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Nuestro semiólogo desocupado, ex profesor de la
Universidad de Salamanca y actualmente chofer de taxi, todas las
tardecitas revisa las bolsas de basura de Buenos Aires y rescata
la cultura de libros y escritores que, de no ser por él,
seguirían el infausto destino del relleno sanitario. Y el
chabón también nos pasa datos de conferencias y
ofertas de libros baratos, con la esperanza de que nos desasnemos
un poquito. ¡Gracias, maestro!
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La autopista del
sur
por Julio Cortázar
Gli automobilisti sembrano nom avere sotir. Come
realta, un ingorgo automobilistico impressiona ma non ci dice
gran che.
Arrigo Benedetti
"L’Espresso", Roma, 21/6/64
Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en
llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404
le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero
era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip
bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no
han hecho la estupidez de querer regresar a París por la
autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de
Fontainebleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis
filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopista
está íntegramente reservada a los que regresan a la
capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros,
detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con
la muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por el retrovisor
al hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar
irónicamente la felicidad avícola del matrimonio
del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que
juega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrir
de a ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del
Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y
explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué
momento los autos de más adelante reanudarán la
marcha y habrá que correr para que los de atrás no
inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así
llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphine de la
muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar unas frases
descorazonadas o burlonas con los hombres que viajan con el
niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas
circunstancias consiste en hacer correr libremente su autito de
juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, o
atreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que
no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y
contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en
el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera
violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando
los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella
mordisqueando una manzana con más aplicación que
ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso,
el ingeniero había decidido no salir más de su
coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna
manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese
tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese
cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos
destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol
rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo
sensación contradictoria del encierro en plena selva de
máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero ocupa
el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la
franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía
otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de
hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que
lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta
cansarse. Había charlado con todos, salvo con los
muchachos del Simca que le caían antipáticos; entre
trecho y trecho se había discutido la situación en
sus menores detalles, y la impresión general era que hasta
Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero
que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría
acelerándose una vez que los helicópteros y los
motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A
nadie le cabía duda de que algún accidente muy
grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con
eso el gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un
tópico tras otro, tres metros, otro lugar común,
cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición
contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a
Milly-la-Foret antes de las ocho, pues llevaban una cesta de
hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le
importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las
nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al
ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a
París pero que se quejaba por principio, porque le
parecía un atropello someter a millares de personas a un
régimen de caravana de camellos. En esas últimas
horas (debían ser casi las cinco pero el calor los
hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos
cincuenta metros a juicio del ingeniero, aunque uno de los
hombres del Taunus que se había acercado a charlar
llevando de la mano al niño con su autito, mostró
irónicamente la copa de un plátano solitario y la
muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si
no era un castaño) había estado en la misma
línea que su auto durante tanto tiempo que ya ni
valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en
cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la
pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta
la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con
agua de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para
protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de
los caños de escape a cada avance, se organizaban y
perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario.
El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas,
cambió unas palabras con la pareja aire campesino del
Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás
del 2HP había un Volkswagen con un soldado y una muchacha
que parecían recién casados. La tercera fila hacia
el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que
alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas,
Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el
catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta,
se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia,
Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final,
después de charlar con los dos hombres del Taunus y de
intentar sin éxito un cambio de impresiones con el
solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que
volver al 404 y reanudar la misma conversación sobre la
hora, las distancias y el cine con la muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los
autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la filas
exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia
probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de
calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el
éxito de sus novedades, los golpes de las portezuelas
cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido,
pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque
de un motor, y el extranjero salía corriendo, se lo
veía zigzaguear entre los autos para reintegrase al suyo y
no quedar expuesto a la justa cólera de los demás.
A lo largo de la tarde se había sabido así del
choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos
y un niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra
un furgón Renault que había aplastado un Austin
lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly
colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague.
El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era falso,
aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e
incluso en las proximidades de París para que la
circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los
campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de
Montereau y conocían bien la región, contaban que
otro domingo el tránsito había estado detenido
durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi
nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de
la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de
jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba
la vista, sin que jamás una copa de árbol
desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas
entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de
verdad que la columna se estaba moviendo aunque fuera apenas,
aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el
freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto
insultante de pasar una vez más de la primera al punto
muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez
y otra vez y otra.
