes la locura de tu ambición! Enajenada ya de su metafísico anhelo, tu poética no es, en el fondo, sino un caos musical: y ese caos te duele. Sí, un llamado al orden, que sin duda viene de tu sangre. Te será preciso buscar la cifra que sabe construir el orden: contra lo que afirman tus partidarios, no es la tierra innúmera quien te dará ese guarismo creador: bien sabes que la tierra, lejos de darlo, recibe su número del hombre, porque el hombre es la verdadera forma de la tierra. Y es en tu sangre donde buscarás aquella medida, la que trajeron los tuyos del otro lado del mar: necesitas readquirir ese número; y para ello es menester que lo veas encarnado en la obra de tu estirpe, allende las grandes aguas. Es así como la exaltación del viaje se adueña de tu ser.
Habías cruzado el mar, y tus ojos, frescos de aguas amargas y de vientos navales, habían presenciado aquella mutación del cielo: una entrañable ausencia de constelaciones que no saltaban ya la línea del horizonte austral, y un advenimiento de nuevas formas celestes, allá, en el norte congelado, a la hora del anochecer. Estabas en un puerto de Galicia, y tu soledad ya tendía sus brazos a las formas y colores de otro mundo: el día invernal apenas alboreaba en un horizonte de hierro; al frente, las tres islas también eran de hierro, y de hierro fundido eran las olas que azotaban la escollera y hacían bailar a los navíos en torno de sus anclas; girando sobre las embarcaciones, rozando el agua o picoteando la espuma, chillaban las gaviotas, como una sola hambre partida en mil pedazos. La ciudad, a tus espaldas, no había salido aún de su modorra; pero junto al malecón aguardaban ya figuras inmóviles y sin otra vida que la de sus ojos adentrados en el mar todavía nocturno. Entonces, yendo a lo largo del malecón, te llegaste a la caleta de los pescadores: grandes hembras taciturnas remendaban allí las redes extendidas en un suelo pringoso y brillante de escamas; junto a las mujeres, niños adormilados todavía cebaban los anzuelos con hígado de atún. El mar y el viento sostenían allá un diálogo que se inspiraba en la violencia, y que al interrumpirse de súbito permitió escuchar el clarín terrestre de un gallo madrugador. Y de pronto figuras rígidas, cuerpos entumecidos y caras de piedra se animaron y se pusieron a gritar en la dirección del agua; y voces rudas que venían del agua respondieron en la sombra. Eran los cosechadores del mar, que regresaban al muelle: recortándose ya en el fondo vago del amanecer, distinguías las proas afiladas, los mástiles escuetos y los hombres que, aferrándose a las cuerdas, gritaban algo, salutación o lamento. Y como si aquellos hombres hubieran pescado el día y lo trajesen a remolque, la luz creció en torno y se encendió la tierra como una lámpara. Después aquellas manos rústicas expusieron delante de tus ojos la riqueza del mar, los frutos resplandecientes del agua: un universo de tentáculos que se retorcían aún, de conchas multicolores, de nácares y escamas, de pulpas tintóreas que aún sangraban y latían como si hubieran sido las recién arrancadas vísceras del mar. Y como antaño en la llanura, tu alma no tenía en aquel instante otra voz que la del elogio: elogio de tantas formas puras, encarecimiento de la vida heroica, alabanza del Hacedor que da los frutos y que, si los ubica en la rama difícil, es para que, al cosecharlos, el hombre coseche al mismo tiempo la hermosa y dolorida flor de la penitencia.
