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PARTE II - CAPITULO 17: Donde se declara el último punto y extremo adonde llegó y pudo llegar el inaudito ánimo de Don Quijote, con la felicemente acabada aventura de los leones.
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Cuenta la historia que cuando don Quijote daba voces a Sancho que le trujese el yelmo, estaba él
comprando unos requesones que los pastores le vendían; y acosado de la mucha priesa de su amo,
no supo qué hacer dellos, ni en qué traerlos, y, por no perderlos, que ya los tenía pagados, acordó de
echarlos en la celada de su señor, y con este buen recado volvió a ver lo que le quería; el cual, en
llegando, le dijo:
-Dame, amigo, esa celada; que yo sé poco de aventuras, o lo que yo allí descubro es alguna que
me ha de necesitar, y me necesita, a tomar mis armas.
El del Verde Gabán, que esto oyó, tendió la vista por todas partes, y no descubrió otra cosa que
un carro que hacia ellos venía, con dos o tres banderas pequeñas, que le dieron a entender que el tal
carro debía de traer moneda de Su Majestad, y así se lo dijo a don Quijote; pero él no le dio crédito,
siempre creyendo y pensando que todo lo que le sucediese habían de ser aventuras y más aventuras,
y así, respondió al hidalgo:
-Hombre apercebido, medio combatido: no se pierde nada en que yo me aperciba; que sé por
experiencia que tengo enemigos visibles e invisibles, y no sé cuándo, ni adónde, ni en qué tiempo, ni
en qué figuras me han de acometer.
Y volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le
fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don Quijote, y sin que echase de ver lo que dentro venía,
con toda priesa se la encajó en la cabeza; y como los requesones se apretaron y exprimieron,
comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que
dijo a Sancho:
-¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos, o se me derriten los sesos, o
que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo; sin duda creo que
es terrible la aventura que agora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie; que el
copioso sudor me ciega los ojos.
Calló Sancho y diole un paño, y dio con él gracias a Dios de que su señor no hubiese caído en el
caso. Limpióse don Quijote, y quitóse la celada por ver qué cosa era la que, a su parecer, le enfriaba
la cabeza, y viendo aquellas gachas blancas dentro de la celada las llegó a las narices, y en
oliéndolas, dijo:
-Por vida de mi señora Dulcinea del Toboso, que son requesones los que aquí me has puesto,
traidor, bergante y mal mirado escudero.
A lo que con gran flema y disimulación respondió Sancho:
-Si son requesones, démelos vuesa merced, que yo me los comeré... Pero cómalos el diablo, que
debió ser el que ahí los puso. ¿Yo había de tener atrevimiento de ensuciar el yelmo de vuesa merced?
¡Hallado le habéis el atrevido! A la fe, señor, a lo que Dios me da a entender, también debo yo de
tener encantadores que me persiguen, como a hechura y miembro de vuesa merced, y habrán puesto
ahí esa inmundicia para mover a cólera su paciencia y hacer que me muela, como suele, las
costillas. Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago; que yo confío en el buen discurso de
mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga, y
que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la celada.
-Todo puede ser -dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando después de haberse
limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajó, y afirmándose bien en los
estribos, requiriendo la espada y asiendo la lanza, dijo:
-Ahora, venga lo que veniere; que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mesmo Satanás en
persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las
mulas, y un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
-¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué banderas son aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
-El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a
la corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro señor, en señal que aquí va
cosa suya.
-Y ¿son grandes los leones? -preguntó don Quijote.
-Tan grandes -respondió el hombre que iba a la puerta del carro- que no han pasado mayores ni
tan grandes de África a España jamás; y yo soy el leonero, y he pasado otros; pero como éstos,
ninguno. Son hembra y macho; el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y
ahora van hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe; que es menester
llegar presto donde les demos de comer.
A lo que dijo don Quijote sonriéndose un poco:
-¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues ¡por Dios que han de ver esos señores
que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos, buen hombre, y pues sois el
leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera; que en mitad desta campaña les daré a
conocer quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mí los
envían.
-¡Ta, ta! -dijo a esta sazón entre sí el hidalgo-. Dado ha señal de quién es nuestro buen caballero:
los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los sesos.
Llegóse en esto a él Sancho, y díjole:
-Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se
tome con estos leones; que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos.
-Pues ¿tan loco es vuestro amo -respondió el hidalgo-, que teméis y creéis que se ha de tomar con
tan fieros animales?
