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Nuestro semiólogo desocupado, ex profesor de la Universidad de Salamanca y actualmente chofer de taxi, todas las tardecitas revisa las bolsas de basura de Buenos Aires y rescata la cultura de libros y escritores que, de no ser por él, seguirían el infausto destino del relleno sanitario. Y el chabón también nos pasa datos de conferencias y ofertas de libros baratos, con la esperanza de que nos desasnemos un poquito. ¡Gracias, maestro!


Estúpidos hombres blancos (fragmento)


País de burros



por Michael Moore


Michael Moore
Michael Moore (tapa del libro "Estúpidos hombres blancos")


¿Tiene la impresión de vivir en un país de burros?

Cuando pensaba en el estado de estupidez de este país solía consolarme repitiendo para mí que, incluso si hubiera 200 millones de burros redomados, quedarían al menos 80 millones de personas capaces de llegar a entender lo que digo (y eso es más que la población conjunta del Reino Unido e Islandia).

Entonces llegó el día en que me vi compartiendo oficina con el Concurso de la cadena ESPN Two-Minute Drill. Es uno de esos programas que ponen a prueba sus conocimientos acerca de cosas como en qué posicion jugó fulano en tal equipo, cuántas carreras anotó mengano en aquel partido entre Boston y Nueva York en 1925, quién fue el mejor novato del campeonato en 1965, y qué desayunó Jake Wood la mañana del 12 de mayo de 1967.

Desconozco la respuesta a todas estas preguntas pero, por algún motivo, recuerdo el número de camiseta de Jake Wood: el 2. ¿Y por qué retengo un dato tan inútil?

No lo sé, pero después de ver a un montón de tipos haciendo cola para presentarse a la prueba de selección de ese concurso, creo que ya he sacado algo en claro acerca de la inteligencia y la mente norteamericanas. Hordas de musculitos y atontados departen en el pasillo esperando la llegada de su gran momento, repasando cientos de hechos y datos estadísticos y desafiándose el uno al otro con preguntas que sólo Dios Todopoderoso sería capaz de responder. Al mirar a estos gorilas rebosantes de testosterona, uno pensaría que se trata de un hatajo de analfabetos que apenas saben leer la etiqueta de una cerveza.

Por el contrario, son unos genios. Pueden responder a 30 preguntas peregrinas en menos de 2 minutos. Eso se traduce en 4 segundos por pregunta contando el tiempo de cansina lectura que necesitan los deportistas invitados para enunciar la cuestión.

Una vez oí decir al lingüista y politólogo Noam Chomsky que para comprobar que el pueblo americano no es idiota basta con sintonizar cualquier programa de deportes en la radio y escuchar la retahíla increíble de hechos que sus participantes son capaces de recordar. Resulta portentoso y prueba, sin duda alguna, que la mente estadounidense está viva y pletórica de salud. Lo que sucede es que no recibe estímulos suficientemente interesantes o sugestivos. Nuestro reto, dijo Chomsky, consiste en encontrar la manera de convertir la política en algo tan apasionante y atractivo como los deportes. Cuando lleguemos a ese extremo, veremos a los americanos discutir acaloradamente acerca de quién le hizo qué a quién en la cumbre de la OMC.

Claro que para eso primero tienen que ser capaces de deletrear las siglas OMC.

Hay cuarenta millones de estadounidenses con un nivel de lectura de tercero de primaria: se trata de analfabetos funcionales.

¿Cómo conozco el dato? Lo leí. Y ahora lo ha leído usted. Del mismo modo, también sabemos que un adulto norteamericano pasa 99 horas al año leyendo libros, frente a las 1.460 horas que dedica a mirar la tele.

También he leído que sólo el 11 % de los americanos se molesta en leer el periódico, más allá de las tiras humorísticas o de la sección de coches de segunda mano.

Vivir en un país donde hay cuarenta y cuatro millones de personas que no saben leer, y otros doscientos millones que saben pero normalmente no lo hacen, resulta aterrador. Un país que no sólo produce estudiantes analfabetos en masa sino que parece apegarse cariñosamente a su condición de necio e ignorante no debería estar gobernando el mundo..., al menos hasta que una mayoría de sus ciudadanos sepa localizar Kosovo (o cualquier otro país que haya bombardeado) sobre el mapa.

Por eso los extranjeros no se sorprendieron de que los americanos, que suelen regodearse en su estupidez, «eligieran» a un presidente que raramente lee nada –ni siquiera los informes que se le entregan– y piensa que África es un país en lugar de un continente. El líder idiota de un país idiota. En nuestra gloriosa tierra de la abundancia, menos es más cuando se trata de poner a prueba cualquier lóbulo cerebral con una asimilación de hechos y números, pensamiento crítico o comprensión de algo que no sea... el deporte.

Nuestro idiota en jefe no hace nada para disimular su ignorancia; incluso alardea de ella. Durante su discurso de entrega de diplomas a la promoción de Yale del año 2001, George W. Bush se refirió orgullosamente a su mediocre pasado estudiantil en esa misma universidad: «Y a los estudiantes con media de suficiente, yo les digo: ustedes también pueden ser presidentes de Estados Unidos.» Parece que la mención de un padre ex presidente, de un hermano gobernador de un estado con papeletas desaparecidas y de un Tribunal Supremo repleto de amiguetes de papá resultaba más bien baladí en un discurso necesariamente escueto.

Como estadounidenses, contamos con una recia tradición de representantes iletrados. En 1956, el embajador en Ceilán (Sri Lanka), designado por el presidente Dwight D. Eisenhower, fue incapaz de nombrar al primer ministro del país ni su capital durante su discurso de aceptación en el Senado. A pesar de todo, Maxwell Gluck fue ratificado en el cargo. En 1981, el vicesecretario de Estado nombrado por el presidente Ronald Reagan, William Clark, admitió en su discurso de aceptación un desolador desconocimiento de la política exterior. Clark no tenía ni idea de qué pensaban nuestros aliados de Europa occidental acerca de los misiles nucleares americanos presentes en sus bases ni sabía los nombres de los primeros ministros de Suráfrica o Zimbabwe. Naturalmente, se le confirmó en el cargo. Todo esto allanó el camino para la llegada del pequeño Bush, que tampoco tenía claros los nombres de los jefes de Estado de India ni Pakistán, dos de los siete países que poseen la bomba atómica.

