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    Setenta veces siete
Reflexiones sobre el perdón


Setenta veces siete

Reflexiones sobre el perdón


Hay numerosas voces de opinólogos argentinos, profesionales y aficionados, que desde los medios audiovisuales y escritos nos dicen, con palabras que pretenden estar fundadas en el sentido común, que esta historia de la dictadura y de los desaparecidos nos distrae de los problemas actuales.

Eso implica, según esta visión, que mientras estamos dándole al parche con los temas del período 1976-1982, lo único que hacemos es perder el tiempo revolviendo viejas heridas, en lugar de aplicarnos a solucionar el montón de bolonquis que hoy nos agobian.

La conclusión implícita, como es obvio, marca que mientras más tiempo sigamos enganchados con cosas del pasado, aunque se trate del pasado reciente, mayor tiempo tardaremos en mejorar nuestro presente y en soñar con un futuro esplendoroso, lleno del orgullo y bizarría que la cima de los Andes escaló.

Este razonamiento, rebosante de lo que se denomina “sentido común”, tiene para nosotros el siguiente mensajito: aflojen con los milicos y los desaparecidos, muchachos, y ocúpense de la inseguridad, la deuda externa, la crisis energética, la desocupación y todas esas cosas importantes.

Pero resulta que nosotros le tenemos un cachito de desconfianza a este “sentido común”. Nuestra cabecita, si sólo tuviera sentido común, nos convencería de que la Tierra es plana; es imposible que sea de otro modo.

Fíjense que si fuera redonda, por ejemplo, mientras algunos están de pie y caminan como si nada, y hasta andan en bici y juegan al fútbol, otros que vivimos en la otra punta del mapa estaríamos prendidos como chimpancés a la canilla del piletón del patio, aterrorizados por la posibilidad de soltarnos y caer como una piedra en el vacío, porque luego de atravesar las nubes nos perderíamos en la inmensidad del cielo y chau chau adiós para siempre.

No quiero aquí siquiera esbozar otras consecuencias desagradables del vivir cabeza abajo, ni imaginar las acrobacias que se deberían ejecutar para poder cumplir con el mandamiento de “creced y multiplicaos”. Me basta con decir que el veredicto del “sentido común” es pura lógica inapelable: la Tierra es plana, y no jodamos más con esto.

Sin embargo, sabemos que la verdad resultó ser otra, y que todos aquellos que dijeron que nuestro planeta tenía la forma de un globo la pasaron muy mal, hasta que mucho tiempo después lograron la aceptación y el reconocimiento general de la raza humana, raza ingrata si las hay.

Nada nos gustaría más que nuestras heridas estuvieran cicatrizadas, y aplicar todas las energías de que disponemos para enderezar este presente tan retorcido. Pero para dar vuelta la hoja es necesario que la herida no sangre.

No hay un ánimo de revancha, ni menos aún de venganza. Pese a la magnitud inenarrable de los infinitos tormentos de los desaparecidos antes de su muerte, en veintidós años de democracia ningún familiar, amigo, tutor o encargado tomó la justicia en sus propias manos para aplicar un “ojo por ojo” con alguno de los numerosos torturadores reconocidos. Lo más aproximado que se puede citar es la piña que un flaco le acomodó a Astiz en la ciudad de Bariloche, cuando se lo cruzó por la calle y no pudo resistir sus ganas de atenderlo.

Queremos perdonar, pero no nos dejan. Estamos dispuestos a perdonar a los ofensores, pero los ofensores no piden perdón, y le escurren el bulto a la justicia, aunque sea una justicia tan imperfecta y endeble como la nuestra.

Una parábola de Cristo, que se lee en Mateo 18, 21-35, ilustra a la perfección el sentido del perdón. Y ya que estamos en una nación que se dice cristiana y católica, incluso por boca de los mismos genocidas de uniforme, nos gustaría pegarle una repasada, como para refrescar conocimientos.

Pedro le pregunta a Cristo, como queriendo exagerar: “¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano si me ofende? ¿Siete veces?”. La respuesta de Cristo lo sorprende, como siempre: “Hasta setenta veces siete”. Que en el lenguaje del Maestro no significa perdonar 490 veces, sino todas las veces que sea necesario, perdonar siempre.

A continuación, Cristo relata una parábola, un cuentito, como siempre lo hace para que las gentes sencillas que le rodean entiendan con claridad lo que quiere significarles, y también nosotros más de veinte siglos después. Lo podemos dividir en tres cuadritos.

En el primero, se presenta ante su Rey un súbdito que le debe diez mil talentos, que es una suma de dinero descomunal, como si hoy dijéramos tres palos verdes. El Rey no anda con vueltas, lo manda vender como esclavo a él, a su mujer y a sus hijos. El súbdito cae de rodillas y le suplica que lo aguante un tiempito, diciéndole que le va a pagar todo lo que le debe. Entonces el Rey cambia por completo de actitud, y le responde que no sólo le esperará, sino que le condona al toque toda la deuda. No me debés nada, pibe, andate tranquilo.