En algún momento, harto de inacción, el ingeniero
se había decidido a aprovechar un alto especialmente
interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a
su espalda el Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP,
un Fiat 600, y se había detenido junto a un De Soto para
cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no
entendía casi el francés pero que tenía que
estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta
you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y se
hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de
comercio salió del DKW para contarles que alguien
había llegado un rato antes con la noticia de que un Piper
Club se había estrellado en plena autopista, varios
muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente
sin cuidado, y también al ingeniero que oyó un coro
de bocinas y se apresuró a regresar al 404, transmitiendo
de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al
matrimonio del 203. Reservó una explicación
más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los
coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine
estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y
más tarde sería al revés, pero de hecho las
doce filas se movían prácticamente en bloque, como
si un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el
avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas).
Piper Club, señorita, es un pequeño avión de
paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un
domingo de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor
en los condenados autos, si esos árboles de la derecha
quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del
cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en
vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el
horizonte de techos de automóviles se teñía
de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas
del Dauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en
la breve y perfecta suspensión de su reposo; la vieron
alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el
ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible
desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano cazadora
trató inútilmente de atraparla, aletear amablemente
sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar
comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha.
Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi
cuarenta metros; cuando el ingeniero miró
distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6
había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse
de lo alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del
Simca la habían puesto a todo trapo y coreaban un twist
con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las
monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del
Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal,
sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era
noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan
contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido
un Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un
general. Era exacto que un furgón Renault había
aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas
de París; uno de los extranjeros explicó al
matrimonio del 203 que el macadam de la autopista había
cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían
volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de
una catástrofe natural se propagó hasta el
ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer
comentarios. Más tarde, pensando en esas primeras horas de
oscuridad en que habían respirado un poco más
libremente, recordó que en algún momento
había sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear
en la carrocería del Dauphine y despertar a la muchacha
que se había dormido reclinada sobre el volante, sin
preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche
cuando una de las monjas le ofreció tímidamente un
sándwich de jamón, suponiendo que tendría
hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en
realidad sentía náuseas) y pidió permiso
para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y
comió golosamente el sándwich y la tableta de
chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su
vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los
autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar;
se empezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada,
la coca-cola y hasta los vinos de a bordo. La primera en quejarse
fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero
abandonaron los autos junto con el padre de la niña para
buscar agua. Delante del Simca, donde la radio parecía
suficiente alimento, el ingeniero encontró un Beaulieu
ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no
tenía agua pero podía darle unos caramelos para la
niña. El matrimonio del ID se consultó un momento
antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y sacara
una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero
agradeció y quiso saber si tenían hambre y si
podía serles útil; el viejo movió
negativamente la cabeza, pero la mujer pareció asentir sin
palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el
ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin
alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los
llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar
corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que
podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por
ser siempre la misma en el recuerdo, en algún momento el
ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y
contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron
los cálculos contradictorios de las monjas, los hombres
del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera
convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios locales
habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante
del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se
empeñaba en transmitir noticias bursátiles. Hacia
las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo
tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no
se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas
neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero
bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y
ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de
acostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha del
Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle
importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer;
ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de
cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al
niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde
debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban
todavía cuando el ingeniero se dejó caer en la
cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño
seguía demasiado cerca de la de la vigilia y acabó
por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer
momento dónde estaba; enderezándose, empezó
a percibir los confusos movimientos del exterior, un deslizarse
de sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia
el borde de la autopista; adivinó las razones, y
más tarde también él salió del auto
sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no
había setos ni árboles, solamente el campo negro y
sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto
limitando la cinta blanca del macadam con su río
inmóvil de vehículos. Casi tropezó con el
campesino del Ariane, que balbuceó una frase
ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la
autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más
ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes
posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada
sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes
de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en la
sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban
suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba
también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante
como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría
la ruta hacia París. A las nueve llegó un
extranjero con buenas noticias: habían rellenado las
grietas y pronto se podría circular normalmente. Los
muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos
trepó al techo del auto y gritó y cantó. El
ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la
víspera, y que el extranjero había aprovechado la
alegría del grupo para pedir y obtener una naranja que le
dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro
extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El
calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los
autos a la espera de que se concretaran las buenas noticias. A
mediodía la niña del 203 empezó a llorar
otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se
hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a
su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a
todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda
tenían que aguantar la verbosa indignación del
conductor de un Floride, para quien el embotellamiento era una
afrenta exclusivamente personal. Cuando la niña
volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le
ocurrió ir a hablar con los campesinos del Ariane, seguro
de que en ese auto había cantidad de provisiones. Para su
sorpresa los campesinos se mostraron muy amables;
comprendían que en una situación semejante era
necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se encargaba de
dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto circular con la
mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a París. Al
ingeniero lo molestaba la idea de erigirse en organizador, y
prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar
con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después
consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado
del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio
del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la
muchacha del Dauphine había conseguido un vaso de
granadina con agua para la niña, que reía y
jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a
consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento
burlón; el hombre pálido del Caravelle se
encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo, que
hiciera lo que lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y
la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente
contentos, como si se sintieran más protegidos. Los
pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el
americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo sobre
la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil
proponer que uno de los ocupantes del Taunus, en el que
tenía una confianza instintiva, se encargará de
coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer
por el momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al
que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secas para
divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los
muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que
evidentemente sabía mandar, había calculado que
deberían cubrirse las necesidades de un día y medio
como máximo, poniéndose en la posición menos
optimista. En el 2HP de las monjas y en el Ariane de los
campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo,
y si los exploradores volvían con agua el problema
quedaría resuelto. Pero solamente el soldado
regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño
exigía en cambio comida para dos personas. El ingeniero no
encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje
le sirvió para advertir que más allá de su
grupo se estaban constituyendo otras células con problemas
semejantes; en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se
negó a hablar con él del asunto, y le dijo que se
dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás
en la misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del
Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunus
calculó que ya tenían bastante para los dos
niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres. El
ingeniero le estaba contando a la muchacha del Dauphine su
circuito por la periferia (era la una de la tarde, y el sol los
acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un
gesto y le señaló el Simca. En dos saltos el
ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo
a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para
beber a grandes tragos de la cantimplora que había
traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el
ingeniero respondió aumentando la presión en el
brazo; el otro muchacho bajó del auto y se tiró
sobre el ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo
esperó casi con lástima. El soldado ya venía
corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su
compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se
acercó al muchacho de la botella y le dio un par de
bofetadas. El muchacho gritó y protestó,
lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a
intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la
alcanzó a Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual
regresó a su auto, por lo demás inútilmente
puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más
duro que la víspera, una de las monjas se quitó la
toca y su compañera le mojó las sienes con agua de
colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus actividades
samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los
niños para que los hombres estuvieran más libres:
nadie se quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba
siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismo de
buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse
sudorosos y sucios era la vejación más grande; lo
enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio de
campesinos al olor que les brotaba de las axilas cada vez que
venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia de
último momento. Hacia el atardecer el ingeniero
miró casualmente por el retrovisor y encontró como
siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del
Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se
había mantenido ajeno a todas las actividades. Le
pareció que sus facciones se habían afilado
todavía más, y se preguntó si no
estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a
charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo
desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo;
era otra cosa, una separación, por darle algún
nombre. El soldado del Volkswagen le contó más
tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no
se apartaba jamás del volante y que parecía dormir
despierto. Nacían hipótesis, se creaba un folklore
para luchar contra la inacción. Los niños del
Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían
peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se
visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver
cómo se sentían la anciana del ID y la
señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron
bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se
perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente
se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas
gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien
metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor
subió todavía más. Había tanta
electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto
que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al
grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos del
cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de
distribuir las provisiones; se había decidido que el
Ariane de los campesinos sería el almacén general,
y que el 2HP de las monjas serviría de depósito
suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con
los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después,
con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una
cantidad de alimentos a los grupos, regresando con más
agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del
Simca cederían sus colchones neumáticos a la
anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del
Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero
ofreció su coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a
quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del
Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche
compartió las cuchetas del 404 con una de las monjas; la
otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre,
mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en
una frazada. El ingeniero no tenía sueño y
jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún
momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron
de política bebiendo unos tragos del aguardiente que el
campesino había entregado a Taunus esa mañana. La
noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas
estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad
de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba.
Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento
trasero, su amigo y el ingeniero descansaron un rato en el
delantero. Entre dos imágenes de sueño, el
ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un
resplandor indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que
treinta autos más adelante había habido un
principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien que
había querido hervir clandestinamente unas legumbres.
Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba de auto en
auto para ver cómo habían pasado todos la noche,
pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa
mañana la columna empezó a moverse muy temprano y
hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las
mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo
lo mismo nadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas.
