El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de
vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido
dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado
unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado
un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo
y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia
respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de
paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de
preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar
tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día
encantador, no había sido un día radiante, de placer y ventura, sino simplemente uno de
estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los
corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos,
pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales,
sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los
cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la
cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los
Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.
El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del
maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por
arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento,
o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las
sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la
humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata,
concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el
que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días
normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la
amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana,
que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna
nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún
chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de
su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y
casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre,
como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este
aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen
los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el
hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer,
donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el
caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y
tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de
los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado
una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de
los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan
doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara
satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un
dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se
inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de
esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de
hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí
mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos
generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado
billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios
representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba,
detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta
salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y
próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.
En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo
enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente
a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y
descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle
rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los
hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo.
Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra
extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de
alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto,
pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña
burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo
sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino
siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos,
aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un
poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta
de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde
los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva,
sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.
Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y
burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza,
decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo
emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo
esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los
cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde
todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario,
por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un
nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía.
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