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    El Cartonero Cultural
Nuestro semiólogo desocupado, ex profesor de la Universidad de Salamanca y actualmente chofer de taxi, todas las tardecitas revisa las bolsas de basura de Buenos Aires y rescata la cultura de libros y escritores que, de no ser por él, seguirían el infausto destino del relleno sanitario. Y el chabón también nos pasa datos de conferencias y ofertas de libros baratos, con la esperanza de que nos desasnemos un poquito. ¡Gracias, maestro!


Adán Buenosayres



Libro Quinto, Parte II


—Usted, Madre, ¿tiene conciencia de su responsabilidad frente al Hijo, que se lanzará muy pronto a las tormentas de la vida, sin otras armas espirituales y morales que las que se templan en el hogar? Hogar dije, ¡santa palabra! Madre, ¿ha reflexionado en los peligros que acechan a su criatura, si usted la deja librada, como en este caso, a las tentaciones de la calle?

El Director aguarda una respuesta, y zahiere a la madre con sus ojitos pletóricos de severidad: es un hombre de voz meliflua, bien que su color de tierra, sus facciones talladas a cuchillo, su torso rústico y cierta melancolía espesa que mana de su ser como la goma de un árbol, lo denuncian hijo auténtico de Saturno. Usa y abusa de un traje verdicelestegrís, con tonos de esponja y raras vislumbres de índigo, colores asombrosos que, según afirma el erudito Di Fiore, sólo es dable conseguir en el taller de la intemperie o en el de la más avarienta economía. Sin embargo, tres notas vehementes alegran el conjunto: una camisa de color de vómito de urraca (según lo ha definido Adán Buenosayres), el verde frenético de un corbatín y los botines de un amarillo alucinatorio.

—¡Conteste, Madre! —insiste ahora el Director, encabritándose pedagógicamente.

Pero la mujer se abroquela en un silencio humilde y sostenido como el de los vegetales: está de pie, con sus brazos que se le comban alrededor del vientre y sus ojos rendidos a la magia de los botines hipnóticos. Ciertamente, su entendimiento boya intacto en la superficie de aquel discurso que no ha entendido ni entendería nunca.

—No llorará —susurra entonces el puntano Quiroga en el grupo de maestros que integra con Adán Buenosayres, el gordo Henríquez y Di Fiore, junto al ventanal de la Dirección, a través de cuyos cristales es dado ver un cielo gris y preñado de lluvia.

El gordo Henríquez, embalsamador de pájaros, clava en la Madre sus fríos ojos de Anubis.

—Dura como una roca —dice al fin, volviendo a considerar una golondrina muerta que yace en el hueco de su mano.

—¡Más le valiera llorar a tiempo! —refunfuña entre dientes Adán Buenosayres— La pobre se ahorraría lo que falta del maldito discurso, dándole a Pestalozzi una satisfacción de primer grado. El segundo grado se alcanzará no bien el chico llore viendo llorar a la madre. Y el tercero dará fin a la obra, cuando Pestalozzi llore a su vez con la madre y el hijo. ¡A eso le llama él "una reacción positiva"!

Escudriñando el cielo a través de los cristales, el erudito Di Fiore aprueba con un gesto de su cabezota inteligente.

—Y en total —gruñe—, tres cuerpos deshidratados. ¡Como si la humedad ambiente no bastase!

Asoleada y fresca, la risa del puntano Quiroga se hace oír en el grupo del ventanal. Entretanto la Madre se afirma en su actitud abstracta; visto lo cual el Director, anonadado ante aquel moroso despertar de una conciencia, levanta sus ojitos hasta el busto de Sarmiento que duerme sobre la biblioteca de la Dirección entre un pato criollo y una tortuga embalsamados. En el adusto semblante del prócer halla sin duda la emulsión que necesita, porque muy luego, desentendiéndose de la Madre, carga sobre el niño muy ocupado, a la sazón, en cambiar sonrisas y ademanes con un grupito de alumnos que desde afuera le corresponde, vibrante de solidaridad.

—Usted, Niño —declama el Director —. ¡Atienda, Niño! ¡Míreme de frente, Niño! Por su inconducta he debido citar hoy a su madre, alejándola del hogar que tanto la necesita. Contésteme, Niño: ¿así paga usted los mil y un sacrificios que ha hecho su madre para criarlo, defenderlo y educarlo? Madre dije, ¡santa palabra! Calculemos el solo gasto material. ¿Cuántos años tiene usted, Niño?

—Diez —contesta el chico sin mayor inquietud.