Y eso que Bush fue alumno de Yale y Harvard.

Recientemente, un grupo de estudiantes de último curso de 55 prestigiosas universidades americanas (como Yale, Harvard y Stanford) se sometió a un test de elección múltiple sobre temas propios de la enseñanza secundaria. Había 54 preguntas, y los estudiantes de tan magnas instituciones sólo respondieron correctamente al 53 % de las mismas. Un solo estudiante llegó a acertarlas todas.

Un escandaloso 40 % de dichas lumbreras no sabía cuándo se había librado la guerra de Secesión, pese a que contaban con este amplio abanico de opciones: A. De 1750 a 1800; B. De 1800 a 1850; C. De 1850 a 1900; D. De 1900 a 1950; E. Después de 1950. (Chicos, la respuesta es C.) Las dos preguntas en que mejor puntuaron estos universitarios fueron 1) ¿Quién es Snoop Doggy Dog? (el 98 % la acertó), y 2) ¿Quiénes son Beavis and Butt-head? (el 99 % lo sabía). No niego, en cualquier caso, que Beavis and Butt-head representan lo mejor de la sátira americana de los noventa ni que Snoop y otros raperos han cantado varias verdades acerca de los males sociales del país. De modo que no voy a meterme con la cadena musical MTV.

De hecho, me preocupa más que políticos como el senador Joe Lieberman de Connecticut y Herbert Kohl de Wisconsin se metan con la MTV cuando ellos son los responsables del fracaso devastador de la educación estadounidense. Pásese por cualquier escuela pública del país y, con toda probabilidad, encontrará aulas masificadas, techos goteantes y profesores hundidos. En una de cada cuatro escuelas encontrará estudiantes que «aprenden» de libros de texto publicados en 1980 o antes.

¿Por qué? Porque los líderes políticos –y la gente que les vota– han decidido que construir otro bombardero tiene prioridad sobre la educación de nuestros hijos. Prefieren entretenerse pronunciando conferencias acerca de la depravación de espectáculos televisivos como Jackass que ocuparse de la auténtica depravación que supone el estado de penosa negligencia en que se encuentran nuestras escuelas y nuestros escolares, que a este paso defenderán dignamente nuestro título de País más Burro de la Tierra.

Odio decir todo esto. Me encanta este pedazo de país y amo a los chiflados que lo habitan. Pero cuando viajo a algún remoto poblado de América Central, como hice en los años ochenta, y oigo a un puñado de chicos de doce años contarme sus preocupaciones acerca del Banco Mundial, tengo la impresión de que algo anda mal en Estados Unidos de América.

Nuestro problema no es sólo que nuestros niños no saben nada, sino que los adultos que pagan su matrícula están a su mismo nivel. Me pregunto qué sucedería si examináramos al Congreso de Estados Unidos para ver lo que saben nuestros representantes. ¿Y si les pusiésernos un simple test de conocimiento generales a los comentaristas que acaparan las emisoras de radio y televisión con su ininterrumpida cháchara? ¿Cuántas respuestas acertarían?

Tiempo atrás, decidí averiguarlo. Era una de esas mañanas dominicales en que si querías ver la tele tenías que elegir entre el programa de inversión inmobiliaria Parade of Homes o la tertulia política de The McLaughlin Group. Si gustan del aullido de las hienas bajo el efecto de las anfetas, se decantarán naturalmente por McLaughlin. Aquel domingo en particular, quizá como castigo por no haber ido a misa, me vi forzado a escuchar al columnista Fred Barnes (director del semanario derechista Weekly Standard y presentador del programa de Fox News The Beltway Boys) quejarse una y otra vez del lamentable estado de la educación en el país, a la vez que culpaba a los profesores y su maligno sindicato de los pobres resultados académicos de los estudiantes.

«¡Estos chicos ni siquiera saben lo que son la Ilíada y la Odisea!», aullaba, mientras otros invitados asentían admirados ante el noble lamento de Fred. A la mañana siguiente llamé a Fred Barnes a su despacho de Washington.

–Fred –dije–, explícame qué son la Ilíada y la Odisea.

–Bueno... –empezó a farfullar–, son... eh... ya sabes... Eh, bueno, me has atrapado. No sé lo que son. ¿Contento?

Pues la verdad es que no. Eres una de las máximas figuras televisivas del país. Compartes gustoso tu «sabiduría» con cientos de miles de ciudadanos confiados, mientras desdeñas alegremente la ignorancia de otros.

Yale y Harvard. Princeton y Dartmouth. Stanford y Berkeley. Consigue una licenciatura en alguna de estas universidades y ya no tendrás que preocuparte por nada en la vida. ¿Qué importancia tiene que el 70 % de los graduados de dichas instituciones jamás hayan oído hablar de la Ley del Derecho al Voto o del programa para una Gran Sociedad del presidente Lyndon Johnson? «¿A quién le importa?», te preguntas sentado en tu villa toscana observando la puesta de sol y paladeando la buena marcha de tus negocios.

¿Y qué más da si ninguna de estas universidades punteras a las que acuden estos ignorantes requiere un solo curso de historia americana para licenciarse? ¿De qué sirve la historia si uno va a ser el futuro del mundo?

¿A quién le importa si el 70 % de los universitarios estadounidenses se licencia sin haber aprendido una lengua extranjera? ¿Acaso no habla inglés todo el mundo? Y si no es así, ¿no deberían aplicarse de una vez esos putos extranjeros?

¿Y a quién le importa un carajo que, de los setenta departamentos de literatura inglesa de las grandes universidades americanas, sólo veintitrés exijan a sus alumnos de lengua inglesa que aprueben un curso sobre Shakespeare? ¿Puede alguien explicarme qué tiene que ver Shakespeare con el inglés? ¿Y de qué sirven cuatro mohosas obras de teatro en el mundo de los negocios?

Quizá sólo estoy celoso porque no completé la carrera. Lo confieso: yo, Michael Moore, abandoné mis estudios universitarios. Un día de mi segundo año, estuve conduciendo sin parar por los estacionamientos del campus en Flint, buscando sitio como loco. No lo encontré, y después de circular durante una hora con mi Chevy Impala del 69, grité por la ventana: «¡Estoy harto! ¡Dejo la universidad!». Me fui a casa y les comuniqué mi decisión a mis padres.

–¿Por qué? –preguntaron.