Estás ahora en el solar cantábrico, tierra de tus mayores: es la montaña en la que recuerda el Globo su envergadura de animal celeste; la montaña que yergue su cabeza desnuda, ciñe a sus flancos un vestido de tierra, saca todavía en el valle un recio codo de granito y santifica luego su piedra en una catedral; y es el terruño labrado como una joya, y el asombro del agua que aventura un salto en la luz y cae al pie de los robles dorados en invierno. Aquel paisaje, cuya nostálgica descripción habías oído tantas veces en la llanura de Maipú y en boca de tus abuelos, esboza delante de tus ojos un gesto familiar como de reconocimiento y bienvenida: son familiares los rostros que forman círculo alrededor de la mesa, las grandes manos que te cortan el pan y vierten en tu jarro una sidra nueva, el idioma sonoro y las canciones que, también desterradas, acunaron tu niñez en otro mundo. Y es, justamente, un sabor de infancia lo que aquellas voces y aquellos rostros devuelven a tu ser: un sabor perdido que regresa con toda su delicia, semejante al que suele sugerirte aún el olor entrañable de una planta, de un viejo mueble o de una tela descolorida.
Pero el fervor de tu sangre no admite demoras, y atraviesas ya los campos de Castilla, sus rojos labrantíos y verdores amenos. Es la misma tierra que vio un doble prodigio en la marcha de sus héroes y la levitación de sus santos: a la sombra de aquel pastor que se apoya en su cayado, Salicio y Nemoroso bien pueden entrelazar aún las mojadas voces de su égloga; y entre aquellas verduras, no extrañaría que Don Quijote repitiese su alabanza de los tiempos dorados. En dondequiera que se abren tus ojos, hallas la verdad, el número eterno y la medida justa escritos en piedra fiel, metales duros o exaltadas maderas. Y, ciertamente, al aprender la ciencia de los muertos, no desmaya tu ánimo en elegías finales: ¡ah, cómo te acicatea ya el anhelo de continuar aquellas voces, de recoger aquellos números y darles otra primavera, lejos de allí, en tus campos alborozados, junto al río natal!
Árboles recelosos aventuraban apenas sus primeras yemas, y una luz verde se presentía ya en los sauces deshilachados junto al río, cuando tus ojos y los de Camille vieron el agua de color de llanto. Era el primer día de mayo, y estabas en París, entre aquellos hombres sutiles en cuyas venas corría una sangre familiar a la tuya y en los cuales una región de tu espíritu se miraba como en un espejo. El baile de "La Horde" celebraría esa noche los maitines de la primavera, y no es extraño que te hallaras, en aquel tenducho de disfraces, con el griego Atanasio, Larbaud, Van Schilt y Arredondo el jujeño. En los trajes de alquiler perduraba un olor de rancios y festivos sudores, y un silencio amasado con todas las risas muertas parecía llenar el hueco de las máscaras prostituidas muchas veces. Con todo, había demasiado ruido en las almas (en la tuya, en las de tus amigos); y cuando Van Schilt ensayó una barba roja en su mentón de filibustero, la risa de Camille tintineó largamente junto a las telas rugosas y los cascabeles enmohecidos. ¡Noche, paréntesis de locura! ¿Qué nudo se había soltado en tu corazón? El recinto inmenso resplandecía bajo la luz de cien arañas, y músicos inspirados en antiguas barbaries hacían gritar los cobres y rugir las maderas: una tribu de monos pintarrajeados hasta el delirio te arrastraba en aquel instante hacia el centro del salón; te debatías, riendo, entre brazos y abdómenes lustrosos de aceite; dabas y recibías golpes en pleno rostro; un labio te sangraba ya, y entre tus dedos pendían arrancados jirones de barbas y pelambreras artificiales. Luego, acabada la ceremonia con que se había celebrado tu bautismo de locura, te uniste a los monos iniciáticos y la noción del tiempo se desvaneció en la sala de baile. ¡Hurra! Frentes pesadas como frutos, entendimientos alertas, voluntades insomnes y doloridas memorias rompieron sus cárceles en desalada evasión. ¡Hurra! Tu ser había saltado sus fronteras y zozobraba, navío ebrio, en un maremágnum de formas absurdas, brutales desnudeces, gestos indecibles, colores que rayaban los ojos y vocablos que hacían estallar los tímpanos. Te preguntas ahora: ¿qué nudo se había soltado en mi corazón? Y te respondes: había demasiado ruido en las almas. El sortilegio estaba roto al amanecer, cuando llegaste con los tuyos al café "Du Dôme": así como el océano, al retirarse, abandona sobre la playa restos monstruosos arrancados a su profundidad, así el reflujo de aquella noche había dejado en la terraza fríos despojos de borrachera y aquelarre. En el umbral del café un organillero sonreía, vaso en mano, antiguo y bondadoso habitante del alba; un castaño del bulevar exhibía frente a la terraza el exaltado gesto de sus primeras hojas. Y sucedió entonces que Larbaud, apoderándose del organillo, comenzó a darle vueltas al manubrio, bajo la mirada benévola del organillero, mientras los fantasmas del "Dôme", redimidos de aquella música, iniciaban una ronda en torno del castaño primaveral. Volvías más tarde a tu habitación, con tu ramito de "muguets" en la solapa. De rodillas en el suelo, la vieja Melanie fregaba como de costumbre, reptante y mínima entre sus escobas. La hiciste poner de pie, y arrancándolo de tu solapa le diste aquel ramito de flores augurales. Y cuando Melanie, deshecha en lágrimas, lo apretó contra sus labios resecos, entendiste cómo podía regalarse toda la primavera en un manojo de florecitas blancas.