—Todo un hombre. Calculemos a razón de un peso diario (y me quedo corto), entre manutención, ropa y escuela. Dígame, Niño: ¿cuántos días tiene un año comercial?

—Ciento sesenta —se resuelve a decir el chico en tren de aventura.

En la cara del Director acentúanse ahora los terrosos colores de Saturno:

—¡Trecientos sesenta! —grita—. Trecientos sesenta, que multiplicados por diez hacen tres mil seiscientos pesos moneda nacional.

El chico abre tamaños ojos ante aquella revelación matemática.

—¡Y eso no es todo! —agrega el Director con aire de triunfo— Supongamos que su madre tuviera ese capital, y calculemos el interés que le habría rendido en diez años. Niño, ¿conoce la regla de interés?

—No, señor.

—Lo sospechaba. Tomemos un interés del cinco por ciento, el de las Cédulas Hipotecarias. ¿A ver? Un minuto.

Se apodera de un anotador y un lápiz, y con mano febril desarrolla el cálculo. Al mismo tiempo Adán Buenosayres rezonga junto al ventanal:

—¡Dios! ¿Qué crimen ha cometido ese chiquilín para merecer semejante castigo?

—Una pelea mano a mano, en el hueco de la calle Neuquén —le responde Quiroga.

—¿Y eso es todo? A su edad yo tenía una pelea diaria.

El erudito Di Fiore se lleva un índice a la sien izquierda.

—¿Ven esta cicatriz? —dice . Una pedrada que me dieron cuando los de Gaona desafiamos a los de Billinghurst.

Sonríen los cuatro junto al ventanal. Y el mismo Sarmiento, sobre la biblioteca, parece ahora menos adusto, como si a su vez recordara las figuras heroicas de Barrilito y de Chuña. Pero el Director agita ya una hoja de papel en las narices del chico.

—¡Mil ochocientos pesos de interés! —exclama— ¡Tres mil setecientos de capital! Monto: ¡cinco mil cuatrocientos pesos!

Y añade, volviéndose a la mujer:

—Madre, todo este sacrificio ha realizado usted por su criatura. ¿Dejará que la influencia de la calle lo malogre? ¿Sabe adónde puede conducir esa influencia? ¡Al delito, al hospital, a la cárcel!

Rápidamente, Adán se ha vuelto hacía sus tres amigos:

—Cárcel dije —parodia— ¡Santa palabra!

Y traspone la salida, en tren de evasión, dejando a sus espaldas tres risas crueles, una madre absorta, un niño inquieto, un Director encabritado, una golondrina muerta.

Trota un viento glacial en el corredor flanqueado de columnas. Adán Buenosayres aspira hondamente aquella ráfaga; y luego, por uno de los intercolumnios, sale al patio donde trescientos escolares enardecidos rugen y se encrespan bajo un cielo de latón oxidado y entre paredes que sudan humedad y fatiga. Mientras avanza por entre los agitados racimos infantiles, Adán Buenosayres va midiendo el vacío de su alma. Como nunca siente ahora esa falta de presión interna que lo expone, desarmado, a la invasión de la imágenes exteriores; y escenas, gritos, colores y formas irrumpen en su alma vacía, tal un tropel de brutales forasteros que invadieran un recinto deshabitado.

En aquel instante, una gritería ensordecedora reclama su atención; y al recorrer el patio con la mirada ve un enjambre de chicos arremolinados en torno de un centro que no distingue aún. Las risas cacarean allá, y los gritos parecen concretarse ahora en uno solo:

—¡Cara de fierro! ¡Cara de fierro!

Se encamina entonces hacia el lugar de la batahola; pero el corro, al abrirse violentamente, deja escapar a un chiquilín que atropella con la cabeza baja, en desalado tren de fuga. Adán Buenosayres lo recoge al vuelo, y al mirarle la cara descubre por fin la razón del tumulto: una parálisis terrible ha inmovilizado las líneas de aquel rostro infantil, imponiéndole una rígidez extrafía como de metal o de piedra; la caja de su boca parece definitivamente contraída en un rictus cruel; sus ojos, fijos en las cuencas, tienen una expresión de ferocidad sólo desmentida por el temblor de la lágrima que le cuelga de cada párpado; viste un traje de marino, cuyo pantalón largo cubre y disimula el rigor de unos botines ortopédicos. Mientras le arregla el desaliño de las ropas, Adán echa una mirada en torno suyo; y ve un círculo de semblantes que lo observan en expectativa, y entre los cuales algunos, riendo con inocente maldad, susurran todavía: "¡Cara de fíerro!" Acariciando entonces las mejillas del niño que aún tiembla entre sus manos, Adán le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Tristán Silva —responde Cara de Fierro en una especie de gruñido.

