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El Partido
Néstor Santana no gritó el gol de “Once Unidos”.
A su alrededor explotaron centenares de gargantas, y los tablones de la tribuna sufrieron el terremoto de la algarabía y los saltos de entusiasmo de los fanáticos. “Once Unidos” uno, “Alacranes” de Chivilcoy cero. Y el partido ya estaba por finalizar. La clasificación del equipo local para la siguiente etapa del torneo provincial estaba al alcance de la mano.
Néstor siempre iba a la cancha. Ver un partido de fútbol, sentado al aire libre y comiendo garrapiñadas, tenía para él un atractivo irresistible. Lo que no era muy atractivo era tener el pantalón manchado con su propio café, el gordo que estaba atrás saltó apoyándose en su espalda y le hizo volar el vasito que tenía en la mano. Lo conocía de la villa, andaba siempre paseando a un perro San Bernardo, y en ese momento deseó que al llegar a su casa el gordo fuera devorado por su gorda mascota.
Y ganaron, nomás. Mientras la tardecita ya iniciaba su marcha hacia la noche, la mayoría de los espectadores se quedó en la cancha, entonando los cánticos del club de sus amores, y Néstor se dirigió hacia los molinetes del portón de entrada, tratando de ocultar con el periódico la mancha de café. No pudo dejar de pensar que el suyo era un pudor algo extraño. Le molestaba que los demás pudieran imaginar que se había meado encima, y sin embargo, en su manera de ser y de expresarse, el “qué dirán de mí” y el “qué pensarán de mí” casi nunca se alistaban entre sus preocupaciones.
Su casa estaba a unos dos kilómetros, y como siempre que había buen tiempo regresó a pie. Eso también formaba parte del atractivo del fútbol dominguero.
Sabía que al llegar iba a ponerse a trabajar, a continuar su tarea de la mañana. El asunto lo tenía obsesionado, y la Rubia, aunque no le decía nada, le hacía saber con sutileza, sobre todo debajo de las sábanas, que su humor había cambiado.
La nenita de la villa que había desayunado en su casa le había pateado el tablero. Su vida cotidiana, previsible, diáfana, clase de biología, sala de profesores, libros, el fútbol por la tele, el correo electrónico con colegas, el rock sonando en su radio, la Rubia suave y amorosa, el periódico, la reunión de amigos en el café, todo se había alterado sin que él se lo propusiera.
Era casi seguro que el pájaro que vieron en la villa era una cigüeña. La laguna Salada está muy cerca, y era habitual ver cigüeñas volando sobre la ciudad. Y el susto de la mamá, su cara de inquietud cuando llamó a la puerta de Néstor muy temprano, también se podía explicar con sencillez: la ciguëña estaba quieta, y la iluminaba por detrás el resplandor rojizo del sol que se izaba en ese momento. Una visión del mismo infierno para una mujer de conocimientos muy limitados, amplificada por el silencio de la hora y la ausencia del marido.
Sin embargo, había algo que no cerraba. Cuando Néstor le mostró a Ceci la foto de la cigüeña, su carita fue tan neutra como si la imagen que estaba frente a sus ojitos hubiera sido la de una cafetera o un perchero. Y si de algo Néstor se fiaba, era de las cosas que los chicos le decían. Si bien sus pocos años los hacían proclives a la exageración (“era asííí de grande”, “vinieron como mil”, “hice un gol desde la mitad de la cancha”), el núcleo de sus relatos, despojados de la hipérbole infantil, era real. Y casi siempre comprobable.
Cuando Ceci vio la foto del albatros viajero, el ave de mayor envergadura que existe, no tuvo ninguna duda: su grito de alegría, batiendo palmas por haber encontrado al pato grandote que había visto un rato antes, era la espontánea expresión de su certeza.
Pero con la seguridad de la nena comenzaban las dudas de Néstor. No era posible que un albatros, que vive en los fríos mares del sur, estuviera en una ciudad ubicada a doscientos kilómetros de la costa más cercana. No era posible.
Esas aves tienen alas delgadas y largas, y extendidas miden casi cuatro metros de punta a punta. Esa cualidad las hace excepcionales para planear y aprovechar las corrientes de aire, y de ese modo se desplazan con un mínimo de esfuerzo, volando miles de kilómetros sobre el mar. Técnicamente, un albatros podría llegar hasta allí. Pero esa posibilidad estaba en contra de su naturaleza, esas aves jamás se acercan a tierra firme, salvo a una isleta o una península desierta para poner un único huevo. Y punto. Su alimento lo obtienen del mar, y descansan y duermen sobre la superficie del mar.