-No es loco -respondió Sancho-, sino atrevido.
-Yo haré que no lo sea -replicó el hidalgo.
Y llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le dijo:
-Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza
de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la
jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que estos leones no
vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y no será bien detenerlos
ni impedirles su viaje.
-Váyase vuesa merced, señor hidalgo -respondió don Quijote-, a entender con su perdigón manso
y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Este es el mío, y yo sé si vienen a mí o no
estos señores leones.
Y volviéndose al leonero le dijo:
-¡Voto a tal, don bellaco, que si no abrís luego las jaulas, que con esta lanza os he de coser con el carro!
El carretero, que vio la determinación de aquella armada fantasía, le dijo:
-Señor mío, vuestra merced sea servido, por caridad, dejarme desuncir las mulas y ponerme en
salvo con ellas antes que se desenvainen los leones, porque si me las matan, quedaré rematado para
toda mi vida; que no tengo otra hacienda sino este carro y estas mulas.
-¡Oh hombre de poca fe! -respondió don Quijote-. Apéate, y desunce, y haz lo que quisieres; que
presto verás que trabajaste en vano y que pudieras ahorrar desta diligencia.
Apeóse el carretero y desunció a gran priesa, y el leonero dijo a grandes voces:
-Séanme testigos cuantos aquí están corno contra mi voluntad y forzado abro las jaulas y suelto
los leones, y de que protesto a este señor que todo el mal y daño que estas bestias hicieren corra y
vaya por su cuenta, con más mis salarios y derechos. Vuestras mercedes, señores, se pongan en
cobro antes que abra, que yo seguro estoy que no me han de hacer daño.
Otra vez le persuadió el hidalgo que no hiciese locura semejante; que era tentar a Dios acometer
tal disparate. A lo que respondió don Quijote que él sabía lo que hacía. Respondióle el hidalgo que lo
mirase bien, que él entendía que se engañaba.
-Ahora, señor -replicó don Quijote-, si vuesa merced no quiere ser oyente desta que a su parecer
ha de ser tragedia, pique la tordilla y póngase en salvo.
Oído lo cual por Sancho, con lágrimas en los ojos le suplicó desistiese de tal empresa, en cuya
comparación habían sido tortas y pan pintado la de los molinos de viento y la temerosa de los
batanes, y, finalmente, todas las hazañas que había acometido en todo el discurso de su vida.
-Mire, señor -decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga, que yo he visto por
entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de león verdadero, y saco por ella que el tal león,
cuya debe de ser la tal uña, es mayor que una montaña.
-El miedo, a lo menos -respondió don Quijote-, te le hará parecer mayor que la mitad del mundo.
Retírate, Sancho, y déjame; y si aquí muriere, ya sabes nuestro antiguo concierto: acudirás a
Dulcinea, y no te digo más.
A éstas añadió otras razones, con que quitó las esperanzas de que no había de dejar de proseguir
su desvariado intento. Quisiera el del Verde Gabán oponérsele; pero viose desigual en las armas y no
le pareció cordura tomarse con un loco, que ya se lo había parecido de todo punto don Quijote; el
cual, volviendo a dar priesa al leonero y a reiterar las amenazas, dio ocasión al hidalgo a que picase
la yegua, y Sancho, al rucio, y el carretero a sus mulas, procurando todos apartarse del carro lo más
que pudiesen antes que los leones se desembanastasen.
Lloraba Sancho la muerte de su señor, que aquella vez sin duda creía que llegaba en las garras de
los leones; maldecía su ventura, y llamaba menguada la hora en que le vino al pensamiento volver a
servirle; pero no por llorar y lamentarse dejaba de aporrear al rucio para que se alejase del carro.
Viendo, pues, el leonero que ya los que iban huyendo estaban bien desviados, tornó a requerir y a
intimar a don Quijote lo que ya le había requerido e intimado, el cual respondió que lo oía, y que no
se curase de más intimaciones y requerimientos, que todo sería de poco fruto, y que se diese priesa.