—¿Es el primer día que vienes a esta escuela?

—Sí.

Adán enjuga con su pañuelo las dos lágrimas que no se resuelven a resbalar por aquel rostro espantable. Y luego tiende al niño una mano abierta:

—Tristán Silva —le dice—, vamos a ser amigos. ¿Qué te parece?

—Sí —gruñe Tristán, dueño ya de la mano que se le ha ofrecido.

Necesitando hacer notorio aquel gesto suyo de elección, Adán se pasea entre los mirones, con la mano de Tristán puesta en la suya. Luego lo devuelve al grupo de sus enemigos, que lo reciben ahora con abrazos y aclamaciones. ¡Oh, mundo! Pero el señor Henríquez, embalsamador de pájaros, acaba de ordenar la formación de trote; y trescientos escolares, ansiosos de sacudir el frío, se alinean ya en impacientes escuadras.

—Al trote, ¡march!

Se inicia la carrera, el patio retumba, estallan gritos de júbilo. Adán, en el centro de la rueda, está mirando aquel desfile de caras vertiginosas, cuando vuelve a sentir entre la suya la mano de Tristán Silva.

—¿Corremos? —le pregunta.

—¡Sí! —responde Tristán, clavándole sus ojos duros.

Con la mano del niño bien sujeta, Adán se une al círculo de los corredores, entre mejillas arrebatadas y sonoros alientos. Aferrándose a su mano, Tristán salta en el aire como un pelele de trapo: en las duras baldosas resuena el metal de sus botines ortopédicos. No se le mueve un solo músculo de la cara, pero un largo rugido brota de su pecho y revienta en sus labios. Y Adán entiende que, sin duda, Cara de Fierro no sabe reír de otra manera.

Al segundo toque de campana los escolares han abandonado la posición de firmes y buscan en orden el sitio habitual de su formación. Adán, al frente de los suyos, está observando el culebreo de la doble fila que trata de alinearse, cuando ve al Director que se le acerca en son de triunfo, con los ojos arrasados en lágrimas y la boca fruncida en una inminencia de sollozo.

—¡Han reaccionado! —exclama el Director—. ¡La madre y el niño han reaccionado positivamente!

—Mis felicitaciones —le dice Adán, guiñándole un ojo al puntano Quiroga que ríe disimuladamente a su izquierda.

Pero el Director esboza un ademán enérgico por encima de su frente, como si rechazara una invisible corona de laurel.

—Se hace obra —concede—. Se hace obra.

Restañando sus lágrimas con un pañuelo de colores, da media vuelta y huye por el corredor.

Vacío del alma, soledad y hielo. Las dos filas ya están inmóviles, y Adán Buenosayres, sustrayéndose al espectáculo de su propia desolación, mira treinta caras infantiles que le observan, fieles espejos de la suya. ¡Que no se den cuenta¡ Y como tantas otras veces, un eco vivificante despierta en su corazón a la vista de aquel mundo nuevo que le aguarda. ¡Abordar ese mundo, remontar la corriente de sus frescos idiomas, agarrarse a ese montón de vida nueva que sabe rendírsele al solo peso de la voz o al de la mirada! Entonces pone su mano derecha en el hombro de Ramos y su izquierda en el de Falcone, punteros ambos de una y otra fila.

—¿Trajiste la composición? —le dice a Ramos, el de cabeza de oro.

—Sí —contesta Ramos—. Un tema difícil.

—¿Te salió bien?

En los ojos azules del chico brilla un relámpago de inquietud creadora:

—¡Hum! —dice—. La descripción de Polifemo...

—Señor —interrumpe Falcone, restregándose las manos—. ¡Hoy nos toca el teorema de Pitágoras!

Adán lo mira, y sonríe al comprobar otra vez la semejanza del niño con el ave de su nombre: aquel perfil enjuto, de pobladas cejas y mirar agresivo, tiene algo de rampante y ansioso, como la inteligencia misma.

—Hoy nos toca —le admite Adán— ¿Tenías apuro?

—Sí —contesta Falcone.

—¿Por qué?

—Los del otro sexto dicen que no lo han entendido.

—¡Qué tragedia! —exclama Ramos en tono de zumba.

—Yo entiendo siempre —asegura Falcone, parpadeando como un ave de rapiña.