A mediodía habían avanzado más de cincuenta
metros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la
derecha de la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese
momento podían ir hasta la banquina y aprovechar la
frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un
grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los
ojos y pensó en una ducha cayéndole por el cuello y
la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que
la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por
las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a
las mujeres más jóvenes para que atendieran a la
anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a
retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el
soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, que había
seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los
muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura,
entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con
los elementos de una tienda de campaña los muchachos
cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se
transformó en ambulancia para que la anciana descansara en
una oscuridad relativa. Su marido se tendió a su lado,
teniéndole la mano, y los dejaron solos con el
médico. Después las monjas se ocuparon de la
anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó
la tarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de
Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces
le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos
parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna
hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que
hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los
que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en
ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era
algo que se sentía en el aire, que venía desde el
horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y
Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del
Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no
correspondían ya a la realidad, y le dijo francamente: por
la mañana habría que hacer algo para conseguir
más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los
jefes de los grupos vecinos, que tampoco dormían, y se
discutió el problema en voz baja para no despertar a las
mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de
los grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien
automóviles, y tenían la seguridad de que la
situación era análoga en todas partes. El campesino
conocía bien la región y propuso que dos o tres
hombres de cada grupo salieran al alba para comprar provisiones
en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar
pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la
expedición. La idea era buena y no resultó
difícil reunir dinero entre los asistentes; se
decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus
irían juntos y llevarían todas las bolsas, redes y
cantimploras disponibles. Los jefes de los otros grupos,
volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y
al amanecer se explicó la situación a las mujeres y
se hizo lo necesario para que la columna pudiera seguir
avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al ingeniero que la
anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID;
a las ocho llegó el médico, que no vio
inconvenientes en que el matrimonio regresara a su auto. De todos
modos, Taunus decidió que el 404 quedaría
habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para
divertirse, fabricaron un banderín con una cruz roja y lo
fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que la gente
prefería salir lo menos posible de sus coches; la
temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron
los chaparrones y se vieron relámpagos a la distancia. La
mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un
embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de
los muchachos del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el
volante donde había un libro abierto que no le interesaba
demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los
expedicionarios tardaban tanto en regresar, más tarde
Taunus lo llamó discretamente a su auto y cuando
estuvieron dentro le dijo que habían fracasado. El amigo
de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o la
gente se negaba a venderles nada, aduciendo las reglamentaciones
sobre ventas a particulares y sospechando que podían ser
inspectores que se valían de las circunstancias para
ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una
pequeña cantidad de agua y algunas provisiones,
quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar
en detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo
sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se
disponía no eran los más adecuados para los dos
niños y la anciana. El médico, que vino hacia las
cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de
exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y
en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se
había hablado de una operación de emergencia para
despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que
apareció brevemente al anochecer no se vieron otros
aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y
la gente parecía esperar la llegada de la noche para
taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas
más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la
charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que
le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo
sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi
nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si necesitaba
alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las
últimas noticias y se puso hablar con las monjas. Un
hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se
esperaba más del sueño que de las noticias siempre
contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó
discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y al hombre del
203. Taunus les anunció que el tripulante del Floride
acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca había
visto el coche vacío, y después de un rato de
había puesto a buscar a su dueño para matar el
tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride,
que tanto había protestado el primer día aunque
después acabara de quedarse tan callado como el piloto del
Caravelle. Cuando a las cinco de la mañana no quedó
la menor duda de que Floride, como se divertían en
llamarlo los chicos del Simca, había desertado
llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de
camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los
muchachos se haría cargo del auto abandonado para no
inmovilizar la columna. A todos los había fastidiado
vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban
hasta dónde habría podido llegar Floride en su fuga
a través de los campos. Por lo demás parecía
ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del
404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero
pensó que el soldado y su mujer serían responsables
de algo que, después de todo, resultaba comprensible en
plena noche y en esas circunstancias. Después lo
pensó mejor y levantó la lona que cubría la
ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás,
como pegada al vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del
hombre. Sin hacer ruido salió por el lado izquierdo para
no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle.