En el espacio que tardó el leonero en abrir la jaula primera estuvo considerando don Quijote si
sería bien hacer la batalla antes a pie que a caballo, y, en fin, se determinó de hacerla a pie,
temiendo que Rocinante se espantaría con la vista de los leones. Por esto saltó del caballo, arrojó la
lanza y embrazó el escudo, y desenvainando la espada, paso ante paso, con maravilloso denuedo y
corazón valiente, se fue a poner delante del carro, encomendándose a Dios de todo corazón, y luego a
su señora Dulcinea. Y es de saber que, llegando a este paso, el autor de esta verdadera historia
exclama y dice: «¡Oh fuerte y sobre todo encarecimiento animoso don Quijote de la Mancha, espejo
donde se pueden mirar todos los valientes del mundo, segundo y nuevo don Manuel de León, que fue
gloria y honra de los españoles caballeros! ¿Con qué palabras contaré esta tan espantosa hazaña, o
con qué razones la haré creíble a los siglos venideros, o qué alabanzas habrá que no te convengan y
cuadren, aunque sean hipérboles sobre todos los hipérboles? Tú a pie, tú solo, tú intrépido, tú
magnánimo, con sola una espada, y no de las del perrillo cortadoras, con un escudo no de muy
luciente y limpio acero, estás aguardando y atendiendo los dos más fieros leones que jamás criaron
las africanas selvas. Tus mismos hechos sean los que te alaben, valeroso manchego; que yo los dejo
aquí en su punto, por faltarme palabras con que encarecerlos.»
Aquí cesó la referida exclamación del autor y pasó adelante, anudando el hilo de la historia,
diciendo que visto el leonero ya puesto en postura a don Quijote, y que no podía dejar de soltar al
león macho, so pena de caer en la desgracia del indignado y atrevido caballero, abrió de par en par la
primera jaula, donde estaba, como se ha dicho, el león, el cual pareció de grandeza extraordinaria y
de espantable y fea catadura. Lo primero que hizo fue revolverse en la jaula, donde venía echado, y
tender la garra, y desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y con casi dos
palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro; hecho esto, sacó la
cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner
espanto a la misma temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del
carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos.
Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que
arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte,
como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y
remanso se volvió a echar en la jaula; viendo lo cual don Quijote, mandó al leonero que le diese de
palos y le irritase para echarle fuera.
-Eso no haré yo -respondió el leonero-; porque si yo le instigo, el primero a quien hará pedazos
será a mí mismo. Vuesa merced, señor caballero, se contente con lo hecho, que es todo lo que puede
decirse en género de valentía, y no quiera tentar segunda fortuna. El león tiene abierta la puerta: en
su mano está salir o no salir; pero pues no ha salido hasta ahora, no saldrá en todo el día. La
grandeza del corazón de vuesa merced ya está bien declarada: ningún bravo peleante, según a mí se
me alcanza, está obligado a más que a desafiar a su enemigo y esperarle en campaña; y si el
contrario no acude, en él se queda la infamia, y el esperante gana la corona del vencimiento.
-Así es verdad -respondió don Quijote-: cierra, amigo, la puerta, y dame por testimonio en la
mejor forma que pudieres lo que aquí me has visto hacer; conviene a saber: como tú abriste al león,
yo lo esperé, él no salió, volvíle a esperar, volvió a no salir y volvióse a acostar. No debo más, y
encantos afuera, y Dios ayude a la razón y a la verdad y a la verdadera caballería; y cierra como he
dicho, en tanto que hago señas a los huidos y ausentes, para que sepan de tu boca esta hazaña.
Hízolo así el leonero, y don Quijote, poniendo en la punta de la lanza el lienzo con que se había
limpiado el rostro de la lluvia de los requesones, comenzó a llamar a los que no dejaban de huir ni de
volver la cabeza a cada paso, todos en tropa y antecogidos del hidalgo; pero alcanzando Sancho a ver
la señal del blanco paño, dijo:
-Que me maten si mi señor no ha vencido a las fieras bestias, pues nos llama.
Detuviéronse todos, y conocieron que el que hacía las señas era don Quijote; y perdiendo alguna
parte del miedo, poco a poco se vinieron acercando hasta donde claramente oyeron las voces de don
Quijote, que los llamaba. Finalmente, volvieron al carro, y en llegando, dijo don Quijote al carretero:
-Volved, hermano, a uncir vuestras mulas y a proseguir vuestro viaje; y tú, Sancho, dale dos
escudos de oro, para él y para el leonero, en recompensa de lo que por mí se han detenido.
-Ésos daré yo de muy buena gana -respondió Sancho-; pero ¿qué se han hecho los leones? ¿Son
muertos o vivos?