¡Mañanas fragantes de Sanary, junto al mar latino! Monsieur Duparc, tu maestro de armas, desciende ya el áspero sendero de las higueras: acabas de recibir tu lección matinal en aquella plataforma de verdura, bajo los pinos que crujen en la mano del viento cual otros tantos mástiles de bergantín y, sin abandonar aún el florete y la máscara, contemplas desde tu altura un pequeño universo de formas que cantan al sol. A tu izquierda está el edificio de la quinta, en cuya terraza Badi, Morera y Raquel están pintando con los ojos vueltos hacia el mar; detrás del edificio, y emboscado en la maraña, Butler acomoda su caballete, absorto ya en el color verdenigma que le proponen los olivares; la era redonda se dibuja más lejos, y sentada en su borde madame Fine, la propietaria, cuenta, elige y adora sus bulbos de narciso; a tu alrededor colinas asoleadas, viñedos y olivos resplandecen hasta el horizonte; al frente se abre la pequeña bahía de Sanary, con su mar de color violeta, sus montañas al fondo y su caserío blanco, celeste y rosa instalado en la ribera como una bandada de palomas dormidas. Comienzas a sentir una embriaguez más pura que la del vino, y algo así como un preludio de canto aletea en tu ser cuando bajas al mar por el sendero de las higueras: coleópteros azules y negros huyen de entre tus pies; bajo tu sandalia ruedan los guijarros y crujen las conchas marinas; los caracoles dibujan sus trazos brillantes en la musgosa piedra de los taludes; alto ya, el sol enardece toda savia, y un olor de fragantes resinas desciende como tú de la tierra al mar. Y de pronto, una gran revelación de índigo entre los cipreses: el Mediterráneo. Allá, como de costumbre, te aguarda Ivonne: no existe lazo alguno entre tú y aquella sutil adolescente, como no sea el de la curiosidad y el asombro que cambian entre sí dos mundos extraños al encontrarse por azar: ignoras qué medida y qué forma tienes delante de sus ojos, pero, a los tuyos, aquella grave criatura sólo es un objeto de contemplación, y la miras ahora en quietud de ánimo, tal como si miraras una vibrante palmera de mediodía. Está recostada en las arenas, amiga del sol y parienta del agua: su desnudez tiene aquel aire ceñido y tenso del pimpollo antes de llamarse rosa; el sol hace brillar la pelusilla de oro que la cubre, y, al mirarla, recuerdas el huerto de Maipú y un color de membrillos afelpados, a la hora de la siesta. Los ojos de Ivonne son verdes y niños, ojos de halcón de montaña, como los de la reina Ginebra; pero en la infancia de aquellos ojos hay una luz grave, como si muchos ojos enterrados miraran por ellos todavía. Silvestre y niña es la voz de tu compañera; pero en su voz hay un refinamiento de trabajada música, tal como si por aquella voz cantasen aún mil bocas muertas. Y te habla de su castillo, en Avignon, y de una soledad establecida entre aromas viejos, heladas armaduras y retratos que miran eternamente; o de su abuelo, el comodoro, abismado en un ensueño de primaveras asiáticas, de las cuales ha guardado recuerdos marchitos y siempre verdes melancolías. Le respondes con alguna evocación de tus pampas, o con fragmentos del canto naciente que bordonea en tu ser y es ya un elogio de las umbrías provenzales, a cuya sombra tal vez ha discurrido ya con un centauro, o un elogio de aquel mar sobre cuyo rumor has oído acaso las voces antiguas de Jasón o de Ulises, y en cuyo lecho, sobre corales y esponjas, yace todavía el cráneo de aquel Palinuro que se durmió una noche bajo las estrellas. Y mientras hablas, el alférez Blanchard, casi un niño, te mira desde lejos con silenciosa desesperación. Luego entras en el mar, con la mano de Ivonne entre la tuya; la espuma cándida se alborota y encrespa en tus rodillas; y tienes la impresión de avanzar ahora, como en Maipú, entre una densa y caliente majada de corderos.