Después buscó a Taunus, y el soldado corrió
a prevenir al médico. Desde luego el hombre se
había suicidado tomando algún veneno; las
líneas a lápiz en la agenda bastaban, y la carta
dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había abandonado
en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba
bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie
se le hubiera ocurrido quedarse fuera) y a pocos les preocupaba
que otros anduvieran entre los coches y se deslizaran hacia los
bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a un
consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su
propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista
significaba someter a los que venían más
atrás a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo
más lejos, en pleno campo, podía provocar la
violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior
habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo
que buscaba de comer. El campesino del Ariane y el viajante del
DKW tenían lo necesario para cerrar herméticamente
el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se
les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó
temblando del brazo del ingeniero. El le explicó en voz
baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a su auto, ya
más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido
el cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con
scotch tape y tubos de cola líquida a la luz de la
linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía
conducir, Taunus resolvió que su marido se haría
cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del 203; así,
por la mañana, la niña del 203 descubrió que
su papá tenía otro auto, y jugó horas y
horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en
el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno
día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La
muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los
abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos
pulóveres que aparecían por casualidad en los autos
o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo ligero.
Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a
tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran
de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera
saberse por qué, la resistencia exterior era total;
bastaba salir del límite de la autopista para que desde
cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien
tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW
y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy
pálido y no se movió de su auto, pero el americano
del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que
todos apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la
carrera y después de revolear la guadaña la
devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo a
gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera
ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible
hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese
día o esos días; la muchacha del Dauphine
creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero
era menos optimista pero se divertía en prolongar y
complicar los cálculos con su vecina, interesado de a
ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW
que le hacía la corte a su manera profesional. Esa misma
tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar a
Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio.
Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas le
pidió al ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID
que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su
marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha
del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo
destinaron a la anciana y a la señora del Beaulieu. Esa
misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua;
el Ford Mercury prometió conseguir más para el
día siguiente, al doble del precio. Era difícil
reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que
nadie abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso.
Las baterías empezaban a descargarse y no se podía
hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus
decidió que los dos coches mejor equipados se
reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos
en mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el
tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros
empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos
posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de
esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a
la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a
poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una
mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó
atraer al 404; el ingeniero la ayudó a tenderse en la
cucheta, la abrigó con la única manta y le
echó encima su gabardina. La oscuridad era más
densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las
lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero
bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y
un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el
amanecer ella le dijo al oído que antes de empezar a
llorar había creído ver a lo lejos, sobre la
derecha, las luces de una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la
mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese
día la columna avanzó bastante más,
quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió
con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo
Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente);
los locutores hablaban enfáticamente de medidas de
excepción que liberarían la autopista, y se
hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas
camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las
monjas deliró. Mientras su compañera la contemplaba
aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las
sienes con un resto de perfume, la monja habló de
Armagedón, del noveno día, de la cadena de
cinabrio. El médico vino mucho después,
abriéndose paso entre la nieve que caía desde el
mediodía y amurallaba poco a poco los autos.
Deploró la carencia de una inyección calmante y
aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena
calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el
niño pasó al Caravelle donde también estaba
su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían
mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo
ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y
cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar
con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los
autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se
obtenían las provisiones y el agua. Lo único que
podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y
tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques.. El
Ford Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con
las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de
distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno.
Increíblemente la anciana del ID sobrevivía,
perdida en sopor que las mujeres se cuidaban de disipar. La
señora del Beaulieu que unos días antes
había sufrido de náuseas y vahídos, se
había repuesto con el frío y era de las que
más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera,
siempre débil y un poco extraviada. La mujer del soldado y
del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del
DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del Dauphine
hubiera preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles
cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban en
otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían
silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida;
nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la
sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas
crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de
felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del
Dauphine no se había equivocado: a lo lejos brillaba una
ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes
el chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía
incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde.
Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por
milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia
descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano
acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora
que había reconquistado la amistad del 404, les gritaba
que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que
abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato volvía
a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera
gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro
grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa
hambre, sin contar que el grupo de más adelante estaba en
franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de un
tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con
Ford Mercury y con Porsche no había relación
posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca
suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía
hasta que la nieve y el frío lo obligaban a meterse
tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un
período de lluvias y vientos que enervaron los
ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento,
siguieron días frescos y soleados en que ya era posible
salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos
de vecinos. Los jefes habían discutido la
situación, y finalmente se logró hacer la paz con
el grupo de más adelante. De la brusca desaparición
del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie
supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche
siguió viniendo y controlando el mercado negro. Nunca
faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los fondos del
grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban
qué ocurriría el día en que no hubiera
más dinero para Porsche. Se habló de un golpe de
mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de
los suministros, pero en esos días la columna había
avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir esperando
y evitar el riesgo de echarlo todo a perder por una
decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado
por ceder a una indiferencia casi agradable, lo sobresaltó
por un momento el tímido anuncio de la muchacha del
Dauphine, pero después comprendió que no se
podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener un hijo
de ella acabó por parecerle tan natural como el reparto
nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta el borde
de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID
podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en
plena noche, acompañar y consolar al marido que no se
resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia
estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de
árbitro y resolver precariamente la diferencia. Todo
sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo
más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba,
y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero.
Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la
impresión de que el horizonte había cambiado (era
el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y
mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos
metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó
al 404 y el 404 le dijo algo a Dauphine que se pasó
rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el
campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el
muchacho señalaba hacia adelante y repetía
interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que
lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la
conmoción, algo como un pesado pero incontenible
movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor y
ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que
volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De
Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el
Simca y el Ariane empezaba a moverse, y el muchacho del Simca,
orgulloso de algo que era como si triunfo, se volvía hacia
el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de
las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero
todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo
preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la
par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo.
Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride
arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera velocidad,
después la segunda, interminablemente la segunda pero ya
sin desembragar como tantas veces, con el pie firme en el
acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo
izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó
apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de
incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a
París y que se bañarían, que irían
juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a
bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a
comer y beber, y que después habría muebles,
habría un dormitorio con muebles y un cuarto de
baño con espuma de jabón para afeitarse de verdad,
y retretes, comida y retretes y sábanas, París era
un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y
las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco,
beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a
lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz,
entre sábanas limpias, y volver a bañarse por
juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la
peluquería, entrar en el baño, acariciar las
sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarse
entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a
pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el
futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna
continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera
velocidad, seguir así en segunda,, pero seguir. Con los
paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás
en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió
que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y
que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu,
y que detrás venía el Caravelle y que todos
aceleraban más y más, y que ya se podía
pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca
calzó increíblemente en la tercera y la marcha se
hizo suave y se aceleró todavía más, y el
404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando
los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta
aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas.
Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le
veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se
volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al
ver que el 404 se retrasaba todavía más.
Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró
bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a
punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el
muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un
gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el
Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más
adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al
nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca.
Una mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez
del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un
Crevrolet desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se
adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su
izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja
metro a metro, pero antes de que fuera sustituido por un 403, el
404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el
203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no
existía. Taunus debía de estar a más de
veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la
tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW
del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo
furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot.
Los autos corrían en tercera, adelantándose o
perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados
de la autopista se veían huir los árboles, algunas
casas entre las masas de niebla y el anochecer. Después
fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el
ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba
bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de
los velocímetros subían cada vez más,
algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a
sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado
todavía que el avance y el retroceso de las filas le
permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba
convenciendo de que era inútil, que el grupo se había
disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse
los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los
consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine
en la paz de la madrugada, las risas de los niños jugando
con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del
rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca,
el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza,
y apenas puesto el freno de mano saltó el auto y
corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu
(más atrás estaría el Caravelle, pero poco
le importaba) no reconoció ningún auto; a
través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y
quizá escándalo otros rostros que no había
visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su
auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si
comprendiera, y señaló alentadoramente en
dirección de París. La columna volvía a
ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como
si la autopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda
del 404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le
pareció que el grupo se recomponía, que todo
entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin
destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante
había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente
hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que
abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la
velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el
Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de
cuero. Taunus tenía la novela que él había
leído en los primeros días. Un frasco de lavanda
casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él
tenía ahí, tocándolo a veces con la mano
derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado
como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a
las nueve y media se distribuirían los alimentos,
habría que visitar a los enfermos, examinar la
situación con Taunus y el campesino del Ariane;
después sería la noche, sería Dauphine
subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la
vida. Sí, tenía que ser así, no era posible
que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado
consiguiera una ración de agua, que había escaseado
en las últimas horas; de todos modos se podía
contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que
pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la
bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta
kilómetros por hora hacia las luces que crecían
poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto
apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos
desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde
todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente
hacia adelante.
|
Este relato pertenece al libro Todos los
fuegos el fuego publicado en 1966. Julio Cortázar
nació en Bélgica en 1914, en 1918 se radicó
en la Argentina, y luego vivió en París la
última etapa de su vida. Allí murió en
1984.
Si tenés un dato o algún material para mandarle
al Cartonero, su correo electrónico es
cartonero@lakermese.net
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