Fernando Sánchez Esteban (circa 2003)
Ahora no puede correr, ni andar, ni tomar un vaso de agua ni cortar una rosa o acariciar a un niño...
Aquel hombre no sabía acerca de la práctica del viejo arte de la equitación, aunque fue motorista y anduvo por los montes erguido en su máquina trialera, despacio, vadeando arroyos y remontando altozanos, creyendo a veces, iluso, que cabalgaba. Ya desde niño, en los circos, admiraba los caballos, a esas nobles bestias señoras de los sueños de los hombres, símbolos de libertad. Alejandro Magno, Don Quijote, Calígula, El Cid, una larga lista de personajes legendarios, reales o fantásticos, alcanzaron la celebridad junto a sus bizarros corceles. Gran lector, aprendió sobre razas, doma y utilidades para el hombre desde la más remota historia, mas nunca se decidió a actuar en cumplimiento de sus más íntimos deseos. Aquellos cuadrúpedos amigos vivían su vida, y él la suya...
Hasta que, ya cuarentón, se hizo socio de un selecto club deportivo, donde pasaba fines de semana y adonde descansaba siempre que podía, huyendo del agobio de su trabajo y la gran ciudad. Entre los servicios a cuyo uso tenía derecho como accionista, había un picadero con varios animales, incluyendo un par de poneys para los niños...
Un día, decidido por un inesperado impulso, montó a una noble y negra yegua, sin miedo a caerse, saliendo a renglón seguido del recinto de adiestramiento. Fue un grato placer, sentir bajo su cuerpo y entre sus piernas al potente animal, a otro ser vivo que podía llevarle adonde él le dirigiese. Y no se cayó, para asombro de los presentes, alertas para auxiliarle en el previsible accidente, los mismos que, aún algo temerosos, le vieron alejarse de las instalaciones, asombrados, pues el novato se puso de pie sobre los estribos, como el que practica trial, cual estilan los jockeys... ¡Al galope, la primera vez que se subió a un caballo!...
Por tal éxito inicial, repitió a menudo la original vivencia, tan pronto tenía ocasión iba alegre sobre aquella hembra amiga, durante horas. Mas una tarde de verano, vio a un conocido subirse a otra yegua, mucho más joven ésta; briosa, nerviosa e inquieta, color canela, recién comprada, acabada de domar mínimamente...
Se dio cuenta de que lo que él hacía era pasear sin esfuerzo propio. Engañándose, dedujo que la monta, realmente, era aquello que vio, la potra rauda e inquieta, espectacular, indómita de vocación, que marcaba a veces las pezuñas en la tierra, piafando por los giros o al salvar un repecho...
Cierta mañana, creyéndose suficientemente ducho, se encaminó sigilosamente a las cuadras con las primeras luces: acharoladas botas de montar de cuero fino y cabritilla, sin zahones ni guantes, ni protección para la cabeza; un corto látigo mejicano colgando de su diestra. Su compañera la yegua oscura, relinchó saludándole, sin que él le prestara atención, dirigiéndose al cajón de la alazana. Con lo ya memorizado, no le costó demasiado aparejarla sin ayuda, aunque que tardó más de lo habitual cuando lo hacía con la otra...
Salió montado de la caballeriza, tomando el camino abierto del campo, más al galope que al trote, evitando senderos y trochas. Eufórico, notó el viento en su rostro, no importándole el que ya en los primeros minutos estuviera a punto de caer en dos ocasiones... A la negra, había que azotarla necesariamente, por eso él llevaba aquella recia fusta hecha de cuero de sección cuadrada trenzado y mordiente; sin hacer uso de ella, este animal de impetuosa naturaleza corría raudo por entre jarales, carrascas y olivos. Con las piernas flexionadas, buscando la postura más aerodinámica, recordó en segundos tantas y tantas historias sobre caballos, centauros bravíos, blancos unicornios, gauchos, mongoles; obras teatrales, películas, libros... ¡El caballo, el caballo, sí!...
La bestia sudaba; el hombre sentía un contento desconocido, proporcionado por la velocidad, el estrépito sordo de los cascos sobre el terreno, lo insólito de la situación... ¡Eso era lo que había querido experimentar, aquello lo que buscaba, lo que a lo largo de su vida deseó sin apercibirse o confesarse!... ¡No tenía por qué hallar américas, ni viajar a otros mundos enfundado en escafandras blancas, sudarios al fin!... La vida colmada estaba allí, la plenitud anhelada, el goce...