Habrías detenido aquel hermoso tiempo, y edificado una eternidad con lo mejor de aquellas horas estivales; pero el sol ha entrado en Libra, y los viñedos enrojecen al anuncio del otoño. Durante la mañana y la tarde has vendimiado, con tus amigos, la viña de madame Fine: los racimos polvorientos han enriquecido las cestas de mimbre y están ahora en el lagar, esperando su transformación dionisíaca. Por la noche se dará un baile rústico en la colina: Badi, Morera y Butler disponen ya el arreglo de la casa, mientras que madame Fine, con estudioso método, explora los rincones de su bodega. Es la víspera de tu marcha, y en el semblante de las cosas te parece advertir un gesto de adiós. Horas después, en medio de la noche, guías a los invitados por el sendero que conduce a la casa: la tiniebla, el silencio y la soledad han puesto en boca de madame Aubert una sombría historia de aparecidos; y la imaginación de tus acompañantes ya está excitada, cuando llegas con ellos frente a la colina. El portón de hierro chirría lúgubremente al abrirse: ¡bien chirriado, portón! Uno a uno los invitados trasponen el umbral, y sus ojos tratan ahora de orientarse en la negrura. De pronto gritan las mujeres, pues acaban de tropezar con piernas oscilantes de ahorcado; ríen luego, al abatir los dos o tres peleles que Badi colgó de las higueras. Y entonces una luz de bengala, chisporroteando súbitamente en el olivar, hiere los ojos, pone un temblor azogado en las sombras e ilumina el baile de dos fantasmas que hacen cabriolas en la era, mientras alguien, hombre o diablo, aúlla entre los pinos inmóviles. Cuando el silencio y la negrura se han reconstruido, enciéndense todas las luces de la casa, irrumpe la música; y madame Fine, desde la terraza, ofrece a los invitados que llegan el primer vino de la noche. Giran las parejas en la terraza: el alférez Blanchard, casi un niño, baila con Ivorine, la cual parece distante y sola entre sus brazos. En el ángulo derecho de la terraza, las viejas dames, copa en mano, sacan a relucir el esplendor de sus antiguos días; las tres adolescentes de Nimes, en el ángulo izquierdo, juntan sus cabecitas de oro, cambian entre sí angustiosas impresiones de aquel mundo que no se les abre todavía, y picotean con sus largos dedos las uvas negras de una fuente que Butler ha colocado en la barandilla de la terraza con la intención de pintar una nature morte. Cuando cesa la música, se oye un coro de voces que cantan en el pinar una vieja canción de vendimia, o el murmullo excitado de los niños que asaltan en la sombra las higueras. Después, como la luna se levanta sobre los collados, el baile continúa en la era del trigo. Bailas con Ivonne, y una vez más el alférez Blanchard, tras de mirarte con angustia, se aleja entre los olivos del huerto: es necesario que le hables esa noche y le digas qué valor tiene aquella mujer a tus ojos. Pero, cuando sales a su encuentro en el olivar, sólo le anuncias tu partida: lees la sorpresa, el gozo y la turbación en aquel semblante de niño; y en el fervor de sus palabras te sientes ya lejano, como si hubieras partido hace muchas horas. Con todo, el alférez Blanchard se resiste a darte aún el adiós definitivo: quiere despedirte mañana, en su nave de guerra. Es así cómo al día siguiente cruzas las aguas de Tolón en una canoa