–No pude estacionar –repliqué, agarrando un refresco y preparándome para seguir adelante con mi vida. No me he sentado en un pupitre desde entonces.

Mi desagrado por la escuela empezó más o menos hacia segundo de primaria. Mis padres –Dios los bendiga por ello– ya me habían enseñado a leer y escribir a la edad de cuatro años. Así que cuando entré en la escuela primaria Saint John, tuve que sentarme y fingir interés mientras el resto de los críos recitaban robotizados «A,B,C,D,E,F,G ...» con un sonsonete que me atormentaba aún más que la letanía abecedaria.

Me aburría a muerte. En honor de las monjas debo decir que se dieron cuenta de ello, y un día la hermana John Catherine me llevó aparte y me dijo que me pasarían a segundo. No cabía en mí de gozo. Llegué a casa y anuncié atropelladamente que en un solo mes ya había aprobado un curso entero. Mis padres no se mostraron demasiado entusiasmados ante esta nueva prueba de la genialidad de su vástago. En cambio, soltaron un «PERO QUÉ DEMONIOS...», se fueron a la cocina y cerraron la puerta. Alcancé a oír que mi madre le advertía por teléfono a la madre superiora que de ningún modo su pequeño Michael iba a asistir a clase con niños mayores; «así que, por favor, hermana, déjelo en primero».

Estaba hundido. Mi madre me explicó que si me saltaba el primer grado siempre sería el menor y más enclenque de los alumnos en clase (la inercia y la comida rápida acabaron por contradecirla). Tampoco podía apelar a mi padre, que dejaba la mayoría de las decisiones escolares en manos de mi madre (había sido la mejor de su clase en el instituto). Traté de explicarle que si me devolvían a primero daría la impresión de haber suspendido segundo curso en un solo día, lo que me expondría a las represalias de los primerizos, a quienes había dejado atrás al grito de «¡Nos vemos, boludos!». Pero mamá Moore no cedió, y entonces descubrí que su autoridad pasaba por encima de la de la madre superiora.

Al día siguiente, decidí ignorar las instrucciones de mis padres para reincorporarme a primero. Por la mañana, antes de que sonara el timbre, todos los estudiantes tenían que alinearse fuera de la escuela con sus compañeros y entrar en fila en el recinto. Silenciosa pero decididamente, me puse en la fila de segundo, rogando a Dios que cegara a las monjas para que no me vieran. El timbre sonó y pasé inadvertido. La fila de segundo se puso en marcha y yo avancé con ella. «¡Toma! –pensé–. Si sale bien, me meto en la clase de segundo, me siento y ya nadie podrá echarme.» En el momento en que me disponía a cruzar la puerta de la escuela, sentí que una mano me sujetaba por el cuello del abrigo. Era la hermana John Catherine.

–Creo que te has equivocado de fila, Michael –dijo con firmeza–. Vuelves a estar en primero.

Empecé a protestar. Mis padres se habían equivocado, le aseguré. De hecho, no eran mis verdaderos padres...

Durante los siguientes doce años me senté en clase e hice mi trabajo, constantemente preocupado por hallar el modo de escapar. En cuarto, fundé un periódico clandestino. Lo cerraron. Lo volví a intentar en sexto. Lo cerraron de nuevo. En octavo no sólo empecé otra vez, sino que convencí a las hermanas de que me dejaran escribir una obra teatral para la clase con el fin de representarla en Navidad. La obra trataba de una convención de ratas de todo el país que se celebraría en la parroquia de Saint John. El sacerdote puso fin a la tentativa y volvió a cerrar el periódico. Decidió que, en lugar de montar mi obra, mis amigos y yo tendríamos que salir a escena, cantar tres villancicos y dejar el estrado sin decir ni mu. Decidí organizar a media clase para que se quedase callada en medio del escenario. Así pues, salimos y nos negamos a cantar los villancicos como protesta silenciosa contra la censura sufrida. Hacia la segunda canción, intimidados por las severas miradas que los padres nos lanzaban desde la platea, la mayoría cedió y empezó a cantar, y ya hacia la tercera también yo capitulé y me sumé al coro de Noche de paz, prometiéndome seguir con la lucha otro día.

Como todos sabemos, el instituto es una suerte de castigo sádico y cruel impuesto a los adolescentes por adultos que buscan vengarse por no poder llevar una vida despreocupada de disfrute irresponsable. ¿Qué otra explicación puede haber para esos cuatro años de comentarios degradantes, abuso físico y la convicción de que eres el único que no tiene sexo?

Tan pronto como entré en el instituto –y en la enseñanza pública– me olvidé de todas mis quejas acerca de la represión por parte de las hermanas del Saint John; de pronto, todas me parecían unas santas. Ahora me enfrentaba a los riesgos de un corral atestado con más dos mil adolescentes. En tanto que las monjas habían dedicado sus vidas a enseñar abnegadamente sin esperar recompensa terrenal alguna, los mandamases del instituto tenían una simple misión: «Ata a esos capullos como perros, enciérralos hasta doblegar su voluntad y que vayan a pudrirse como peones a una fábrica de plásticos.» Haz esto, no hagas eso, ponte la camisa por dentro, borra esa sonrisa de tu cara, dónde está tu permiso, ESTE PERMISO NO ES VÁLIDO: CASTIGADO.

Un día llegué a casa del instituto y me puse a leer el periódico. Un titular rezaba: «Aprobada la 26a. Enmienda. La edad de voto se rebaja hasta los 18.» Debajo de éste había otro: «Ante su inminente retiro, el presidente de la junta escolar llama a elecciones.»

Hmm. Telefoneé al secretario del condado.

–Oiga, dentro de unas semanas cumplo los 18. Si puedo votar, ¿quiere eso decir que también puedo presentarme al cargo?

–Déjame ver –dijo la dama al teléfono–. ¡Esta pregunta es nueva! –Hojeó unos papeles y regresó al auricular–. Sí –respondió–, puedes presentarte. Sólo necesitas recoger 20 firmas para que se registre tu nombre.

¿Veinte firmas? ¿Ya está? No tenía ni idea de que presentarse al cargo requiriese tan poco trabajo. Conseguí mis firmas, entregué mi solicitud y lancé mi campaña. ¿Mi lema? «Despidan al director y a su asistente.»