En el segundo cuadrito, el tipo sale del palacio real y se encuentra con otro, quien a su vez le debe cien denarios, digamos unas tres lucas. El recién perdonado lo emboca al otro con un “flaco, devolveme la plata que te presté” mientras lo zamarrea del cuello para enfatizar su premura.

En el tercer y último cuadrito, algunos que habían presenciado las dos escenas le fueron con el cuento al Rey. El Rey se asombró y se recontra calentó: mandó a buscar al ingrato y lo puso en manos de los verdugos para que lo “apretaran” hasta que devolviera el último mango. Pero antes le dijo: “Siervo perverso, ¿no te perdoné yo toda la deuda porque me rogaste? ¿No convenía que te apiadases de tu compañero, como yo me apiadé de ti?”.

Esto nos lleva a una serie de reflexiones. Perdonar siempre todo y a todos, ¿no embarra la cancha? ¿No tira abajo todo el orden moral? ¿No hay que considerar límites y excepciones?

La persona que lo perdona todo, ¿qué clase de tipo es? ¿No tiene carácter? ¿No tiene ética? ¿Es medio boludo? ¿Puede ser un ejemplo? Y yendo un poco más allá, ¿habría que suprimir las cárceles y los tribunales?

Perdonar todo, y perdonar siempre, parecería que es lo mismo que suprimir la diferencia entre el bien y el mal.

Pero Cristo no dijo tal cosa. En su infinita sabiduría (no por nada es Dios) establece que el perdón tiene una condición: el arrepentimiento. Para que el perdón funcione y sea operativo, el ofensor tiene que solicitarlo a quien ofendió. Sin este requisito, el perdón no existe, no tiene razón de ser, es un pedaleo en el aire que no lleva a ninguna parte a ninguna de las dos partes.

No se puede amar la ofensa, porque si yo amo a una ofensa entonces amo al mal, y no puedo amar el mal. Y mientras el ofensor no se arrepienta está identificado con la ofensa, y yo no puedo perdonarlo.

Y está claro que si no hay arrepentimiento, ni siquiera el mismo Dios puede perdonar. Cristo no le perdonó a Herodes que hubiera matado a su primo Juan Bautista: Herodes nunca se arrepintió.

Aquí entra en escena la justicia. Si se exige una reparación a los ofensores, no es porque no se esté dispuesto a perdonarlos. El problema es que no se les puede perdonar sin hacer agravio a nuestra conciencia, al orden, al bien común. No es que uno no perdone, sino que el otro no recibe el perdón. Es el otro el que mantiene un estado de desorden, ante el cual nuestra conciencia no puede cerrar los ojos y mostrarse indiferente.

Alguien que conozco dijo que una injusticia, mientras no es reparada, destruye la convivencia, y es una cosa inmortal, un mal social peor aún que la guerra.

Y entonces, mientras la justicia no ordene el desorden social que ocasionan las acciones injustas no reparadas, enviando a la cárcel “hasta que nos devuelvan el último mango” a los autores de crímenes aberrantes que cometieron mientras estaban en una posición de fuerza, detentando el control del aparato del Estado, y que no han mostrado el más mínimo arrepentimiento en los más de veinte años transcurridos hasta hoy, nuestro deseo de perdonar no puede hacer otra cosa que habitar, en silencio, en la intimidad de nuestro corazón.

Sin posibilidad alguna de que llegue a nuestros labios para ser escuchado, ni siquiera cuando estamos a solas.

Mientras tanto, nuestra vida transcurre en medio de los afanes de todos los días, trabajando por nosotros mismos y por nuestra comunidad, pero siempre al pendiente de que las ofensas puedan resolverse ante la justicia y ocurra una sanación general que, por ende, también sería personal.

El sentido común, ese saber que poseemos por el hecho de ser hombres, es el receptáculo de nuestra inteligencia. Nos brinda los principios básicos para razonar, pero hasta ahí llega. Lo usamos todos aunque no lo sepamos, y sin necesidad de haber ido a la escuela. Es el saber en que se está.

A partir de ese saber comienza otro tipo de conocimiento, filosófico o científico, con el que marchamos hacia la comprensión profunda de la realidad. Es el saber que se conquista.

La sabiduría de Cristo, que es Dios para los creyentes y un sabio maestro para los demás, supera en una dimensión casi infinita a este pálido y debilucho “sentido común” de los opinólogos del marchar hacia adelante sin volver la cabeza. El saber en que él está es un saber ya conquistado, y aún antes de comenzar su camino.

Una cosa es ir para adelante en línea recta, pero también podemos avanzar, olvidadizos y faltos de referencias, trazando un círculo y volviendo, sin quererlo, al punto de partida. Y somos muchos los que hemos dicho nunca más.

Nuestro pobre intelecto ha necesitado que se amontonen los siglos para saber y aceptar que vivimos sobre una pelota en la inmensidad del espacio. El Maestro se las arregló con apenas tres años para decirnos, con sus palabras y su ejemplo, lo que es la vida y cómo debemos vivirla.