Atrayéndolas a su pecho, Adán abraza dos cabecitas que se le rinden; una cabeza de oro y una cabeza de halcón. Luego, solicitado ya de muchos ojos, inicia su recorrido habitual por entre una y otra fila.

Y Bustos, el primero, lo detiene con su voz agria, su pérfida sonrisa de clown y sus ojos de color de charco que parecen saltársele de las órbitas:

—Señor —le anuncia Bustos— ¡Otra vez el milagro!

—¿Qué pasa?

—¡Cueto se ha reído!

Adán se vuelve hacia Cueto, la esfinge del grado, y contempla la seriedad inmutable de aquel rostro infantil.

—¡No! —exclama— ¡No es posible!

—¡Que me caiga muerto! —asegura Bustos.

Entre risas cantantes Adán prosigue su camino, y se detiene frente a Gastón Dauthier, un manojo de fibras perviosas.

Bonjour, Dauthier.

Bonjour, monsieur —contesta Gastón—. ¿Jugamos hoy el desafío con el otro sexto?

—¡Hum! —le responde Adán en tono dubitativo.

Y, encarándose con el orador Fratino, que junto a Gastón estudia ya la fisonomía del cielo:

—¿Qué te parece? —le interroga.

Teseo Fratino levanta una mano doctoral y sugiere, con su voz exquisita:

—Si las condiciones del tiempo nos fueran favorables...

—¿Tendremos lluvia en la cuarta hora? —insiste Adán.

—Señor, lo ignoro. No he consultado la columna barométrica.

El vocabulario de Fratino provoca nuevas risas; pero el orador clava en los reidores sus helados ojos de tornillo, y un gesto desdeñoso quiebra la línea impecable de su boca. Entonces Adán, inesperadamente, hunde sus dos índices en las costillas de Terzián, el actor.

—¡Arriba las manos! —le dice.

Y Terzián alza los brazos como despavorido. Su cara movible refleja, ya el miedo, ya la furia, ya una solapada intención de resistencia: insinúa un descenso de su brazo hacia el lugar del revólver; pero Adán lo cubre de firme, y el actor no demora en asumir un gesto de conformidad ante lo irreparable.

Llena la boca y rumiando eternamente los agradables frutos de la tierra, el gordo Atadell ha seguido la farsa, vasto de carnes, de ropa y de sonrisa.

—¡Gordo! —le dice Adán, fingiendo un aire de profunda consternación—. ¿Otra vez masticando? ¿Ha nacido el hombre sólo para fabricarse una horrible armadura de grasa? ¡No, gordo, no! También el espíritu grita sus necesidades; y si dejaras de masticar durante un minuto, escucharías, !oh, gordo!, la voz de tu alma que te pide su almuerzo.

Impermeable y sereno, sin abandonar su masticación ni su sonrisa, el gordo Atadell finge ignorar aquella perorata.

—Señor —anuncia—. Papucio está triste.

Adán vuelve sus ojos a Papucio, una figura de malevo adolescente, llena de melancolía.

—¿Qué te pasa? —le dice.

—Nada —gruñe Papucio— Me duelen los floreros.

—¿Los qué?

—Señor, los zapatos. Me van a salir otra vez los nísperos.

—¿Qué nísperos?

—Los callos. Y si hoy nos toca jugar el desafío, ¡bueno, bueno!

En el extremo de la fila, y ausente, al parecer, de cuanto no sea su propio mundo, Américo Nossardi considera un avión en miniatura, obra paciente de sus manos.

—¿Vuela? —le pregunta Adán.

El adolescente levanta sus ojos perplejos.

—No —dice— Muy pesado el motor.

Ya se ha concluido la revista, ya un hormigueo de juventud hace culebrear ambas hileras. Y Adán Buenosayres, enajenado de sí mismo, es ya otro miembro de aquella falange rumorosa.

—¡Altas las cabezas! —grita—. ¡Mirando al porvenir!

Treinta sonrisas infantiles responden a su broma.

—De frente, ¡marchen!

Bajo un cielo de latón oxidado avanzan treinta sonrisas.



El aula está en el piso alto, y es un recinto de color de aceituna, con un ventanal en ochava que da sobre la intersección de dos callecitas arrabaleras. Vueltos hacia la luz del ventanal se alinean los pupitres unánimes. A la derecha se alza un armario en cuya cima, y propuesto al universal asombro, yace un planetario de cartón, obra ingeniosa de Nossardi, en el cual, teñidos de un rojo demoníaco, es dado ver los nueve planetas que mediante un dispositivo de relojería cumplen sus revoluciones en torno de un sol alegre y en un espacio de rabioso añil. Dando frente a los pupitres está el escritorio, sin otra decoración que la que le presta un globo terráqueo de superficie resquebrajada (¿un símbolo?). Dos pizarrones alargan su negrura en la pared frontal y en la de la izquierda: en el primero se ve un triángulo rectángulo, sobre cada uno de cuyos elementos lineales Falcone acaba de trazar un cuadrado de color diferente, a saber, amarillo el de la hipotenusa, verde y azul el de uno y otro cateto; en el pizarrón lateral, Núñez da fin a la demostración aritmética.