Alarmados ante la idea de que un alumno pudiera encontrar los medios legales para echar a los mismos administradores que le amargaban la vida, cinco «adultos» decidieron presentarse a su vez

Naturalmente, acabaron dividiendo el voto adulto por cinco y gané con el apoyo de todos los colgados de edades comprendidas entre 18 y 25 (que quizá no volvieran a votar jamás, pero estaban entusiasmados ante la posibilidad de mandar a galeras a sus guardianes).

El día siguiente a mi victoria, caminaba yo por el pasillo del instituto con el faldón de la camisa ostentosamente por fuera de los pantalones (me quedaba una semana como estudiante) cuando me crucé con el asistente del director.

–Buenos días, señor Moore –saludó lacónicamente, cuando hasta el día anterior mi nombre había sido «Eh, tú». Ahora, yo era el jefe.

A los nueve meses de mi elección, el director y su asistente habían entregado sus cartas de renuncia, un mecanismo destinado a salvar las apariencias en los casos en que a uno se le «pide» que dimita. Dos años después, el director sufrió un infarto y murió.

Le conocía de siempre. Cuando yo tenía ocho años, nos dejaba a mí y a mis amigos patinar y jugar al hockey en el pequeño estanque de detrás de su casa. Era cordial y generoso, y siempre dejaba la puerta de su casa abierta por si alguno de nosotros necesitaba cambiarse los patines o por si nos daba frío y queríamos resguardarnos. Años después, me pidieron que tocara el bajo en un grupo, pero como yo no tenía el instrumento, él me prestó el de su hijo.

Digo esto para recordarme a mí mismo que la gente es buena en el fondo y que alguien con quien llegué a mantener serias disputas también era una persona con una taza de chocolate caliente siempre disponible para los pequeños mocosos ateridos de su vecindario.

Los profesores son los cabezas de turco preferidos de los políticos. Al escuchar a gente como Chester Finn, vicesecretario de educación en la administración de Bush el Viejo, uno acaba por pensar que la sociedad se desmorona por la negligencia, holgazanería e incompetencia profesorales. «Si usted confecciona una lista de los diez más buscados por arruinar la educación americana, no estoy seguro de quién quedaría primero: si el sindicato de profesores o los claustros escolares», declaró Finn.

Sin duda, hay un montón de profesores que dan pena y que harían mejor dedicándose al telemarketing. Pero la amplia mayoría de ellos son educadores dedicados que han elegido una profesión que les proporciona menos dinero del que ganan algunos de sus alumnos traficando con éxtasis. Y por lo visto ese sacrificio merece un castigo. No sé qué piensan ustedes, pero yo deseo que los profesionales que tienen a mi hija bajo su tutela durante más horas al día que yo sean tratados con respeto y consideración. Son ellos quienes van a preparar a nuestros hijos para salir al mundo, así que ¿para qué querríamos cabrearlos?

Cabría esperar que la actitud de la sociedad fuese más o menos ésta:

Profesores, gracias por consagrar su vida a mi hija. ¿Hay algo que pueda hacer por ustedes? Cuenten conmigo. ¿Por qué? Porque ayudan a mi hija, la niña de mis ojos, a aprender y a crecer. No sólo serán responsables en gran medida de su capacidad para ganarse la vida, sino que su influencia afectará enormemente a su visión del mundo, sus conocimientos sobre otras personas y lo que siente por sí misma. Quiero que crea que puede ir a por todas, que no hay puertas cerradas ni sueños irrealizables. Estoy confiándoles a la persona más importante de mi vida durante siete horas al día, lo que les convierte a ustedes en las personas más importantes de mi vida. Gracias.

En lugar de esto, los profesores suelen escuchar cosas como las siguientes:

• «No me cabe en la cabeza que los profesores que aducen que su máximo interés es el bien de los alumnos luego traten de exprimir el sistema exigiendo aumentos de sueldo.» (New York Post, 26/12/2000)

• «Las estimaciones del número de profesores ineptos van del 5 al 18 % del total de 2,6 millones.» (Michael Chapman, Investors Business Dally, 21/9/1998)

• «La mayoría de los profesionales de la educación pertenece a una cerrada comunidad de devotos [...] que se guían por filosofías populares en lugar de investigar qué funciona mejor.» (Douglas Carminen, citado en Montreal Gazette, 6/1/2001)

• «Los sindicatos de profesores han llegado a dar la cara por auténticos delincuentes y por profesores que habían tenido relaciones sexuales con alumnos, así como por aquellos que sencillamente son incapaces de enseñar.» (Peter Schweizen, National Review, 17/8/1998).

¿Qué prioridad le concedemos a la educación en este país?

Basta con echar un vistazo a la lista de presupuestos para ver que se le asigna más o menos tanto dinero como a los inspectores cárnicos. La persona que está al cuidado de nuestro hijo recibe una media de 41.351 dólares al año. Un congresista, cuya única preocupación es decidir con qué grupo de presión debe salir a cenar, recibe 145.100 dólares.

Visto el trato degradante que nuestra sociedad brinda cotidianamente a los profesores, no es de extrañar que tan pocas personas se inclinen por la profesión. Hay tal escasez de profesores a escala nacional que algunas ciudades se han visto obligadas a reclutarlos en el extranjero. Recientemente, Chicago contrató a varios profesores provenientes de 28 países, incluidos China, Francia y Hungría. Para cuando empiece el nuevo semestre en Nueva York, siete mil profesores se habrán retirado, y el 60 % de sus sustitutos no estarán habilitados para ejercer la docencia allí.

Lo más gordo es que 163 escuelas de Nueva York abrieron el curso escolar 2000-2001 sin contar con un director. Lo que oyen: escuelas sin una persona al cargo. Da la impresión de que el alcalde y la junta escolar están experimentando con la teoría del caos: vamos a meter a 500 chicos pobres en un edificio ruinoso y a ver qué pasa. En la ciudad desde la que se controla buena parte de la riqueza mundial, donde hay más millonarios por metro cuadrado que chicles por las aceras, parece que no podemos encontrar dinero para pagarle a un profesor novel más de 31.900 dólares al año. Luego nos sorprendemos de los malos resultados.

Y el problema no está sólo en los profesores: las escuelas del país literalmente se caen a pedazos. En 1999, una cuarta parte de las escuelas públicas americanas informaron que al menos uno de sus edificios se hallaba en condiciones precarias. En 1997, todo el sistema escolar de Washington D. C. tuvo que retrasar el inicio de las clases en tres semanas porque casi una tercera parte de los centros escolares resultaban inseguros.