que vuela por entre grises acorazados: trepas la escalerilla del "Bretagne", y conducido por Blanchard avanzas a la sombra de los grandes cañones. Y ciertamente, se han cambiado luego brindis tan numerosos como imprecisos en la cantina de los oficiales: después, en su férreo camarote, Blanchard te ha leído versos de su cosecha, en el tono de Rimbaud. Atardecer final en Sanary junto a la torre fenicia que aún se levanta en el extremo del promontorio: el mar lame las rocas llenas de valvas negras, y aunque no corre viento, los pinos guardan su inclinación de combate, como si los doblegara un mistral invisible. Tu sombra y la de Ivonne se alargan, paralelas: has ignorado la forma que tienes tú delante de sus ojos, pero sus ojos lloran en el instante definitivo. Y regresas al fin, en soledad de cuerpo y alma. “¡Pudo ser! ¡Pudo ser!", aúlla un demonio en las colinas distantes.
Tras aquella dispersión alegre de Sanary, en que tu ser contestó a las mil solicitudes de la hermosura, iniciabas ahora un movimiento de repliegue sobre ti mismo. Bien conocías ya las cuatro estaciones de tu espíritu. Y sus dos movimientos ineluctables: el de la expansión loca y el de la reflexiva concentración; y bien sabías,que un otoño de tu alma correspondería esta vez al ya visible otoño de la tierra. Estabas en Roma, solo y en soliloquio: aquella mañana recorrías la Vía Apia, entre abatidos monumentos. Acababas de abandonar la catacumba de San Calixto, donde sangres y llantos resecos, hedores terrestres y celestiales aromas, cánticos y sollozos eternizaban su invisible presencia. Y tu corazón había iniciado allí el camino de angustia que recorres aún y cuyo término acaso no sea de este mundo. Afuera brillaba el sol, alto ya sobre la campiña: el acueducto, a los lejos, imponía su fábrica severa; desde un aeródromo cercano llegó de súbito un ronroneo de motores, y dejaste de oír aquel otro que zumbaban entre florecitas las guardosas abejas de Virgilio. Antes de reanudar tu paseo, habías aspirado el olor amargo de los cipreses y acariciado las piedras tumbales que, a esa hora, tenían bajo el sol una temperatura de animal dormido. Remontabas luego la vía de los Césares, en cuya soledad y ruina tu imaginación evocaba tantos arreos de guerra, tanta música en el aire, tanto broncíneo carro, tanta caballería de orgulloso pescuezo. Y sobre la disolución de aquel mundo, tu alma, como tantas otras veces desde tu niñez, oía la lección del tiempo y le replicaba con su viejo grito de rebeldía lanzado lo sabes ahora desde su esencia inmortal. Regresabas después a tu alojamiento romano, entre las demoliciones de un suburbio en el cual obreros arqueólogos removían y escrutaban la tierra. Y de pronto voces excitadas te llevaron hasta una pobre alcoba en ruinas: por el techo demolido entraba una luz que hacía chillar los colores vulgares del empapelado, las grasientas chorreaduras y las improntas humanas de aquel chiribitil alquilado muchas veces; pero en el centro del cuartujo se había cavado un foso, y por él asomaba la columna. Los obreros le habían quitado ya su mortaja de greda, y una vez más la columna exhibía su gracia bajo el sol, inmutable como la verdad que se manifiesta o se oculta, según la hora y el sitio, pero que, ya enterrada o ya al sol, es única, eterna y siempre fiel a sí misma.
