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La virgencita de los gitanos


Sir Archibald


La virgencita de los gitanos

(revista Para mí, Nro. 1, julio de 2005)


La virgencita de los gitanos
Nuestra Señora de Luján

«Debemos enviar nuestras tropas a Vietnam, no tenemos otra opción». Lyndon B. Johnson, presidente norteamericano, 1965.

«No están, no tienen entidad, ni muertos ni vivos, están desaparecidos». Jorge R. Videla, presidente argentino de facto, 1977.

«Esta explosión en la fábrica de armamentos de Río Tercero es un lamentable accidente, y ustedes tienen la responsabilidad de informarlo». Carlos S. Menem, presidente argentino, 1995.

«La medida de congelar los depósitos es para salvaguardar el patrimonio de los argentinos». Domingo F. Cavallo, ministro de economía argentino, 2001.

«Tienen armas de destrucción masiva, no tenemos otra opción que invadir Iraq para preservar nuestra libertad». George W. Bush, presidente norteamericano, 2003.

«Te quiero». Paula, 12 de julio de 2004.




Las Grandes Mentiras tienen a sus grandes monseñores, que son quienes las conciben, las cuidan durante el tiempo que demanda su gestación, asisten al parto y les pegan un chirlo en la cola para que entre el aire a sus pulmones y comiencen a respirar entre nosotros.

Pero a partir de ellos, la tarea de divulgación la continúan numerosos monaguillos, a los que se puede dividir, usando un marcador grueso, en dos grandes grupos: los monaguillos “interesados”, que son los que difunden las mentiras a sabiendas, con el propósito de ser palmeados en el hombro por los monseñores y recibir sus guiños cómplices para conseguir poder o dinero -por lo general, ambos- como justa retribución a sus esfuerzos; y los monaguillos “espontáneos”, que propagan las mentiras en su variante gratarola, y además convencidos de que se trata de verdades. A estos últimos, cuyo rol es el de repetir lo que escuchan sin tomarse el trabajo de averiguar y comprobar, también les cabe la denominación más precisa y técnica de monaguillos “pelotudos”, debido a que muchas veces son víctimas directas de las mismas mentiras que vocean como canillitas.

En la vida de todos los días nos codeamos con Pequeñas Mentiras, que van desde las inofensivas del tipo “decile que no estoy” destinada a un vendedor cargoso, escalan a las miserables de “no tengo monedas, pibe” dirigida al chico que nos limpia el parabrisas en un semáforo, hasta llegar, por ejemplo, a la crueldad de “algo habrá hecho” a propósito del secuestro y ‘desaparición’ de una persona. Estas Pequeñas mentiras son tales vistas desde el conjunto de la sociedad, pero Grandes cuando nos atañen en lo personal. Y también pueden devenir de Pequeñas en Grandes en razón de su cantidad y repetición, o porque creí en lo que me dijiste hace un año, mi amor.

Tentados estamos, a la vista de estas calamidades, de imaginar otra historia posible, un mundo diferente donde sólo tengan cabida pequeñas engañifas o, a lo sumo, unas pocas mentiras piadosas. Imaginar, mientras miramos sin ver por la ventana, que haya detectores de mentiras con los electrodos pegados en pechos y brazos de los figurones que hablan a multitudes, con conexión a pantallas gigantes que nos permitan monitorearlos en sus púlpitos, oficinas de gobierno, mitines políticos y conferencias de prensa. Y esa misma tecnología, pero con pantallitas como las de los teléfonos celulares, también aplicada a comercios, hogares, empresas y salas diversas, para precavernos de los miles de mentirosos que tienen un radio de acción más estrecho pero que un capricho del destino podría ubicar entre la gente que frecuentamos, y tan cerca como para darnos un beso de Judas con abrazo incluido.

Hablamos de imaginar, sólo de imaginar. Además de las dificultades legales y operativas, una apreciable cantidad de mentirosos lo hacen por compulsión y creen en sus propias falsedades, así que mientras nos envuelven como a un paquete veríamos en las pantallas la leyenda “OK, todo tranquilo”. Sí, es una mala noticia, pero no podemos ilusionarnos: ni siquiera con esta ayuda sofisticada estaríamos a salvo de las mentiras. Y menos que menos de la tuya, mi amor, que es la más grande de todas.

Desestimado este método, más cercano a una película ambientada en el futuro que a un intento serio de quitar esta telaraña universal que nos voltea demasiadas ilusiones, no nos resignamos a que no se pueda torcer el destino. Tal vez la solución resulte de usar un pituto más sencillo, un detector de entrecasa.

Los gitanos, esos tipos con dientes de oro y mujeres de largas polleras, son conocidos por dedicarse a la compra y venta de automotores, y tienen fama de mentirosos. Ese aura de deshonestidad, cierto o no, hace que seamos cautos y recelosos a la hora de comprarles un coche.

Pero, a su vez, los gitanos saben que la mentira no es patrimonio de etnias, nacionalidades ni clases sociales, y por lo tanto también desconfían de nosotros cuando son ellos los que negocian como compradores.

Y para curarse en salud, examinan nuestro vehículo con parsimonia, mirando sus detalles, y revisan la carrocería con un ingenioso adminículo: sacan de entre sus ropas una virgencita con imán, de esas que nos llevamos como recuerdo de la visita a Luján para ponerla en el coche al lado del estéreo, y comienzan su delicada tarea, ya no religiosa sino mundana y comercial.

Como es sabido por todos nosotros, y también por los gitanos, se puede desconfiar de cualquiera menos de la virgen, y los astutos zíngaros la van apoyando sobre la carrocería mientras caminan alrededor del auto, comprobando si se adhiere al metal. Si en algún punto la virgencita no queda pegada, el gitano emite un veredicto inapelable: “¡masilla!”. Descubre así, para nuestra vergüenza, que el vehículo inmaculado que queremos venderle, joya nunca taxi, alguna vez estuvo abollado por un choque, y queda en evidencia la solapada intención de engañarlo.

Aquí la historia se repite, y pareciera que, al menos hoy, no sabré si pude evitar, mi amor, que no consiga olvidarte. Al igual que en la fantasía de los detectores de mentiras con pantalla, este modesto sucedáneo de venta libre y uso popular para prevenir accidentes de tránsito también padece de serias limitaciones. Por desgracia para nosotros, la virgencita de los gitanos no se puede utilizar para el testeo del bla bla del vecino, del bla bla del peluquero o del bla bla de un cuñado. Tampoco sirve para el bla bla de los políticos, el bla bla de los comunicadores o el bla bla de los profetas.

Pero lo más grave de todo es que tampoco se puede aplicar a las declaraciones de amor: el “te quiero” que endulza nuestros oídos puede ser “masilla”, pero nosotros lo sabremos recién un año después, con el corazón roto. Si la virgencita hubiese resbalado en tus labios mentirosos, Paula, el corazón sólo se me habría abollado, y en ese mismo instante.

Sir Archibald