En casi el 10 % de las escuelas públicas el número de matriculaciones excede en más del 25 % la capacidad de sus dependencias. Se imparten clases en los pasillos, al aire libre, en el gimnasio o la cafetería; en una de las escuelas que visité, el cuarto de la limpieza se utilizaba como aula. No hay de qué admirarse, habida cuenta de que el cuarto de la limpieza tampoco parece cumplir su función: casi el 15 % de las 1.100 escuelas públicas no cuenta con personal de mantenimiento, lo que obliga a los docentes a fregar el suelo y a los estudiantes a rebuscárselas sin papel higiénico. En algunos casos, los alumnos se han visto obligados a vender golosinas para que sus escuelas pudieran comprar instrumentos de música. Ya no sabemos qué inventar. ¿Lavado de coches para costear lápices?

Otra prueba de lo crudo que lo tiene nuestra descendencia es el número de bibliotecas públicas y escolares que han cerrado o a las que se les ha reducido el horario. ¡No sea que los niños pasen mucho rato leyendo cosas peligrosas!

El «presidente» Bush parece estar de acuerdo con todo ello, pues propuso recortar el presupuesto federal destinado a blibliotecas en 39 millones de dólares, lo que representa una reducción de un 19 %. Una semana antes, su esposa y ex bibliotecaria Laura Bush puso en marcha la campaña nacional en pro de las bibliotecas estadounidenses, llamándolas «baúles del tesoro de la comunidad, cargados de riqueza informativa a disposición de todos, sin diferencias». La madre del presidente, Barbara Bush, encabeza la Fundación para la Alfabetización Familiar. Supongo que no hay nada como contar con experiencia de primera mano en el ámbito del analfabetismo para motivar tales actos de caridad.

Para los niños que viven en casas donde hay libros, el cierre de una biblioteca es triste. Pero para aquellos que provienen de un medio en el que nadie lee, la pérdida de una biblioteca es una tragedia que puede negarles para siempre el acceso, no sólo al gozo de la lectura, sino a una información determinante para su trayectoria vital y profesional. Jonathan Kozol, veterano defensor de los niños desfavorecidos, ha observado que las bibliotecas escolares «constituyen la ventana más nítida a un mundo de satisfacciones y estímulos no consumistas que la mayoría de los niños de barrios marginales no conocerá jamás».

Los niños privados de buenas bibliotecas tampoco pueden desarrollar las dotes informativas necesarias en un mundo laboral cada vez más dependiente de datos que cambian rápidamente. La capacidad para realizar labores de documentación e investigación es «probablemente la facultad más esencial para los estudiantes de hoy –dice Julie Walker, directora ejecutiva de la Asociación Americana de Bibliotecas Escolares–. Los conocimientos que los alumnos adquieren en la escuela no les servirán a lo largo de toda su vida. Muchos de ellos tendrán cuatro o cinco carreras profesionales distintas, y lo importante será el modo en que se desenvuelvan para encontrar la información que necesitan».

¿De quién es la culpa del declive de las bibliotecas? En lo tocante a las bibliotecas escolares, podemos señalar con el dedo (el que se quiera) a Richard Nixon. Desde la década de los sesenta hasta 1974, las bibliotecas escolares recibían financiación específica del gobierno. Pero en 1974, Nixon cambió las normas, estipulando que los fondos destinados a la educación fueran distribuidos en paquetes de subvenciones que cada estado podría administrar como considerase oportuno. Pocos estados decidieron gastar ese dinero en bibliotecas, y ahí empezó la debacle. Éste es uno de los motivos por los que el material de muchas bibliotecas escolares data de los años sesenta y setenta, es decir, de antes de que la financiación se resquebrajara. («No, Sally, la Unión Soviética ya no es nuestro enemigo: hace diez años que está kaput.»)

Este informe aparecido en Education Week en 1999 acerca de una «biblioteca» de una escuela primaria en Filadelfia no describe en absoluto un caso aislado:

Incluso los mejores libros de la escuela primaria T. M. Pierce están anticuados, hechos trizas o descoloridos. Los peores –muchos en estado de desintegración total– están sucios, huelen mal y dejan un residuo mohoso en manos y ropa. Las mesas y las sillas son viejas, no hacen juego y en algunos casos están rotas. No hay una sola computadora a la vista. [...] Datos y teorías que han perdido ya toda su vigencia, así como estereotipos ofensivos, saltan de las páginas presuntamente respetables de enciclopedias y biografías, tomos de ensayo y de ficción. Entre los volúmenes de estos anaqueles, un estudiante se vería incapaz de encontrar información precisa sobre el sida u otras enfermedades actuales, sobre misiones a la Luna o a Marte, o sobre los últimos cinco presidentes de Estados Unidos.


Lo irónico de todo este estado de cosas es que los mismos políticos que rechazan financiar adecuadamente la educación en este país son los mismos que se suben por las paredes al ver que nuestros alumnos van por detrás de los alemanes, los japoneses y los de cualquier otro país en el que haya agua corriente y una economía que no se base en la venta de pipas. De pronto, piden responsabilidades. Quieren que se responsabilice a los profesores y comprobar sus aptitudes. Y también pretenden examinar una y otra vez a los chicos mediante repetidas pruebas de nivel.

No hay nada malo en la utilización de exámenes de nivel para determinar si los estudiantes están aprendiendo a leer y escribir y a sumar y restar. Pero hay demasiados políticos y burócratas de la enseñanza que han desatado todo un frenesí examinador, como si todo lo que va mal en nuestro sistema educativo pudiera arreglarse milagrosamente con sólo mejorar los resultados de dichos exámenes.

A quienes habría que examinar (aparte de los «expertos» que no dejan de gimotear) es a los llamados líderes políticos. La próxima vez que vea a su representante o congresista, pásele este cuestionario y recuérdele que cualquier aumento salarial futuro dependerá de sus resultados:

1. ¿Cuál es la paga anual de su votante medio?
2. ¿Qué porcentaje de beneficiados por el subsidio social son niños?
3. ¿Cuántas especies animales y botánicas están en peligro de extinción?
4. ¿De qué tamaño es el agujero en la capa de ozono?
5. ¿Qué países africanos tienen una tasa de mortalidad infantil inferior a la de Detroit?
6. ¿Cuántas ciudades estadounidenses siguen contando con dos periódicos rivales?
7. ¿Cuántas onzas hay en un galón?
8. ¿Qué es más probable, morir de un disparo en la escuela o alcanzado por un rayo?
9. ¿Cuál es la única capital de estado que no tiene un McDonald's?
10. Describa la historia de la Ilíada o de la Odisea.