A veces tenía que agacharse, al pasar bajo las encinas; pegando una mejilla al cuello y crines de la jaca, se figuraba hermanado con ella, deleitándose en notar su profundo olor. En un ramalazo de locura sensual o embriaguez vital, aprestó el rebenque, haciéndolo restallar brutal y repetidamente en el lomo de su montura, llegando a herirla. Gimiendo de gozo, suspirando, con cada trallazo propinado exultaba internamente, enloquecido, aumentando su adrenalina, potenciando su sensualidad e, inesperadamente, su sexualidad... ¡Era hipogrifo, nueva clase de fauno cuadrúpedo!... ¡Era un dios, era dios, Dios!...
Testigo mudo, el sol contemplaba la acción... La hembra canela, sin cesar en su carrera, brincaba más que galopaba; volaba, sudorosa, con espuma en la boca, aterrorizada, abiertos desmesuradamente sus ojos, rebelándose ante el injusto castigo. Hasta que, decidida, frenó con sus remos traseros e inició un iracundo corcoveo coceando...
El temerario jinete cayó de cabeza, rodando luego sobre piedras sueltas de mediano tamaño, dañándose de forma irreversible la columna vertebral. Instantánea e instintivamente, se apercibió de lo grave del daño, allí en la ulterior soledad, sin dolor ni sensación alguna en tronco ni extremidades, yacente boca abajo, viendo magnificada a una u otra hormiga e incluso a una mariposa que se acercó, misericordiosa. Olía la tierra y la yerba. Descubrió que hasta las piedras calientes emitían asimismo su propia fragancia...
La yegua huyó del hombre con los estribos bamboleándose y tintineando. Suelta y frenética, por la querencia volvió en línea recta a su establo, resoplando. Hacía extraña estampa, moviendo su testa a derechas e izquierdas para soltarse de riendas y freno; sin dejar de trotar, escapando del hombre mas volviendo voluntaria a su cárcel, a su casa donde otros la iban a montar, de seguro. En su modesto cobertizo fue atendida por el veterinario esa misma tarde, quien la anestesió localmente antes de coser la carne abierta, curando su anca sangrante, lavando y desinfectando al tintarla con rojos líquidos...
Cuando por fin encontraron al caballero novel, estaba éste sonriendo incomprensiblemente, boca abajo y en extraña postura; quieto como un muerto, como un roto muñeco de peluche. Lo primero y único que dijo fue que a nadie se le ocurriera sacrificar o dañar al animal, que no fue culpa de ella el accidente...
La yegua inocente luce hoy tres cicatrices, costurones apenas visibles. Pace cuando puede, aunque las más de las veces come en el pesebre, atada a un cabestro igual que el de los bueyes. El mismo albéitar que la curó, la hizo concebir, con semen descongelado procedente de un semental inglés purasangre. Parió un juguetón potrillo color crema claro, con ojos grises, una estrella negra en la frente y marfileña crin. Desde el parto no es tan majestuosa ni nerviosa, se ha acostumbrado al peso de los humanos y a obedecer sus órdenes y caprichos. Teme al castigo, mas no se rebela cuando lo recibe, respondiendo a las instrucciones de las bridas. Si no es del todo mansa, sí es ya sumisa, poco distinta, una más... En una Junta General del Club Deportivo se prohibieron los rudos vergajos y rebenques, definiéndose normativamente el tamaño, forma y dimensiones de las "civilizadas" fustas permitidas en sus instalaciones hípicas...
El tullido aún ahora es feliz, en el articulado lecho hospitalario donde yace y vive. Tiene buen humor; las auxiliares y enfermeras le quieren, porque les sonríe casi siempre, les recita poesías de memoria y les cuenta de seres mitológicos...
En cierta ocasión, un médico internista, mientras tomaba el pulso al inmóvil paciente, creyó notar y oír un ritmo in crescendo, cual de cascos equinos. Separó el doctor sus manos, mirando a los ojos del inválido que le observaba risueño y magnánimo, volvió a buscar con dos dedos la palpitación sanguínea y la halló normal, acompasada. Dejó el galeno caer con cuidado el brazo ceroso del cuadrapléjico, habló con él educadamente del tiempo y, saliendo de la habitación, se prometió no contar a nadie de su ilusión auditiva, ni tan siquiera en su acostumbrada terapia de grupo semanal...
Diariamente, sin abandonar la habitación hospitalaria donde es atendido y de la que nunca saldrá, el fustigador fustigado vuelve a oler el romero y la jara en cuanto lo desea, en plena carrera desenfrenada. Se alborota imaginariamente su sexo paralítico, cree sentir mojadas por la transpiración de la rojiza yegua sus yertas piernas, le despeina el viento que genera el galope tendido. Ve luego volar alrededor de su cara amarillas e inmaculadas mariposas... Y en su sala de fluorescente luz eléctrica, fría y blanca, un sol siempre nuevo le calienta y broncea el espíritu, día a día...
© Fernando Sánchez Esteban.
Alenza.
14-3-00.
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