El problema de Néstor aumentaba con otros datos inquietantes alineados detrás de la exclamación de Ceci. En la tertulia del café del martes pasado había salido el tema de la aparición nocturna. El Colorado Giménez, que no se destaca precisamente por ser un tipo fabulador, comentó que volviendo a su casa en el auto, observó en el cielo unos destellos blancos sobre la fábrica de soda.
—Era algo muy curioso, y no puedo decir a qué altura se producía, pero no era ni un avión, ni una estrella, ni nada que yo haya visto antes.
—¿Qué forma tenía? —preguntó Néstor.
—No era una forma precisa, cambiaba de tamaño, subía, bajaba, se desplazaba para un lado y para otro. Paré el auto para mirar más tranquilo, y al ratito desapareció.
El breve relato del Colorado, con ligeras variantes, también lo había escuchado Néstor de boca de otros conocidos: la mamá de Ceci, por supuesto, dos chicos de su clase de biología en el colegio y el vendedor de diarios del quiosco de Independencia y Moreno, que sintetizó su visión diciendo que “me pareció como un murciélago blanco, don Néstor”.
El café derramado en su pantalón se había enfriado, y la sensación desagradable del roce de la tela mojada contra la pierna lo apartó un instante de sus pensamientos, mientras veía a una cuadra de distancia la entrada de su casa.
Había dos puntos que quería resolver cuanto antes. El primero era conseguir más material sobre los albatros, y en especial información sobre algún antecedente de estos animales desplazándose hacia tierra firme, si es que la había. Le escribiría hoy mismo a varios colegas de Argentina, Australia y Chile tanteándolos suavemente sobre el tema, tratando de no armar alboroto, con un amable pedido de datos surgido de una inquietud académica y no como lo que era en realidad: algo que comenzaba a robarle el sueño.
Y el segundo punto era casi una necesidad física: ver con sus propios ojos de observador experimentado esta aparición tan repentina y fuera de lógica, para saber de una vez por todas si tenía por delante una interesante investigación sobre una extraña cigüeña que volaba de noche, o si debía desentrañar el inconcebible misterio de un albatros salido de todo contexto.
La diferencia no era poca. En el primer caso estaría en terreno conocido, una tarea de observación, paciencia y acumulación de datos. En el segundo, esa misma tarea se debería prolongar en las arenas movedizas de los fenómenos rebeldes a la explicación científica, que Néstor tendría que explorar y colonizar, para sí y para los demás.
Esa era una fase superior, como la que iba a jugar “Once Unidos”, también con adversarios más poderosos y menos familiares. Y al igual que los ganadores de esta tarde, tendría que echar mano a sus reservas de conocimientos y voluntad para seguir adelante, pero solo, sin la camaradería y la solidaridad de un equipo. En algún momento de su juventud había escrito, en un cuaderno de tapas azules, que la vida en este planeta, al resultarnos tan inmediata por ser parte de ella, hace que pasemos de largo y sin darnos cuenta frente a sus maravillas y misterios, y que en lugar de interrogar preferimos andar equipados con respuestas que nos dan otros; y sordos, ciegos y mudos, caminamos por el senderito de todos los días que alguna vez, de improviso, nos lleva hasta la puerta del cementerio.
Quizá este albatros de Ceci, pensó Nestor, sea la verdadera mayoría de edad para aquel pibe del cuaderno de tapas azules, el que mientras los otros chicos jugaban a la pelota, se pasaba horas enteras mirando a los horneros mientras hacían sus casitas.
“¡Qué despelote que me estoy haciendo por una cigüeña, la puta madre!”, se dijo Néstor, tratando de borrar sus pensamientos.
En la villa de enfrente se escuchaban los gritos de algunos chicos, un “Once Unidos” en miniatura disputando la pelota.
Metió la llave en la cerradura, y entró. La Rubia estaba en casa, se acercó a él con su beso de siempre y marchó hacia la cocina para preparar el mate.
Néstor Santana encendió la computadora.
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From Nestor and the Albatross by Sir
Archibald Morrison, published by Glasgow Press, Inc. Copyright
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