—Ya está, señor —dice—. Sólo una diferencia de veintiséis milímetros cuadrados.

—Muy bien —aprueba desde su escritorio Adán Buenosayres.

Y dirigiéndose a Falcone que ha terminado ya la demostración gráfica:

—¿Qué se demuestra con eso? —le pregunta.

—Se demuestra —recita Falcone— que en todo triángulo rectángulo el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual a la suma de cuadrados construidos sobre los catetos.

—Bien. Siéntense los dos.

Falcone y Núñez recobran sus asientos, mientras Adán se dirige a la clase:

—¿Han entendido todos? —pregunta.

—Sí, señor.

—¿Y esto es el famoso teorema de Pitágoras? —dice Falcone, sin ocultar la decepción que se insinúa ya en su intelecto rampante.

—Ni más ni menos —responde Adán—. Vamos a ver, ¿quién era Pitágoras?

—Señor —contesta Dauthier—, un filósofo y matemática griego.

El orador Fratino deja oír su voz melodiosa:

—Cuéntase que Pitágoras descubrió su teorema en el baño, que salió a la calle, desnudo como estaba, gritando: "¡Eureka!"

—¡Debía ser un colibriyo! —rezonga Papucio desde su rincón.

Pero Ramos, el de cabeza de oro, sonríe con afinada ironía.

El que se salió de la bañadera —pregunta—, ¿no fue Arquímedes?

—Arquímedes era —le responde Adán— El orador Fratino está calumniando a Pitágoras, que fue un señor muy serio.

—Señor —declama Fratino sin inmutarse—, he incurrido en un lapsus... ¿cómo se dice?

—Yo diría un lapsus memoriae —ríe Adán.

—Eso es, un lapsus memoriae.

Desde su rincón Papucio mide a Fratino con ojos malévolos.

—Si no charlaras tanto —le dice—, no soltarías esos globos.

—¿Y si me falla la memoria? —protesta el orador.

—¡Andáte al campo, a tomar leche de pajarito!

El consejo de Papucio levanta en la clase una ola de hilaridad que sería ecuménica si Cueto, recluído en su atmósfera inviolable, y si el payaso Bustos, que se tatúa un ancla en la muñeca, no se hallasen hundidos en tan profundas abstracciones. Por otra parte, caviloso y digno, con un índice puesto en la sien y acariciándose una barba hipotética, el actor Terzián caracteriza en ese instante al filósofo Pitágoras, ante la expectación del gordo Atadell que lo alienta con su vasta sonrisa de plenilunio. La hilaridad ha decrecído en tanto; y al restablecerse el silencio puede oírse aún el rezongo de Papucio, que no deja de zumbar en su rincón.

—¿Otra vez los floreros? —le inquiere Adán.

—No —refunfuña Papucio— Estaba pensando en ese teorema. ¿Para qué sirve?

Adán Buenosayres lo mira con benevolencia:

—Cierta vez —le dice— a un gran matemático le tocó dormir en una cama tan corta que, por más ensayos que hacía, no acertaba el pobre a estirarse con holgura. O le sobraban los pies o le sobraba la cabeza. Bueno, se levantó muy preocupado, encendió la luz, tomó las medidas de la cama, buscó un lápiz y se puso a desarrollar fórmulas y más fórmulas. Hasta que, recordando el teorema de Pitágoras, encontró por fin la solución.

—¿Cómo? —le interrumpe Falcone muy intrigado.

—Se acostó en el sentido de la hipotenusa, es decir en diagonal.

Entre las risas unánimes del grado, Papucio aventura el último rezongo:

—A mí no me serviría —dice—. Yo duermo en el suelo.

—Hablando seriamente —prosigue Adán—, el hombre no sólo ha de pedir a las cosas una grosera utilidad. ¿Cómo hemos definido al hombre?

—Una criatura intelectual —dice Ramos.

—Eso es. El hombre, como ser inteligente, goza conociendo. Y ese goce de su inteligencia, ¿no es en sí una utilidad?