Por senderos montañeses y huellas de cabras has ascendido hasta el viejo monasterio levantado en plena soledad. Una razón de arte, y no un motivo piadoso, te ha guiado en aquel ascenso matutino. Y al entrar en la capilla desierta se deslumbran tus ojos: frescos y tablas de colores paradisíacos, bajorrelieves adorables, maderas trabajadas, bronces y cristalerías gozan allá la inmarcesible primavera de su hermosura. Y estás preguntándote ya quién ha reunido, y para quién, tanta belleza en aquel desierto rincón de la montaña, cuando una fila de monjes negros aparece junto al altar y se ubica sin ruido en los tallados asientos del coro. Y te asustas, porque sólo te ha guiado una razón de arte. No bien el Celebrante inicia la aspersión del agua, los del coro entonan el Asperges. La casulla roja, con su cruz bordada en oro, resplandece luego sobre el alba purísima que viste aquel mudo sacrificador: en su antebrazo izquierdo cuelga ya el manípulo rojo sangre como la casulla. Y cuando el Celebrante sube las gradas del altar lleno de florecillas rojas, los monjes de pie cantan el Introito. A continuación los Kiries desolados, el Gloria triunfante, la severa Epístola, el Evangelio de amor y el fogoso Credo resuenan en la nave solitaria. Y escuchas desde tu escondite, como un ladrón sorprendido, porque sólo te ha guiado una razón de arte. Ofrecidos ya el pan y el vino, una crencha de humo brota en el incensario de plata; y el Celebrante inciensa las ofrendas, el Crucifijo, las dos alas del altar; devolviendo el incensario al acólito, recibe a su vez el incienso y lo agradece con una reverencia; en seguida el acólito se dirige a los monjes y los inciensa, uno por uno. Y sigues atentamente aquella estudiada multiplicidad de gestos cuyo significado no alcanzas; y, no sin inquietud, piensas ya que tan solemne liturgia se desarrolla sin espectador alguno y en un desierto rincón de la montaña, tal una sublime comedia que actores locos representasen en un teatro vacío.
Pero de súbito, cuando sobre la cabeza del Celebrante se yergue la Forma blanca, te parece adivinar allí una presencia invisible que llena todo el ámbito y en silencio recibe aquel tributo de adoración, la presencia de un Espectador inmutable, sin principio ni fin, mucho más real que aquellos actores transitivos y aquel teatro perecedero. Y un terror divino humedece tu piel, y tiemblas en tu escondite de ladrón; porque sólo te ha guiado una razón de arte.
El invierno te había sorprendido en Amsterdam: días y noches que llegaban y se desvanecían bajo cielos de pizarra o de hulla. Tu soledad había llegado a ser una cosa perfecta, entre hombres y mujeres que se te cerraban cual otros tantos mundos. Y te replegaste sobre ti mismo, hasta convertirte al fin en aquella criatura de vida extraña que durante un invierno quemó sus puentes y se atrincheró en el reducto de una habitación flamenca. Tu régimen de vígilia y de sueño no acataba ley ninguna, como no fuese la que le imponían aquellas lecturas dolorosas: eran libros de ciencias olvidadas, herméticos y tentadores como jardines prohibidos; y te habían revelado ya la noción de un universo cuyos límites dilatábanse hasta lo vertiginoso, en una sucesión de mundos ordenados como las vueltas de una espiral infinita. Pero tu razón trastabillaba en aquella floresta de símbolos que no se habían trazado para ella; y disminuía tu ser, en progresivo aniquilamiento, a medida que la noción de aquel macrocrosmo gigante se dilataba frente a tus ojos. Cierto es que se te proponía una ruta de liberación, mediante la cual tu ser abandonaba el círculo de las formas; pero las vías eran tan oscuras y tan indescifrables los itinerarios, que tu razón acababa por desmayar sobre los libros. A veces una iluminación inesperada se producía en el vértice de tu entendimiento, y era el gusto sabroso de aquellas intuiciones lo que te sostenía y alentaba en el áspero camino de