Hoy, domingo 24 de julio de 2005, los trajinados huesos de Azucena Villaflor, Esther Ballestrino y María Ponce fueron enterrados en el jardín contiguo a la iglesia de la Santa Cruz, que está en la esquina de las calles Estados Unidos y Urquiza de la ciudad de Buenos Aires.
Como se aprecia en la foto, la tumba consiste en unos pocos puñados de grava derramados sobre la tierra removida, con dos grupitos de rosas rojas encima. Algo sencillo, austero, sin ninguna pretensión de impacto visual. Ahí descansan, por fin, los restos de tres mujeres cincuentonas que fueron secuestradas en ese mismo lugar y —hoy lo sabemos con certeza— luego asesinadas, a fines del año 1977.
La inhumación fue al mediodía de hoy, en una ceremonia íntima de la que participaron los familiares más cercanos. Más tarde, a las cuatro, se realizó dentro de esa bellísima iglesia, iluminada a pleno, un acto conmemorativo que duró unas tres horas y terminó hace un rato.
Una multitud heterogénea ocupó hasta los recovecos de la iglesia, y encima del altar había dos enormes leyendas: "La verdad nos hará libres" y "La impunidad no será eterna". Estuvo presente el cantautor Víctor Heredia, que interpretó dos temas acompañándose con su guitarra, y el premio Nobel de la Paz Pérez Esquivel. Casi de incógnito, también estuvo el jefe de gobierno de la ciudad Aníbal Ibarra, quien, vestido con unas sencillas ropas oscuras, presenció de pie todo el acto a un costado del altar y mezclado con la concurrencia.
¿Qué fue lo que hicieron esas tres mujeres maduras, hace casi veintiocho años, para merecer un destino tan horrible? En el acto de recién hablaron numerosas personas, de todas las edades, y contaron acerca de los hechos y sus conmovedoras vivencias personales, además de citar con nombre y apellido a varios de los militares involucrados.
Lo que sacamos en limpio fue esto: resulta que los hijos de esas mujeres desaparecieron de la noche a la mañana, y ellas comenzaron a buscarlos. Preguntaron, durante días, semanas y meses interminables en comisarías, en juzgados, en unidades militares, en iglesias y en las dependencias más diversas del gobierno militar de entonces.
Pero como en ninguna parte obtenían respuestas, comenzaron a reunirse con otras madres, que cada vez eran más, para intercambiar la escasa información y darse ánimos unas a otras. Además, iban todos los jueves a la Plaza de Mayo, haciendo una ronda alrededor de la Pirámide, con lo que armaban un poquito de despelote porque eran filmadas por camarógrafos de medios extranjeros además de los pocos nacionales que se atrevían a hacerlo.
Como no lograron amedrentarlas con amenazas de todo tipo, para terminar con "las locas de la plaza" los militares secuestraron a varias de ellas para que el miedo llamara a sosiego a las restantes. Estas pobres "subversivas" fueron torturadas en la ESMA y luego llevadas en aviones rumbo al océano Atlántico, donde luego de doparlas las arrojaron vivas en pleno vuelo. Listo, a la mierda con ellas, fin de esta historia: imaginamos que esos deben haber sido los pensamientos de los marinos que dieron y ejecutaron la cobarde orden de ejecución.
Pero las corrientes y mareas hicieron que, tiempo después, los cuerpos irreconocibles de esas infelices aparecieran en las playas de Santa Teresita, en las que asombrados bomberos los recogieron y colocaron en morgues improvisadas. Más tarde, esos despojos misteriosos fueron enterrados como N.N. en una fosa común en el cementerio de otro pueblo llamado General Lavalle.
Los testimonios dispersos y escasos de algunos testigos permitieron que la paciencia y la tenacidad de los familiares, que con el alma angustiada buscaron durante casi tres décadas a las madres que desaparecieron mientras buscaban a sus hijos desaparecidos, pusieran en manos de los científicos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) esos huesos fracturados y viejos, exhumados con un terrible presentimiento.
Como todos sabemos, la ciencia avanza y avanza. Y las pruebas de ADN, laboriosas pero irrefutables, hicieron que los huesos hablaran: "Soy Azucena". "Soy Mary". "Soy Esther".
Esta historia, un 'puzzle' macabro al que despojamos de centenares de detalles de amor, dolor, frustraciones y espanto por razones de espacio, prueba para siempre que la supuesta lucha de los militares contra la subversión guerrillera de los años '70 era en realidad una acción de exterminio dirigida contra todos los que no creían en la versión "oficial" de sus acciones, contra los que no se callaban y comentaban en voz alta sus atrocidades de fábula.
Una vez, el siniestro almirante Massera dijo que los cientos de testimonios de secuestros, torturas y muertes recogidos en el libro "Nunca más" no eran reales, sino una novela del escritor Ernesto Sábato. A partir de hoy ningún argentino, a sola condición de no ser un imbécil, podrá repetir esa misma mentira.
Por último, en este acto y rodeados de tanta gente, no nos dio la sensación de estar removiendo el pasado, o de vivir anclados en el pasado, o de no vivir el presente por llorar el pasado. Mientras los huesos de esas tres cincuentonas secuestradas y asesinadas reposan en una tumba recién cerrada, donde las rosas rojas aún están frescas y lozanas, hoy en la iglesia se recibió un llamado telefónico anónimo y amenazador.
Esto no sucedió. Esto está sucediendo.
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