—¡Cierto! —exclama Falcone, asombrado ante lo que tal vez constituya una revelación de sí mismo.

Pero Adán Buenosayres advierte que la mayoría no lo sigue; y entonces añade, cambiando el tono de su voz:

—Por eso le digo siempre a mi alumno Atadell... ¡Cielos!

Blanco ya de todas las miradas, el gordo Atadell exhibe sus dos mandíbulas en movimiento, su placidez eterna de rumiante, su sonrisa instalada más allá del bien y del mal.

—¡Al frente! —le dice Adán —. ¡A vaciar esos bolsillos!

No sin trabajo, el gordo Atadell sale de su pupitre, avanza entre dos filas curiosas, llega junto al escritorio y allí, resplandeciente de bonhomía, hunde su mano izquierda en un bolsillo inconmensurable. De aquel antro van saliendo a la luz y ordenándose luego sobre la tabla del escritorio: dos barritas de chocolate a medio roer, un racimo de pasas de Corinto, seis dátiles visiblemente pegajosos, nueve pastillas de menta no del todo inmaculadas, un envoltorio informe de turrón japonés, dos vainas de algarroba, medio alfajor envuelto en su papel de seda, una sarta de rosquillas duras como el granito, cuatro nueces y ocho almendras. El parto feliz de aquel bolsillo levanta en el grado jubilosas exclamaciones; y la expectativa es grande cuando Atadell sondea el otro con sus dedos mágicos. Pero, ¡ay!, el otro bolsillo malogra tan legítimas esperanzas, ya que sólo contiene seis bolitas cachuzas, dos metros de piolín y un gatillo de revólver muy oxidado. Vacías ya las dos cornucopias del gordo, Adán Buenosayres lo despide con un ademán benevolente.

—Trabajen ahora en sus cuadernos —ordena, volviéndose a la clase.

Mientras los alumnos escriben en silencio, Adán se apoya en el alféizar de la ventana; y, asomado a la calle, deja vagabundear sus ojos. La preñez del aire se resuelve ahora en cierta garúa finísima que a manera de un velo amortaja el suburbio y lima sus ásperos contornos. Abajo, en el umbral de una puerta, junto a un viejo sentado que fuma su cachimbo, una mujer absorta olvida su mate y desbanda su atención en soñolientas lejanías. Un barrendero, a media calle, junta las hojas muertas, las levanta en su carretilla y se va con su montón de platas y de cobres, furtiva imagen del otoño. Sábanas chorreantes cuelgan a plomo en las terracitas desiertas: desde aquel patio, una magnolia yergue su fantasma sombrío; por aquel otro asoma un limonero que trastabilla bajo el peso de su fruta. Más allá cabecean los álamos de la plaza Irlanda. Y al fondo, unánimes en su elevación, las dos agujas de Nuestra Señora de Buenos Aires enseñan al suburbio los caminos de arriba. Con la mirada en ellas, Adán evoca el interior de la basílica, su altar en forma de templete, y aquella imagen de mujer entronizada en las alturas, con el Niño en un brazo y la embarcación en el otro. ¡Qué bueno sería estar ahora en aquel recinto desierto, bajo la luz que se filtra y exalta en los vitrales de colores! ¡Y meditar allí en el secreto de aquella Mujer enigmática, en la vocación del Niño y en la odisea de la Nave! Observando, empero, que su meditación lo devuelve a un clima que se tiene prohibido aquella tarde, abandona la ventana y mira los pupitres: todas las cabezas están inclinadas aún sobre los cuadernos; todas, menos la de Nossardi, el cual, puestos los ojos en su avión diminuto, se pierde acaso en un ensueño de conquistadas alturas. ¡Belerofonte!



—¿No es ya demasiado el peso de nuestra deuda flotante? —chilla el Director, abandonando con furia su taza de café.

—A mi juicio —le retruca el señor Inverni—, la reserva del país es tan formidable, que no está mal hipotecarla en cierta medida, siempre que se lo haga, claro está, en beneficio de las obras públicas y sociales que debemos a las generaciones del futuro. —( ¡Bravo! ¡Muy bien! Al señor Inverni le parece oír el aplauso frenético de una barra invisible.)

Ante la faz colérica del Director, Inverni traga un sorbo de su café ya tibio: es un maestro enjuto de carnes, y muestra esa tez granulosa y ese color de mal venéreo que se dan, a menudo, entre los hombres de ideas avanzadas. Pero el Director no ha desarrugado aún su entrecejo amenazante.

—¡Ja! —ríe con amargura—. ¡Entregar el país al extranjero!