tus lecturas. Otras veces tus ojos caían derrotados ante las letras que bailoteaban como pequeños demonios: y entonces, desertando tu alcoba, recorrías los muelles helados, junto a las barcazas que dormitaban en los canales bajo un cielo de pizarra o de hulla. Volvías al anochecer, para recobrar en tu habitación la misma fiebre que más tarde se prolongaba en tu sueño mediante figuras turbadoras: soñabas que una cadena infinita de muertes y de nacimientos conducía tus pasos a través de mundos en los cuales tu ser cobraba mil formas absurdas; o que te hallabas en la Ciudad Alquímica, trasponiendo sus veinte puertas del error y vagando en torno de su muralla inaccesible, sin dar con la puerta única que conduce al secreto del Oro; y es así como tu cuerpo y tu alma se consumían en aquel universo abstracto. Caminabas un anochecer por los jardines de Wundel, cuando las exclamaciones gozosas de los paseantes reclamaron tu atención: hombres, mujeres y niños gritaban, señalando el cielo donde millares de golondrinas que regresaban al norte se unían y estrechaban en lo alto hasta formar una espesa nube de color de tinta; miles de alas doloridas, corazoncitos batientes, colas alisadas por muchos vendavales y ojuelos en que aún lucía el sol de otras latitudes, se apretujaban en el cenit, vacilando antes de resolverse a caer sobre la tierra. Y las gentes, al influjo de aquel signo primaveral, fundían sus hielos interiores, derribaban sus muros, reconstruían los rotos puentes del idioma y la sonrisa. De súbito, algo así como el cuello de una tromba se alargó desde la nube; y una columna de golondrinas, bajando lentamente hasta los árboles desnudos, los fue vistiendo de alas y rumores. No regresaste a tu cámara de torturas: el siguiente día te vio en los campos de Leyden, entre apretadas florestas de tulipanes rojos, blancos y amarillos.
Te ves por fin en la isla de Madeira, un viejo cono de montaña que se yergue sobre las olas. Acabas de hacer un alto en la mitad de su descenso, y sentado a la sombra de un laurel muerdes un níspero gigante que se desangra en chorritos de zumo. Flores y frutas despliegan a tu alrededor un entusiasmo edénico; sobre la piedra caliente se tuestan verdosos lagartos; el sol asaetea la isla y el mar que la ciñe con su doble abrazo de espumas. Luego contemplas tu buque anclado en la rada y circundado de canoas desde las cuales nadadores isleños se lanzan al mar en busca de monedas que alguien les arroja. Has estado leyendo el "Critias" platónico, los amores de Poseidón y la gloria de Atlántida la inmersa, uno de cuyos restos acaso pisas ahora. Vuelves a recordar aquella frase: "De la isla central sacaron la piedra que necesitaban: había piedra blanca, negra y roja." Y cuando al fin desciendes al embarcadero, observas que las olas arrastran en la orilla pedruscos negros, rojos y blancos.
A tu regreso habían realizado aquella nueva confrontación de dos mundos. Volvías a tu patria con una exaltación dolorosa que se manifestaba en urgencias de acción y de pasión, y en un deseo de hacer vibrar las cuerdas libres de tu mundo según el ambicioso estilo que te habían enseñado las cosas de allende. Pero tu mundo escuchaba en frío aquel mensaje de grandeza; y en su frialdad no leías, ciertamente, una falta de vocación por lo grande, sino el indicio de que todavía no era llegada la hora. Después había caído sobre ti la noche verdadera.
Adán Buenosayres vuelve a cargar su pipa: llueve otra vez con fuerza detrás de su ventana. Quiere aferrarse aún a las imágenes que ha revivido y calentado en su memoria; pero las imágenes huyen, se pierden en la lejanía, regresan a sus borrosos cementerios. Lo pasado es ya una rama seca, nada le anuncia lo presente, y lo porvenir no tiene color delante de sus ojos. Queda un Adán vacío frente a una ventana desierta.
"Que a tan doloroso extremo lo conducía..."
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