RESPUESTAS

1. 28.548 dólares.
2. El 67 %.
3. 11.046.
4. 27 millones de kilómetros cuadrados.
5. Libia, Mauricio y Seychelles.
6. 34.
7. 128 onzas.
8. Es dos veces más probable morir por el impacto de un rayo que por un disparo en la escuela.
9. Montpelier, Vermont.
10. La Ilíada es un poema épico de Homero acerca de la guerra de Troya. La Odisea es otro poema épico de Homero que narra los diez años de viaje de regreso de Ulises, rey de Ítaca, una vez acabada la guerra de Troya.

Es bien posible que los genios que le representan a usted en esta legislatura no acierten ni el 50 % de las respuestas. Como consuelo, piense que de aquí a un par de años podrá mandarlos a hacer gárgaras.

Sin embargo, hay un grupo en este país que no anda rascándose la barriga mientras se queja de la ineptitud de los profesores; un grupo profundamente preocupado por el tipo de escolares que vamos a proyectar al mundo adulto. No sería exagerado decir que tienen un gran interés en esta audiencia cautiva de millones de jóvenes... o en las fortunas que gastan cada año (más de 150.000 millones de dólares en el 2000). Sí, señor, se trata de la América Empresarial, cuya generosidad para con las escuelas de la nación no es más que otro ejemplo de sus continuados servicios patrióticos.

¿Hasta qué punto están comprometidas las grandes multinacionales con las escuelas de nuestros niños?

Según las cifras recogidas por el Centro para el Análisis del Comercialismo en la Educación, su caridad desinteresada se ha disparado de forma espectacular desde 1990. En los últimos diez años, el patrocinio empresarial de programas y actividades escolares se ha incrementado en un 248 %. A cambio de ello, las escuelas permiten a estas compañías asociar su nombre a determinados eventos escolares.

Por ejemplo, Eddie Bauer patrocina la final del concurso National Geography. Se distribuyen libros escolares con anuncios de Calvin Klein y Nike. Ésta y otras empresas de calzado, en un intento de captar a las estrellas del mañana, financian equipos de baloncesto de algunos institutos urbanos.

Pizza Hut estableció un programa para alentar a los niños a leer. Cuando los estudiantes alcanzan el objetivo de lectura mensual, se les recompensa con artículos de la marca. En el restaurante donde se premia al chico, el encargado del mismo le felicita personalmente y le entrega un adhesivo y un certificado. Pizza Hut ha sugerido a los directores de las escuelas que cuelguen a la vista de todos una lista de honor Pizza Hut a mayor gloria de los alumnos lectores.

General Mills y Campbell's Soup ingeniaron un plan mejor. En lugar de ofrecer premios, tienen programas que gratifican a las escuelas por incitar a los padres a comprar sus productos. General Mills da a las escuelas diez centavos por cada tapa de sus productos que envíen, con lo que pueden ganar hasta 10.000 dólares al año. Eso representa la venta de 100.000 productos de General Mills. El programa de Campbell's, Etiquetas para la Educación, es igualmente tremendo: «Material escolar gratuito para los niños de América» es el eslogan de la compañía. Las escuelas pueden conseguir una computadora Apple iMac «gratis» por sólo 94.950 etiquetas de sopa. Para ello, Campbell's sugiere que cada estudiante mande una etiqueta por día. Con el cálculo de cinco etiquetas por niño a la semana, todo lo que hace falta es una escuela con 528 niños para obtener la computadora.

No es únicamente este tipo de patrocinio lo que vincula a las escuelas con las multinacionales. La década de los noventa vivió un incremento espectacular del 1.384 % en acuerdos entre escuelas y empresas de refrescos. Un total de 240 distritos escolares en 31 estados han vendido derechos de exclusividad a una de las tres grandes compañías del ramo (Coca-Cola, Pepsi, Dr. Pepper) para introducir sus productos en la escuela. ¿Alguien se extraña de que haya más niños con sobrepeso que nunca, o más mujeres con falta de calcio porque cada vez beben menos leche? Y a pesar de que las leyes federales prohiben la venta de refrescos en la escuela hasta la hora de comer, en algunos centros masificados el «almuerzo» empieza a media mañana. Agua carbonatada y azucarada con saborizantes: el desayuno de los campeones. (En marzo de 2001, Coca-Cola respondió a la presión pública anunciando que incluiría agua, zumos y otras bebidas sin azúcar ni cafeína en sus máquinas de venta de refrescos.)

Supongo que se pueden permitir concesiones como ésas gracias al trato que cerraron con el distrito escolar de Colorado Springs. El estado de Colorado ha sido pionero en lo tocante a la vinculación de las escuelas con las multinacionales del refresco. Así, el mentado distrito recibirá 8,4 millones de dólares a lo largo de diez años en virtud de su acuerdo con Coca-Cola (y más si supera el «requisito» de vender 70.000 cajas de productos de Coca-Cola al año). Para asegurar el logro de tales objetivos, funcionarios del distrito escolar sugirieron a los directores que otorgaran a los estudiantes acceso ilimitado a las máquinas expendedoras y que les permitieran beber Coca-Cola en clase.

Pero la Coca-Cola no está sola en la batalla. En el distrito escolar del condado de Jefferson, Colorado (al que pertenece el instituto Columbine), Pepsi contribuyó con 1,5 millones de dólares para la construcción de un nuevo estadio. Algunas escuelas del condado incorporaron un nuevo curso de ciencias, desarrollado en parte por la propia Pepsi y titulado La Empresa de Bebidas Carbonatadas. En él, los estudiantes cataban distintas colas, analizaban muestras, contemplaban vídeos de una planta embotelladora y, finalmente, visitaban una.