La escena se desarrolla en el despacho directorial, alrededor de una mesa circunscrita por ocho figuras magisteriles que beben su café del segundo recreo. Junto al ventanal y en hermético grupo, las maestras vuelven hacia una luz menguante sus rostros ajados y secos de vírgenes consagradas a la diosa Pedagogía.

—Lo peor del caso —gruñe Di Fiore— es que no sólo nuestras fuentes de riqueza están ya en manos extrañas sino que, además, el extranjero viene realizando entre nosotros una verdadera obra de corrupción.

—¿Cómo? —le pregunta Inverni.

—El argentino, por naturaleza, fue y debe ser un hombre sobrio, como lo era y es todavía nuestro paisano, como lo fueron y son los inmigrantes que nos han dado el ser a la mayoría de nosotros. Pero, ¿qué ha sucedido? Que el extranjero nos ha embarcado en una mística de la sensualidad y el vivir alegre, inventándonos mil necesidades que no teníamos, para vendernos, ¡claro está!, los cachivaches de su industria y rescatar el oro con que nos paga nuestra materia prima. ¡En buen criollo, eso se llama comer a dos manos!

El Director alza la suya como para bendecir a Di Fiore.

—¡Usted lo ha dicho, señor! —exclama— ¡Usted lo ha dicho!

—¿Y acaso —protesta Inverni— nuestro país no debe asimilar los adelantos del progreso?

—¡Necesidades inútiles! —chilla el Director —. ¡Artimañas del capital extranjero! ¡Vean, si no, lo que se traen ahora los ingleses al querer meternos en sus pantalones oxford!

Adán Buenosayres codea urgentemente al puntano Quiroga:

—¡Ojol —le advierte con disimulo— Ya sale a relucir la pérfida Albión.

—¿Qué tienen que ver los pantalones oxford? —rezonga Inverni.

Aventurando un semiesbozo de sonrisa, el Director expone sus recelos:

—Una maniobra para vender más casimir —afirma—. Los hacen ridículamente anchos, para que lleven el doble de tela, y largos hasta el suelo, para que se gasten con el roce. ¡Y no es todo! Han completado su obra con la introduc ción de los...

Aquí se turba y mira de reojo, hacía el grupo de las vírgenes didácticas.

—...de los calzoncillos cortos —dice al fin cautelosamente.

—¿Con qué objeto? —le pregunta Di Fiore.

—Usted verá. El calzoncillo corto pone las rodillas en contacto directo con el casimir; y, en un solo año, la secreción sudorípara destruye una tela que fácilmente duraría tres años.

—Un plan diabólico —gruñe Adán Buenosayres, mientras el puntano Quiroga trata de ahogar un borbotón de risa.

Y mirando al Director como si le solicitara una confidencia:

—Espero —le dice— que usted usará calzoncillos largos.

—¡Naturalmente! —confiesa el Director— ¡No quiero hacerles el caldo gordo a los ingleses!

La risa del puntano estalla en toda su alegre violencia:

—¡Señor! —exclarna—. ¡Si ya no se usan!

Pero el Director le muestra una cara de vinagre y de hiel.

—¡Señor! —le dice— No estamos de chacota.

Entre bromas y veras, rezongón y patético, Di Fiore inicia su elogio del calzoncillo largo:

—Nuestros gigantes padres lo usaban —dice—, y esa prenda les confería una seguridad y un decoro verdaderamente patriarcales. Lo usan todavía los viejos políticos de ahora, que se eternizan en el poder y no se deciden a clavar las guampas; y lo usan con razón, porque yo les aseguro a ustedes que en el calzoncillo largo está el secreto de la longevidad.

Las palabras del erudito devuelven a la tertulía su atmósfera verdadera.

—Una teoría luminosa —ríe Adán Buenosayres, estudiando con afecto la magra, inteligente y cariacontecida figura de Di Fiore.

—¡Hum! —objeta el Director— La falla de los argentinos está, señores, en que todo lo convierten en chacota. Y la solución de nuestros problemas exige, señores, mucha seriedad.

—¡Ya se pondrán serios algún día! —rezonga Di Fiore en tono de amenaza.

Inverni lo considera un instante, con ojos entrecerrados y entrecerrada sonrisa.

—¿Cuándo? —le pregunta.

—Cuando les llegue la hora de la prueba.

—¿Y cómo sabe que ha de llegar esa hora?

—Señor —contesta Di Fiore—, yo creo en la Grande Argentina.