Entonces el leonero, menudamente y por sus pausas, contó el fin de la contienda, exagerando
como él mejor pudo y supo el valor de don Quijote, de cuya vista el león, acobardado, no quiso ni osó
salir de la jaula, puesto que había tenido un buen espacio abierta la puerta de la jaula; y que por
haber él dicho a aquel caballero que era tentar a Dios irritar al león para que por fuerza saliese,
como él quería que se irritase, mal de su grado y contra toda su voluntad, había permitido que la
puerta se cerrase.
-¿Qué te parece desto, Sancho? -dijo don Quijote-. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera
valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será
imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por la merced
recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
-Pues si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el Caballero de los Leones; que
de aquí adelante quiero que en éste se trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido
del Caballero de la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes caballeros, que se
mudaban los nombres cuando querían o cuando les venía a cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a
notar los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba
a cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su
locura; pero como no la sabía, ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era
concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
-¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le
ablandaban los cascos los encantadores? Y ¿qué mayor temeridad y disparate que querer pelear por
fuerza con leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
-¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por
un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar
testimonio de otra cosa. Pues con todo esto quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco
ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su
rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece
un caballero, armado de resplandecientes armas, pasar la tela en alegres justas delante de las
damas, y bien parecen todos aquellos caballeros que en ejercicios militares, o que lo parezcan,
entretienen y alegran, y, si se puede decir, honran las cortes de sus príncipes; pero sobre todos éstos
parece mejor un caballero andante, que por los desiertos, por las soledades, por las encrucijadas,
por las selvas y por los montes anda buscando peligrosas aventuras, con intención de darles dichosa
y bien afortunada cima, sólo por alcanzar gloriosa fama y duradera. Mejor parece, digo, un caballero
andante socorriendo a una viuda en algún despoblado que un cortesano caballero requebrando a
tina doncella en las ciudades. Todos los caballeros tienen sus particulares ejercicios: sirva a las
damas el cortesano; autorice la corte de su rey con libreas; sustente los caballeros pobres con el
espléndido plato de su mesa; concierte justas, mantenga torneos, y muéstrese grande, liberal y magnífico, y buen cristiano, sobre todo, y desta manera cumplirá con sus precisas obligaciones; pero
el andante caballero busque los rincones del mundo; éntrese en los más intrincados laberintos;
acometa a cada paso lo imposible; resista en los páramos despoblados los ardientes rayos del sol en
la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia de los vientos y de los yelos; no le asombren
leones, ni le espanten vestiglos, ni atemoricen endriagos; que buscar éstos, acometer aquéllos y
vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios. Yo, pues, como me cupo en suerte ser
uno del número de la andante caballería, no puedo dejar de acometer todo aquello que a mí me
pareciere que cae debajo de la jurisdicción de mis ejercicios; y así, el acometer los leones que ahora
acometí derechamente me tocaba, puesto que conocí ser temeridad exorbitante, porque bien sé lo
que es valentía, que es una virtud que está puesta entre dos extremos viciosos, como son la cobardía
y la temeridad; pero menos mal será que el que es valiente toque y suba al punto de temerario que
no que baje y toque en e1 punto de cobarde; que así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal
que el avaro, así es más fácil dar el temerario en verdadero valiente, que no el cobarde subir a la
verdadera valentía; y en esto de acometer aventuras, créame vuesa merced. señor don Diego, que
antes se ha de perder por carta de más que de menos, porque mejor suena en las orejas de los que lo
oyen «el tal caballero es temerario y atrevido» que no «el tal caballero es tímido y cobarde».
-Digo, señor don Quijote -respondió don Diego-, que todo lo que vuesa merced ha dicho y hecho
va nivelado con el fiel de la misma razón, y que entiendo que si las ordenanzas y leyes de la
caballería andante se perdiesen, se hallarían en el pecho de vuestra merced como en su mismo
depósito y archivo. Y démonos priesa, que se hace tarde, y lleguemos a mi aldea y casa, donde
descansará vuesa merced del pasado trabajo, que si no ha sido del cuerpo, ha sido del espíritu, que
suele tal vez redundar en cansancio del cuerpo.
-Tengo el ofrecimiento a gran favor y merced, señor don Diego -respondió don Quijote.
Y picando más de lo que hasta entonces, serían como las dos de la tarde cuando llegaron a la
aldea y a la casa de don Diego, a quien don Quijote llamaba el Caballero del Verde Gabán.
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