El distrito escolar de Wylie, Texas, firmó un acuerdo en 1996 que repartía entre Coca-Cola y Dr. Pepper los derechos de venta de refrescos a las escuelas. Cada compañía pagaba 31.000 dólares al año. En 1998, el condado cambio de parecer y firmó un trato con Coca-Cola por valor de 1,2 millones por quince años. Dr. Pepper demandó al condado por incumplimiento de contrato y el distrito escolar acabó por comprar la parte que correspondía a Dr. Pepper por valor de 160.000 dólares. Además, hubo de pagar otros 20.000 en concepto de costes legales.

No sólo las empresas corren el riesgo de perder presencia. Los estudiantes que están faltos del debido espíritu empresarial escolar se exponen a un riesgo notable. Cuando Mike Cameron se presentó con una camiseta de Pepsi en el Día de la Coca-Cola del instituto Greenbrier de Evans, Georgia, lo expulsaron por un día. El Día de la Coca-Cola formaba parte de la participación de la escuela en el concurso nacional Apúntate a Coca-Cola, que premia con 10.000 dólares al instituto que idee el mejor plan para distribuir bonos de descuento de Coca-Cola. Los responsables del instituto Greenbrier declararon que Cameron había sido expulsado «por su actitud negativa y por tratar de perjudicar la imagen de la escuela» al quitarse la camisa y mostrar la camiseta de Pepsi mientras los estudiantes posaban para una foto formando entre todos ellos la palabra «Coke». Cameron dijo que había llevado la camiseta a la vista durante todo el día y que no había tenido problemas hasta que se tomó la foto. Sin perder tiempo, el departamento de marketing de Pepsi decidió mandarle una caja llena de gorras y camisetas con su marca.

Por si no bastara con convertir a los estudiantes en auténticos anuncios ambulantes, las escuelas y las multinacionales hacen del centro escolar un enorme escaparate para la América Empresarial. Así, la cesión con fines publicitarios de espacios escolares como marcadores, tejados, paredes y libros de texto ha subido un 539 %.

Colorado Springs, no contenta con vender su alma a Coca-Cola, ha recubierto sus autobuses escolares con anuncios de Burger King, Wendy's y otras compañías. Los estudiantes también han recibido forros de libros y agendas escolares gratuitos con anuncios de Kellogg's y fotos de personalidades de la cadena Fox TV.

Después de que miembros del distrito escolar de Grapevine-Colleyville en Texas decidieran que no querían publicidad en sus aulas, permitieron que se pintaran los logotipos de Dr. Pepper y 7-Up en los tejados de dos de sus institutos. Ambos se hallan –qué coincidencia– bajo la ruta de vuelo del aeropuerto de Dallas.

Las escuelas no sólo buscan modos de hacer propaganda; también se ocupan de la percepción de sus productos por parte de los alumnos. Ése es el motivo por el que, en algunas escuelas, ciertas compañías llevan a cabo estudios de mercado en horas lectivas. La Agencia de Recursos del Mercado Educativo de Kansas sostiene que «los chicos responden abierta y fácilmente a preguntas y estímulos» en el aula (naturalmente, eso es lo que se supone que deben hacer, pero para aprender, no en beneficio de unos cuantos encuestadores que les piden que rellenen cuestionarios para estudios mercadotécnicos).

Las empresas también han descubierto que pueden llegar a este público mediante el «patrocinio» de material educativo. Esta práctica, como las otras, ha aumentado vertiginosamente hasta un 1.875 % de lo que representaba en 1990.

Los profesores pasan vídeos de Shell 0il que enseñan a los estudiantes a gozar de la naturaleza conduciendo hasta allí, después de haber llenado convenientemente el depósito en una gasolinera Shell. ExxonMobil, por su parte, desarrolló un programa educativo sobre el reflorecimiento de la vida salvaje en el escenario del trágico desastre ecológico causado por la marca negra del Exxon Valdez. Un libro de matemáticas de tercero incluye ejercicios que consisten en contar caramelos Tootsie Rolls. Un programa patrocinado por la chocolatera Hershey's y utílizado en muchas escuelas se presenta como «la máquina del sueño chocolatero» e incluye lecciones de matemáticas, ciencias, geografía... y nutrición.

En algunos institutos, el curso de económicas corre a cargo de General Motors. GM escribe y aporta los libros de texto, así como el temario del curso. Mediante el ejemplo de GM, los estudiantes aprenden los beneficios del capitalismo y el modo de dirigir una empresa... como GM.

Y qué mejor manera de grabar un logotipo comercial en el cerebro de los niños que a través de la televisión e Internet en el aula. El marketing electrónico, mediante el cual las compañías proveen de software o equipamiento a las escuelas a cambio del derecho a anunciarse, se ha incrementado en un 139 %.

Por ejemplo, la empresa ZapMe! suministra a las escuelas una sala de computadoras gratis y acceso a una selección predeterminada de páginas web. A su vez, la escuela debe comprometerse a mantener la sala abierta al menos durante cuatro horas al día. ¿Cuál es la trampa? El navegador ZapMe! no deja de emitir anuncios, y la compañía recolecta información sobre los hábitos de navegación de los estudiantes, información que pueden vender a otras empresas.

Quizás el más dañino de estos depredadores empresariales sea la emisora escolar Channel One. Unos 8 millones de estudiantes repartidos entre 12.000 aulas miran el programa de anuncios y noticias de Channel One, que se emite cada día. De este modo, los chicos pasan el equivalente de seis días enteros al año mirando Channel One en al menos el 40 % de escuelas secundarias e institutos. El tiempo de aprendizaje perdido en la mera contemplación de anuncios es de un día entero al año. Esto se traduce en un coste anual para los contribuyentes de 1.800 millones de dólares.

Es como si educadores y médicos estuvieran de acuerdo en que nuestros hijos no ven suficiente televisión. Es probable que haya lugar en el cole para algunos programas; yo tengo recuerdos fantásticos del día en que vi astronautas en la pantalla de televisión instalada en el auditorio de la escuela. Pero de las emisiones de doce minutos diarios que retransmite Channel One, sólo el 20 % del tiempo se dedica a temas políticos, económicos, sociales y culturales. Eso deja un abrumador 80 % destinado a publicidad, deportes, partes meteorológicos y promociones de la propia cadena.

Por si fuera poco, Channel One tiene una presencia desproporcionada en escuelas de comunidades con familias de bajos ingresos, por lo general pertenecientes a minorías; las comunidades donde hay menos dinero disponible para la educación y donde se gasta menos en libros de texto y otros materiales académicos. Una vez que estos distritos escolares reciben donaciones empresariales, se tiende a olvidar la financiación insuficiente por parte del gobierno.