CIRCE-FERNÁNDEZ.—"En tu ruta encontrarás primero a las Sirenas, que fascinan a cuantos hombres van a su encuentro. ¡Ay del imprudente que se les acerca y oye sus voces! Ya no verá otra vez a su esposa, ni sus pequeñitos han de rodearlo ya con el júbilo del regreso. Sentadas en un prado riente, las Sirenas hechizan a los mortales con la dulce armonía de su canto; pero junto a ellas amontónanse huesos humanos y cadáveres podridos que se resecan al sol. ¡Pasa de largo frente a ellas, y tapa con cera blanda las orejas de tus compañeros, a fin de que ninguno las oiga! Pero si tú deseas oírlas, haz que te aten a la velera embarcación: haz que te liguen al mástil, de pies y manos, si deseas escuchar sin riesgo aquellas voces melodiosas."

Por boca de Fernández habla Circe, la que conoce muchas drogas; y su acento admonitorio, resonando en el aula, pone un brillo de alerta en los ojos infantiles. Junto a Fernández, y de pie como él, aguarda Terzián, muy dispuesto a ofrecer una versión de Ulises que ponga la carne de gallina. Balmaceda, Fratino y Mac Leish, las tres voces ilustres del año, leerán la parte de las Sirenas; y, bien que silenciosos todavía, no disimulan ya cierto adelanto de amenaza.

A la luz aguanosa del atardecer, que borronea líneas, mata colores y parece devorar hasta el más leve rumor, treinta niños, al conjuro de palabras antiguas, abandonan ya su cárcel y discurren ahora en una playa de color de miel, bajo un sol torrencial que hace relucir a lo lejos el palacio de Circe. Un doble festón de espuma ciñe la costa musical: junto al agua salobre, acostado aún en las arenas, está el navío de la gran aventura; y el mar, lustroso y mugiente como un becerro, lame la quilla y el desnudo talón de los navegantes. Mientras habla Circe, Adán Buenosayres, desde su ángulo, estudia esa constelación de ojos evadidos: Ramos, el de cabeza de oro, refrena su aliento, como si en su ansia de artífice temiese alborotar el armonioso vuelo de la rapsodia; olvidando sus alas de cartón, planea ya Nossardi en otras alturas; y el mismo Bustos ha quedado absorto, con su cortaplumas en una mano y en la otra un lápiz a medio torturar.

Pero Ulises deja oír su voz de nauta:

ULISES-TERZIÁN.—"Mis compañeros me atan al mástil; y sentados luego en los bancos de la nave, tornan a batir con sus remos el espumoso mar. La embarcación anda rápidamente; y estamos ya tan cerca de la orilla, que desde allá, sin duda, se oyen nuestras voces, cuando las Sirenas, advirtiendo que la velera nave se aproxima, comienzan a entonar un sonoro canto."

Ulises calla, y al instante Balmaceda, Fratino y Mac Leish irrumpen en coro:

LAS SIRENAS.—"Oh, famoso Ulises, gloria de los aqueos! ¡Acércate, detén aquí la nave y oye nuestra voz! Nadie ha pasado en su negro bajel sin escuchar el suave acento que fluye de nuestras bocas. Antes bien, el que nos escucha vuelve a su patria más instruido; porque conocemos todas las fatigas que los troyanos y vosotros los griegos padecisteis en Ilión, y porque no ignoramos nada de lo que ocurre en el vasto universo."

¡Ay de la nave! ¡Alerta! Los remos caen y se levantan en acelerado ritmo de fuga: reluce al sol el torso de los remeros. Y treinta niños, embarcados en la nave de Ulises, miran al héroe que forcejea entre sus ligaduras, prisionero a la vez de un mástil y de un canto. Vuela el navío sobre la pradera salada: lejos quedó el acecho de la música. ¡Ya es hora de soltar a Ulises! ¡Que la cera no guarde ya los prudentes oídos!

Pero Adán Buenosayres ha desertado el bajel y se ha lanzado a la orilla: entre carroñas que hieden al sol y bajo una nube de pegajosos tábanos azules, ha visto el rostro de las Sirenas y respirado el aliento de sus bocas horribles. ¡Oír la música, sin caer en el lazo de quien la profiere! ¿Y cómo? Ciertamente, hace falta un navío y su mástil.

Dentro del aula y fuera, la luz brumosa del atardecer lo roe todo en una especie de disolución universal. Pero treinta niños bogan con Ulises rumbo a las Islas Bienaventuradas.

Y Adán Buenosayres, perdido en su rincón, evoca una enigmática figura de Mujer en cuya mano derecha un pequeño navío infla su velamen.








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