La mavoría de nosotros sólo entra en un colegio durante las elecciones de nuestro distrito. (Resulta irónico participar en el sacro ritual de la democracia mientras dos mil estudiantes en el mismo edificio viven bajo una suerte de totalitarismo.) Los pasillos están repletos de adolescentes hastiados que se arrastran de una clase a otra, aturdidos y apáticos, preguntándose qué han venido a hacer. Aprenden a regurgitar las respuestas que el Estado quiere que den, y cualquier tentativa individualista basta para convertirse en sospechoso de pertenecer a la mafia de los niños malos. Recientemente, visité una escuela y algunos estudiantes me preguntaron si me había dado cuenta de que todos llevaban ropa blanca o de un tono neutro. Nadie se atreve a vestirse de negro o con nada que resulte llamativo u osado, pues eso supondría una visita obligada al director, donde la psicóloga escolar intenta discernir si tu camiseta de Marilyn Manson significa que pretendes acribillar a balazos a la clase de geometría de la señorita Nelson.

Así, los chicos aprenden a reprimir cualquier forma de expresión individual. Aprenden que es mejor comportarse como es debido para ir tirando. Aprenden a no agitar las aguas para no verse tragados por las olas. No cuestiones la autoridad, haz lo que se te dice. No pienses.

Ah, y lleva una vida sana y productiva como activo y equilibrado miembro de nuestra democracia floreciente.


CÓMO SER UN ESTUDIANTE SUBVERSIVO
EN LUGAR DE UN ESTUDIANTE SERVIL


Hay muchas maneras de luchar contra el conservadurismo de tu instituto pasándotelo bomba al mismo tiempo. La clave está en conocer las reglas y los derechos que tienes según la ley y el estatuto del distrito escolar. Esto te ayudará a evitar los problemas más engorrosos. Y es posible que además te brinde algún beneficio adicional. David Schankula, un estudiante universitario que me ha ayudado con este libro, recuerda que cuando estaba en un instituto de Kentucky, él y sus colegas se enteraron de una ley estatal ignota según la cual cualquier estudiante que solicitase el día libre para ir a la feria del estado tenía derecho a que se le concediera. La legislación estatal probablemente aprobó la ley hace años para que los chicos granjeros pudieran llevar su mejor cerdo a la feria sin verse penalizados por ello. En cualquier caso, la ley seguía vigente, fuera cual fuese el motivo. Así que ya pueden imaginarse la cara del director cuando David y sus amigos entregaron su petición de día libre para acudir a la feria del estado. No le quedó otro remedio que aceptar.

Hay otras cosas que puedes hacer:

1. Búrlate de las elecciones.

Las elecciones al consejo escolar no son más que una pantalla de humo. Promueven la ilusión de que tú tienes algo que decir en la gestión de la escuela. En su mayoría, los estudiantes que se presentan a algún cargo o se toman la farsa demasiado en serio o piensan que les dará puntos para ingresar en la universidad.

Así que ¿por qué no te presentas tú? Hazlo para ridiculizar una práctica risible de por sí. Forma tu propia plataforma, con el nombre más idiota que se te ocurra. Y haz una campaña de promesas inverosímiles: «Si me eligen, cambiaré la mascota de la escuela por una ameba» o «Si salgo electo, el director deberá probar el almuerzo antes de que sea servido a los alumnos». Cuelga pancartas con lemas simpáticos: «Vota por mí: todo un perdedor.»

Si te eligen, puedes dedicar tu energía a exigir cosas que cabreen a la administración, pero que puedan servir de ayuda a tus compañeros (condones gratuitos, la evaluación de profesores por parte de alumnos, menos deberes para poder acostarse a medianoche, etcétera).

2. Funda un club escolar.

Tienes derecho a hacerlo. Encuentra algún profesor comprensivo que lo apadrine: el club por el derecho al aborto, el club por la libertad de expresión, el club por la integración. Nombra a cada miembro «presidente», de modo que puedan engordar su currículum para la universidad. Una alumna que conozco trató de fundar un club feminista, pero el director no lo permitió, alegando que de lo contrario se vería obligado a aceptar también un club machista. Éste es el tipo de razonamiento cretino con que te encontrarás, pero no desistas. (Qué diablos, si te encuentras en una situación parecida, contesta que te parece bien y sugiérele al director que apadrine el club machista.)

3. Edita tu propio periódico o página web.

La constitución establece tu derecho a hacerlo. Si procuras no caer en la obscenidad ni publicar calumnias o darles cualquier otro motivo para que cierren tu publicación, éste puede ser un medio excelente para decir cuatro verdades acerca de lo que sucede en la escuela. Utiliza el humor. A los estudiantes les encantará.

4. Implícate en la comunidad.

Asiste a las reuniones de la junta escolar e informa de lo que sucede en la escuela. Pide que cambien las cosas. Tratarán de ignorarte o de hacerte tragar una larga y aburrida sesión antes de dejarte hablar, pero al final tendrán que cederte la palabra. Escribe cartas al director de tu periódico local. Los adultos nunca saben nada de lo que ocurre en el instituto, así que deberás darles algunas pistas. Seguro que encuentras simpatizantes.


Con todo esto puedes armar algo de jaleo, pero existen otros recursos si los necesitas. Contacta con Unión Americana para las Libertades Civiles en caso de que la escuela tome represalias. Amenaza con interponer una demanda: los administradores escolares se echan a temblar con sólo oír esa palabra. Y recuerda: no hay mayor satisfacción que la de ver la cara de tu director cuando tú tienes las de ganar.

Y nunca olvides esto:
¡Ningún récord es para siempre!

F I N


Michael Moore

Michael Moore nació en 1954 en Flint, Michigan, EUA. Sus libros son Downsize This!, Random Threats from an Unarmed American, Adventures in a TV Nation, Stupid White Men y Dude, where's mi country?.
Dirigió las películas documentales Roger and me (1989), The Big One (1997) y Bowling for Columbine (2002), esta última ganadora del Oscar de la Academia de Hollywood. Moore también ha dirigido varias series televisivas que han sido exitosas en su país.
En su página web www.michaelmoore.com publica sus cartas y artículos, y mantiene correspondencia con sus lectores, en un clima de humor y sátira mordaz a la administración norteamericana de George Bush.







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